Authors: Ken Follett
—¿Cómo comparas mis oligos con los de Dennis?
Jeannie le mostró una placa rectangular del tamaño y la forma de un libro.
—Cubrimos esta placa con un gel, tallamos unas muescas en la parte superior y vertemos muestras de tu ADN y del de Dennis en las muescas. Luego ponemos la placa aquí dentro. —Encima del banco había un pequeño depósito de cristal. Sometemos el gel a una corriente eléctrica durante un par de horas. Eso hace que los fragmentos de ADN rezumen a través del gel en líneas rectas. Pero los fragmentos pequeños se desplazan más deprisa que los grandes. De modo que los tuyos, que tienen treinta y un oligos, acabarán por delante de los míos, con sus doscientos ochenta y siete.
—¿Cómo compruebas hasta dónde llegan en su desplazamiento?
—Usamos productos químicos llamados sondas. Se unen a oligos específicos. Supongamos que tenemos un oligo que atrae TETEGEGECCCC. —Le mostró un trozo de tela que parecía un paño de cocina—. Tomamos una membrana de nailon empapada en solución sonda y la extendemos sobre el gel para que absorba los fragmentos. Las sondas son también luminosas, de modo que marcarán una película fotográfica. —Miró el otro depósito—. Veo que Lisa ha extendido el nailon sobre la película. —Le echó un vistazo—. Me parece que ya se ha formado la muestra. Todo lo que hay que hacer es fijar la película.
Steve intentó ver la imagen de la película mientras Jeannie la lavaba en un recipiente que contenía algún producto químico. Jeannie la aclaró después bajo el chorro del grifo. La historia de Steve estaba escrita en aquella página. Pero lo único que el muchacho pudo distinguir fue el dibujo de una escala sobre la claridad del plástico.
Por último, Jeannie lo agitó para que se secara y lo puso delante de una caja de luz.
Steve se apresuró a escudriñarlo. La película aparecía surcada, desde la parte superior hasta el fondo, por una serie de líneas rectas, de unos tres milímetros de ancho, como pistas grises. Las pistas estaban numeradas en la parte inferior de la película, del uno al dieciocho. Dentro de las pistas había unas limpias marcas negras semejantes a guiones. Aunque eso no significaba nada para Steve.
—Las marcas negras indican hasta dónde han llegado tus fragmentos en su recorrido por las pistas —explicó Jeannie.
—Pero hay dos marcas negras en cada pista.
—Eso es porque tienes dos filamentos de ADN, uno de tu padre y otro de tu madre.
—Claro. La doble hélice.
—Exacto. Y tus padres tenían oligos diferentes. —Consultó las notas escritas en una hoja de papel y luego alzó la mirada—. ¿Estás seguro de que te encuentras preparado para esto..., tanto si el resultado es en un sentido como en otro?
—Desde luego.
—Muy bien. Jeannie volvió a bajar la mirada—. La pista tres es tu sangre.
Había dos marcas, separadas cosa de dos centímetros y medio, hacia la mitad vertical de la película.
—La pista cuatro es un control. Probablemente sea mi sangre o la de Lisa. Las marcas deberían estar en posiciones completamente distintas.
—Lo están.
Las dos marcas se encontraban bastante juntas, en la parte inferior de la película, cerca de los números.
—La pista cinco es Dennis Pinker. ¿Están las marcas en la misma posición que las tuyas o en una posición distinta?
—En la misma —dijo Steve—. Coinciden perfectamente.
Jeannie le miró.
—Steve, sois gemelos —dijo.
No quería creerlo.
—¿Existe alguna posibilidad de error?
—Claro —repuso Jeannie—. Hay una posibilidad entre cien de que dos individuos sin conexión alguna puedan tener un fragmento del mismo ADN materno y paterno. Normalmente probamos cuatro fragmentos distintos, utilizando diferentes oligos y sondas. Eso reduce la posibilidad de error a una entre cien millones. Lisa efectuará tres pruebas más; cada una de ellas tarda medio día en realizarse. Pero sé cuál será el resultado. Y tú también lo sabes, ¿verdad?
—Supongo que sí. —Steve suspiró—. Vale más que empiece a creer eso. ¿De dónde diablos vengo?
La expresión de Jeannie era pensativa.
—Se me ha quedado en la cabeza una cosa que dijiste. «No tengo hermanos ni hermanas.» Por lo que has contado acerca de tus padres, parecen la clase de personas a las que les gustaría tener la casa llena de críos, tres o cuatro.
—Eso es cierto —dijo Steve—. Pero mamá tenía dificultades para concebir. Había cumplido los treinta y tres años y llevaba diez casada con papá cuando vine yo. Escribió un libro sobre eso: Qué hacer cuando una no puede quedar embarazada. Fue su primer superventas. Con el dinero que obtuvo compró una cabaña de verano en Virginia.
—Charlotte Pinker tenía treinta y nueve años cuando nació Dennis. Apuesto algo a que también tenía problemas de esterilidad. Me pregunto si eso no significará algo.
—¿Cómo qué?
—No lo sé. ¿Se sometió tu madre a alguna clase de tratamiento especial?
—No he leído el libro. ¿La llamo?
—¿Lo harías?
—De todas formas, ya es hora de que les hable de todo este misterio.
Jeannie indicó un escritorio.
—Usa el teléfono de Lisa.
Steve marcó el número de su casa. Le respondió su madre.
—Hola, mamá.
—¿Se alegró de verte?
—Al principio, no. Pero aún estoy con ella.
—Así pues, no te odia.
Steve miro a Jeannie.
—Odiarme, no, mamá, pero piensa que soy demasiado joven.
—¿Te está escuchando?
—Sí, y creo que empieza a sentirse incómoda, lo cual no deja de ser un principio. Mamá, estamos en el laboratorio, y tengo algo así como un rompecabezas. Parece que mi ADN es exactamente igual que el de otro sujeto que ella está estudiando, un individuo que se llama Dennis Pinker.
—No puede ser igual... tendríais que ser gemelos univitelinos.
—Lo cual sólo sería posible en el caso de que fuéramos hijos adoptados.
—Steve, tú no eres adoptado, si es eso lo que estás pensando. Y no eres gemelo de nadie. Dios sabe cómo me las hubiera arreglado para atender a dos de vosotros.
—¿Te aplicaron alguna clase de tratamiento especial de fertilidad antes de mi nacimiento?
—Sí, me lo aplicaron. El médico me recomendó un sitio de Filadelfia en el que habían atendido a cierto número de esposas de oficiales. Se llamaba Clínica Aventina. Me sometieron a un tratamiento de hormonas.
Steve se lo repitió a Jeannie, que garabateó el nombre en una hojita de Post-it.
—El tratamiento dio resultado —continuó la madre—, y ahí estás tú, fruto de todo ese esfuerzo, sentado en Baltimore y dándole la tabarra a una preciosa señora que te saca siete años, cuando deberías encontrarte aquí, en el Distrito de Columbia, cuidando de tu anciana madre de pelo blanco.
Steve soltó una carcajada.
—Gracias, mamá.
—Oye, Steve.
—Aquí sigo.
—No vuelvas muy tarde. Ya sabes que tienes que ver a un abogado por la mañana. Será mejor que salgas de este lío legal antes de empezar a preocuparte de tu ADN.
—No volveré tarde. Hasta luego.
Steve colgó.
—Llamaré a Charlotte Pinker ahora mismo —dijo Jeannie—. Espero que no se haya ido ya a dormir. —Hojeó rápidamente el listín telefónico de Lisa y luego cogió el auricular y marcó un número. Al cabo de un momento empezó a hablar—: Hola, señora Pinker. Aquí, la doctora Ferrami, de la Universidad Jones Falls... Muy bien, gracias ¿y usted?... Confío en que no tenga inconveniente en que le haga una pregunta más... Bien, muy amable y comprensiva. Sí... Antes de quedar embarazada de Dennis, ¿siguió usted algún tratamiento de fertilidad? —Hubo una prolongada pausa y, a continuación, el semblante de Jeannie se iluminó a causa de la euforia exaltada—. ¿En Filadelfia? Si, ya la conozco... Tratamiento hormonal. Es muy interesante, me sirve de gran ayuda. Gracias otra vez. Adiós. —Colgó el auricular y exclamó—: ¡Bingo! Charlotte fue a la misma clínica.
—Eso es fantástico —dijo Steve—. Pero ¿qué significa?
—Ni idea —confesó Jeannie. Volvió a coger el teléfono y marcó el 411—. ¿Cómo puedo comunicar con el servicio de información de Filadelfia?... Gracias. —Marcó una vez más—. La Clínica Aventina. —Una pausa. Miró a Steve y comentó—: Probablemente estará cerrada desde hace años.
Steve la contemplaba, como hipnotizado. El entusiasmo ponía viveza y color en el rostro de Jeannie, mientras su cerebro funcionaba a toda velocidad. Parecía embelesada. Steve deseó fervientemente poder hacer algo más para ayudarla.
De súbito, Jeannie cogió un lápiz y garabateó un número.
—¡Gracias! —dijo por el micrófono. Colgó—. ¡Aún está allí!
Steve parecía fascinado. El misterio de sus genes podía resolverse.
—Archivos —dijo—. La clínica debe de tener sus registros. Es posible que haya pistas.
—He de ir allí —manifestó Jeannie. Arrugó la frente, pensativa—. Tengo una nota firmada por Charlotte Pinker; podemos pedir a todas las personas entrevistadas que firmen también la suya, lo que me autorizará a examinar los historiales médicos. ¿Puedes conseguir que tu madre firme una esta noche y me la envíe por fax a la UJF?
—Pues claro.
Marcó una vez más, pulsando los números febrilmente.
—Buenas noches, ¿hablo con la Clínica Aventina?... ¿Tienen un jefe de servicio nocturno?... Muchas gracias.
Se produjo una larga pausa. Jeannie golpeteó el lápiz con impaciencia. Steve la contempló con ojos que irradiaban adoración. Por lo que a él concernía, no le importaba que aquello durase hasta la mañana.
—Buenas noches, señor Ringwood, le habla la doctora Ferrami del departamento de Psicología de la Universidad Jones Falls. Dos de los sujetos de la investigación que estoy llevando a cabo fueron atendidos en su clínica hace veintitrés años y me sería de enorme ayuda echar un vistazo a sus historiales. Me han proporcionado la correspondiente autorización que puedo remitirle por fax anticipadamente... Eso me vendría de perlas... ¿Mañana le parece bien?... Digamos, ¿a las dos de la tarde?... Es usted muy amable... Así lo haré. Gracias. Adiós.
—Clínica de fertilidad —silabeó Steve meditativamente—. ¡No leí en ese artículo del The Wall Street Journal que la Genético posee clínicas de fertilidad?
Jeannie se le quedó mirando boquiabierta.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó en voz baja—. Claro que las tiene.
—Me pregunto si no existirá alguna relación.
—Me juego algo a que la hay —dijo Jeannie.
—Si la hay, entonces...
—Entonces es muy posible que Berrington Jones sepa mucho más acerca de ti y de Dennis de lo que está dando a entender.
Había sido un día infame, pero al final había acabado bien, pensó Berrington al salir de la ducha.
Se contempló en el espejo. Estaba en una forma magnífica para sus cincuenta y nueve años; enjuto, derecho como una vela, con la piel ligeramente atezada y el estómago casi completamente liso. Tenía el vello púbico oscuro, pero ello era debido a que se lo teñía para evitar el embarazoso tono gris impuesto por los años. Para Berrington resultaba muy importante estar en condiciones de desnudarse delante de una mujer sin tener que apagar la luz.
Inició la jornada convencido de que le había puesto el pie en el cuello a Jeannie Ferrami, pero la muchacha demostró ser más dura de lo que él esperaba. No volveré a subestimarla, se dijo.
Por el camino de vuelta de Washington se había dejado caer por casa de Preston Barck para informarle de los últimos acontecimientos. Como siempre, Preston se mostró más preocupado y pesimista de lo que la situación requería. El talante de Preston afectó a Berrington hasta tal punto que regresó a su domicilio envuelto en negros nubarrones. Pero cuando entró en la casa el teléfono estaba sonando y Jim, expresándose en una clave improvisada, le confirmó que David Creane cortaría en seco la colaboración que el FBI pudiera prestar a Jeannie. Había prometido efectuar aquella misma noche las llamadas telefónicas precisas.
Berrington se secó con una toalla y se puso un pijama azul de algodón y un albornoz de rayas azules y blancas. Marianne, el ama de llaves, tenía la noche libre, pero en el frigorífico había una cazuela: pollo a la provenzal, de acuerdo con la nota que la mujer dejara escrita con su meticulosa e infantil caligrafía. Puso el recipiente en el horno y se sirvió un vasito de whisky Springbank. En el momento en que tomaba el primer sorbo, sonó de nuevo el teléfono.
Era su ex esposa, Vivvie.
—El The Wall Street Journal dice que vas a ser rico —dijo.
Berrington se la imaginó: una rubia esbelta, de sesenta años, sentada en la terraza de su casa de California, admirando la puesta del sol que se ocultaba bajo el horizonte del Océano Pacífico.
—Supongo que quieres volver conmigo.
—Se me ocurrió, Berry. Lo pensé muy seriamente durante lo menos diez segundos. Después me di cuenta de que ciento ochenta millones de dólares no eran suficientes.
El comentario provocó la risa de Berrington.
—De verdad, Berry. Me alegro por ti.
El sabía que era sincera. Vivvie poseía ahora una espléndida fortuna propia. Al dejarle se dedicó a los negocios inmobiliarios en Santa Bárbara y le fue de maravilla.
—Gracias.
—¿Qué vas a hacer con el dinero? ¿Dejárselo al chico?
El hijo de ambos estudiaba con vistas a obtener el título de contable colegiado.
—No le hará falta, ganará una fortuna ejerciendo la profesión de tenedor de libros. Puede que le ceda un poco a Jim Proust. Va a presentarse candidato a la presidencia.
—¿Qué conseguirás a cambio? ¿Quieres ser embajador de Estados Unidos en Paris?
—No, pero consideraría el cargo de jefe de la sanidad militar.
—¡Eh, Berry, vas en serio! Pero supongo que no deberías hablar demasiado por teléfono.
—Cierto.
—Tengo que dejarte, mi noviete acaba de llamar al timbre. Hasta pronto, Moctezuma.
Era una vieja broma familiar.
Berrington le respondió:
—Hasta dentro de un plis plas, carrasclas.
Colgó el teléfono.
Le pareció un si es no es deprimente que Vivvie saliera de noche con alguien —no tenía idea de quién pudiera ser— mientras el se quedaba sentadito en casa a solas con un whisky. Aparte la que le produjo la muerte de su padre, la mayor tristeza que Berrington experimentó en su vida fue la que le causó el que Vivvie le dejara. No le reprochaba el que le abandonase; él le fue meticulosamente infiel. Pero la quería, y aún la echaba de menos, trece años después del divorcio. El hecho de que la culpa fuera exclusivamente de él aumentaba su tristeza. Bromear con Vivvie por teléfono le recordó cuanto se divertían juntos en los buenos tiempos.