Authors: Ken Follett
Entró el juez.
Era una atractiva mujer blanca, de unos cincuenta años, menuda y pulcra. Vestía toga negra y llevaba una lata de Coca-Cola baja en calorías, que, al sentarse, depositó encima de la mesa.
Steve trató de leer en su expresión. ¿Era una mujer cruel o benévola? ¿Una señora de carácter afectuoso y mentalidad liberal, un alma de Dios, o una sargentona ordenancista que anhelaba en secreto enviarlos a todos a la silla eléctrica? Steve observó atentamente las azules pupilas de la juez, su nariz aguda, su cabellera morena veteada de hebras grises. ¿Tenía esposo con la barriga propia del bebedor de cerveza, un hijo crecido del que preocuparse y unos nietos a los que adoraba y con los que solía jugar revolcándose con ellos encima de la alfombra? ¿O vivía sola en un piso caro lleno de muebles modernos con agudas esquinas? Las clases de derecho que había recibido le informaron de las razones teóricas existentes para conceder o denegar las peticiones de fianza, pero ahora le parecían poco menos que improcedentes. Lo único que en realidad tenía importancia era si aquella mujer era bondadosa o no.
La juez recorrió con la vista la hilera de presos y saludó:
—Buenas tardes. Voy a examinar sus solicitudes de fianza.
Su voz era baja, pero clara, su dicción, precisa. A su alrededor, todo parecía exacto y ordenado..., salvo aquella lata de Coca-Cola, un toque humano que despertó las esperanzas de Steve.
—¿Han recibido todos ustedes sus respectivos pliegos de cargos?
Todos los tenían. La juez recitó un escrito relativo a los derechos de los acusados y el modo de conseguir abogado.
Una vez concluido ese trámite, indicó: —Cuando mencione su nombre, tengan la bondad de levantar la mano derecha... Ian Thompson.
Un preso levantó la mano. La juez leyó las acusaciones y las condenas que podían corresponderle. A Ian Thompson se le acusaba de haber desvalijado tres casas de un lujoso barrio de Roland Park. Era un joven hispano que llevaba el brazo en cabestrillo, que no manifestó el menor interés por su destino y al que parecía aburrirle todo el proceso.
Cuando la juez le dijo que tenía derecho a una vista preliminar y a un juicio con jurado, Steve aguardó con impaciencia si concedía o no la fianza a Ian Thompson.
Se puso en pie el encargado de la investigación preliminar. Expuso, hablando apresuradamente, que Thompson llevaba un año viviendo en el mismo domicilio, tenía esposa y un hijo, pero carecía de trabajo. También era heroinómano y tenía antecedentes delictivos. Steve no habría enviado a la calle a un hombre como aquel.
Sin embargo, la juez fijó una fianza de veinticinco mil dólares. El ánimo de Steve se elevó. Sabía que normalmente el acusado sólo ha de depositar el diez por ciento, en efectivo, de la fianza que se le establezca, así que Thompson se vería libre si lograba reunir dos mil quinientos dólares. Eso parecía indulgente de veras.
A continuación le toco el turno a una de las chicas. Se había peleado con otra y se le acusaba de agresión. El investigador preliminar explicó a la juez que la joven vivía con sus padres y trabajaba en la sección de control de un supermercado próximo. Evidentemente no era en absoluto peligrosa y la juez declaró que salía fiadora bajo su propia responsabilidad, lo que significaba que no tenía que pagar cantidad alguna.
Era otra decisión benévola, y la moral de Steve subió un grado más.
A la demandada, por otra parte, se le ordenó que no se acercara al domicilio de la muchacha con la que tuvo la trifulca. Eso recordó a Steve que un juez podía añadir condiciones a la fianza. El no tendría el menor reparo en mantenerse a distancia de Lisa Hoxton. Ignoraba por completo donde vivía y el aspecto que pudiera tener, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier condición que le facilitara la salida de la cárcel.
El siguiente acusado era un hombre blanco de mediana edad cuyo crimen consistía en haber enseñado el pene en plan exhibicionista a las clientes de la sección de artículos para la salud e higiene femenina de un drugstore RiteAid. Contaba con un largo historial de delitos similares. Vivía solo, pero llevaba cinco años residiendo en el mismo domicilio. Ante la sorpresa y desaliento de Steve, la juez le denegó la libertad bajo fianza. El hombre era bajito y delgado; a Steve le pareció un chiflado inofensivo. Pero quizá la juez, mujer al fin y al cabo, era particularmente implacable cuando se trataba de delitos sexuales.
La magistrada miro su papel y convocó:
—Steven Charles Logan.
Steve alzó la mano. «Por favor, déjame salir de aquí, por favor.»
—Se le acusa de violación en primer grado, lo que lleva implícita una posible condena a cadena perpetua.
Steve oyó a su espalda el grito sofocado de su madre.
La juez continuó leyendo los demás cargos y penas; luego, el encargado de la investigación preliminar se puso en pie. Recitó la edad de Steve, su domicilio y ocupación, y declaró que carecía de antecedentes penales y de adicciones a los estupefacientes. Steve pensó que parecía un ciudadano modelo en comparación con los acusados anteriores. Seguramente, la juez tenía que tomar nota de eso, ¿no?
Cuando Purdy terminó, Steve dijo:
—¿Puedo hacer uso de la palabra, señoría?
—Sí, pero tenga presente que puede ser perjudicial para usted contarme determinados datos acerca del crimen.
Steve se levantó.
—Soy inocente, señoría, aunque al parecer guardo cierta semejanza física con el violador, de manera que si usted me concede la libertad bajo fianza prometo no acercarme a la víctima, si lo estipulara usted como condición de tal fianza.
—Desde luego que lo estipularía.
Deseó pronunciar un buen alegato en petición de la libertad, pero todos los elocuentes discursos que había preparado mientras estaba en la celda habían desaparecido de su cabeza y no se le ocurría nada que decir. Dominado por la frustración, se sentó.
Detrás de él, su padre se puso en pie.
—Señoría, soy el padre de Steve, el coronel Charles Logan. Tendré mucho gusto en responder a cualquier pregunta que desee usted formularme.
La juez le dedicó una mirada glacial.
—No será necesario.
Steve se preguntó porqué la intervención de su padre parecía incomodar a la juez. Acaso sólo pretendía dejar bien claro que no iba a permitir que le impresionara su graduación militar. Puede que deseara decir: «En mi tribunal, todos son iguales, al margen de lo respetables y de clase media que puedan ser».
El padre de Steve volvió a sentarse.
La juez miró a Steve.
—Señor Logan, ¿conocía usted a la mujer con anterioridad al momento en que tuvo efecto el presunto delito?
—Nunca la he visto —respondió Steve.
—¿No la había visto antes?
Steve supuso que la juez se estaría preguntando si no habría estado el acechando a Lisa Hoxton durante algún tiempo, antes de atacarla.
—Eso no podría asegurarlo, no sé qué aspecto físico tiene —repuso Steve.
La juez pareció reflexionar durante unos segundos, sopesando aquella respuesta. Steve tuvo la impresión de estar aferrado a un saliente con la punta de los dedos. Una palabra de la juez, le salvaría de la caída. Pero si ella le denegaba la fianza, sería como desplomarse en el abismo.
Por fin, la mujer decretó:
—Se concede la libertad bajo una fianza que se fija en la suma de doscientos mil dólares.
El alivio inundó a Steve como una ola que se abatiera sobre él y todo su cuerpo se relajó.
—Gracias a Dios —murmuró.
—No se acercará a Lisa Hoxton, ni irá al 132I de la avenida Vine.
Steve notó de nuevo la mano de su padre apretándole el hombro. Levantó sus manos esposadas y rozó los dedos huesudos del hombre.
Aún iban a transcurrir un par de horas antes de que se viera libre, lo sabía; pero eso ya no le importaba, ahora estaba seguro de que había conseguido la libertad. Se comería seis hamburguesas Big Mac y dormiría veinticuatro horas seguidas. Estaba loco por tomar un baño caliente, ponerse ropa limpia y recuperar su reloj de pulsera. Deseaba disfrutar de la compañía de personas que no dijeran «hijoputa» en cada frase.
Y se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, que lo que anhelaba por encima de todo era llamar a Jeannie Ferrami.
Jeannie estaba de un humor de perros mientras volvía a su despacho. Maurice Obell era un cobarde. Una reportera agresiva había dejado caer unas cuantas insinuaciones carentes de base, nada más que eso, y el hombre se desmoronó. Y Berrington había resultado demasiado débil para defenderla con eficacia.
El programa informático de búsqueda constituía su creación más importante. Había empezado a desarrollarlo en cuanto se percató de que no llegaría muy lejos en su investigación del mundo de la criminalidad sin un sistema nuevo de localizar sujetos para el estudio. Le había dedicado tres años. Era su único éxito notable, aparte los campeonatos de tenis. Si estaba dotada de algún talento intelectual particular era su extraordinaria aptitud para la programación informática. Aunque estudiaba la psicología de los imprevisibles e irracionales seres humanos, lo realizaba mediante la manipulación de masas ingentes de datos sobre centenares de miles de individuos: era una tarea estadística y matemática. Pensaba que, si su mecanismo de búsqueda no era útil, ella resultaría ser también una calamidad. Lo mismo podía abandonar y pedir plaza de azafata, como Penny Watermeadow.
Le sorprendió encontrar a Annette Bigelov esperándola en la puerta del despacho. Annette era una graduada cuya tarea supervisaba Jeannie como parte de sus funciones pedagógicas. La doctora recordó en aquel momento que la semana anterior Annette había presentado su propuesta de trabajo anual y concertaron una cita para aquella mañana con objeto de tratar el tema. Jeannie decidió en principio cancelar la reunión; tenía cosas más importantes que hacer. Pero al ver la expresión ilusionada del rostro de la joven pensó en lo trascendentales que resultaban esas reuniones cuando una era estudiante, por lo que se obligó a sonreír a la chica.
—Lamento haberte hecho esperar —dijo—. Pongamos manos a la obra inmediatamente.
Por suerte, había leído la propuesta meticulosamente y tenía tomadas unas notas. Annette tenía la intención de rastrear los datos existentes sobre gemelos, con vistas a descubrir correlaciones en las zonas de los puntos de vista políticos y las actitudes morales. Se trataba de una idea interesante y el plan de Annette era científicamente sólido. Jeannie sugirió algunas mejoras de menor cuantía y dio el visto bueno para que la muchacha tirara adelante.
Cuando Annette se marchaba, Ted Ransome asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
—Tienes cara de estar a punto de cortarle los cataplines a alguien —comentó.
—A ti no —sonrío Jeannie—. Entra y toma una taza de café.
Handsome Ransome (Ransome el Hermoso) era su favorito entre los varones del departamento. Profesor adjunto que estudiaba la psicología de la percepción, estaba felizmente casado y tenía dos hijos pequeños. Jeannie sabía que la encontraba atractiva, pero Ransome nunca se le insinuó. Entre ellos se producía una agradable vibración sexual que en ningún momento amenazó con convertirse en problema.
Jeannie accionó el interruptor de la cafetera situada junto al escritorio y le contó el asunto planteado por el New York Times y Maurice Obell.
—Pero queda en el aire la gran cuestión —concluyó—. ¿Quién le fue con el cuento al Times?
—Tiene que haber sido Sophie —apuntó Ransome.
Sophie Chapple era la única otra mujer del departamento de psicología de la facultad. Aunque se acercaba a la cincuentena y era profesora titular, consideraba a Jeannie una especie de rival y desde el principio del semestre no dejó de manifestar su envidia ni de quejarse de todo lo relacionado con Jeannie, desde sus minifaldas hasta la forma en que aparcaba el coche.
—¿Sería capaz de una faena así? —preguntó Jeannie.
—Y sin dudarlo.
—Supongo que tienes razón. —A Jeannie no cesaba de maravillarle la mezquindad de los científicos de primera fila. En cierta ocasión había visto a un admirado matemático propinar un puñetazo al físico más brillante de Estados Unidos por colarse en la cola de la cafetería—. Tal vez se lo pregunte.
Ransome enarcó las cejas.
—Te mentirá.
—Pero su culpabilidad puede delatarla.
—Habrá bronca.
—Ya hay bronca.
Sonó el teléfono. Jeannie descolgó e hizo una seña a Ted, indicándole que sirviera el café.
—Hola.
—Aquí, Naomi Freelander.
Jeannie vaciló.
—No sé si me apetece hablar con usted
—Tengo entendido que ha dejado de utilizar bases de datos médicos en su proyecto de búsqueda.
—No es así.
—¿Qué significa eso de que no es así?
—Significa que no lo he dejado. Su llamada telefónica provocó cierto debate, pero no se ha adoptado ninguna decisión.
—Tengo aquí un fax de la oficina del presidente de la universidad. En él, la universidad pide disculpas a las personas cuya intimidad haya sido violada y les asegura que el programa se ha interrumpido.
Jeannie se quedó de piedra.
—¿Enviaron ese comunicado?
—¿No lo sabía usted?
—Vi un borrador y manifesté mi desacuerdo.
—Parece que han cancelado su programa sin decírselo.
—No pueden hacerlo.
—¿Qué quiere decir?
—Tengo un contrato con esta universidad. No pueden hacer lo que les salga de sus malditas narices.
—¿Me está diciendo que va a continuar usted con el proyecto, en franco desafío a las autoridades universitarias?
—Aquí no entra el desafío. No tienen potestad para darme órdenes. —Se percato de que Ted la estaba mirando. El hombre alzo una mano y la movió de derecha a izquierda en gesto negativo. Jeannie comprendió que Ted tenía razón; aquel no era modo de hablar a la prensa. Cambio de táctica. En tono más moderado, dijo—: Usted misma dijo que la violación de intimidad, en este caso, es potencial.
—Sí.
—Y ha fracasado rotundamente en su intento de encontrar una sola persona dispuesta a quejarse de mi programa. Pese a todo, no tiene escrúpulos en seguir intentando que se cancele mi proyecto.
—Yo no juzgo, informo.
—¿Sabe de qué va mi investigación? Intento descubrir qué es lo que convierte a la gente en criminales. Soy la primera persona que ha creado un método realmente prometedor para estudiar este problema. Si las cosas salen como espero, mi descubrimiento podría hacer de nuestro país un lugar mucho mejor para que crezcan en el sus nietos.