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Authors: Ken Follett

El tercer gemelo (31 page)

Dejó la bolsa encima del mostrador.

—Verás —dijo—, lo que te hace falta es comer algo. En cuanto lo hagas, te sentirás mejor. —Sacó la pizza—. Y un vaso de vino te rebajará la tensión. Luego, cuando estés preparada para concederte un tratamiento especial, puedes tomarte este helado directamente del envase de cartón, no tienes por qué ponerlo en un plato. Y cuando toda la comida y la bebida se haya acabado, aún te quedarán las flores. ¿Vale?

Le contempló como si fuera una criatura llegada de Marte.

—Y de todas formas —continuó Steve—, se me ocurrió que necesitabas además que viniese alguien aquí y te dijera que eres una persona maravillosa y especial.

A Jeannie se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Vete a hacer puñetas! —exclamó—. ¡Yo nunca lloro!

Steve apoyó las manos en los hombros de Jeannie. Era la primera vez que la tocaba. Probó a acercársela. Ella no opuso resistencia. Casi sin atreverse a creer en su buena suerte, la abrazó. Era casi tan alta como él. Jeannie apoyó la cabeza en el hombro de Steve y los sollozos sacudieron su cuerpo. Él le acarició los cabellos. Era un pelo suave y espeso. Steve tuvo una erección y se retiró un poco, confiando en que ella no lo hubiera notado.

—Todo se arreglará —dijo, abrazándola nuevamente—. Ya verás como las cosas se solucionan.

Jeannie permaneció en sus brazos durante un largo y delicioso momento. Steve notó la cálida tibieza de su cuerpo e inhaló su perfume. Se preguntó si debía atreverse a besarla. Vaciló, temeroso de que si precipitaba los acontecimientos, ella le rechazase. Luego, el instante pasó y Jeannie se apartó.

Se limpió la nariz con el faldón de la holgada camiseta y al hacerlo brindó a Steve un sensual vistazo al estómago liso y atezado por el sol.

—Gracias —articuló Jeannie—. Necesitaba un hombro sobre el que llorar.

Le descorazonó el tono un tanto despreocupado. Para él fue un instante de intensa emoción; para ella, solo un alivio de la tensión.

—Es parte del servicio —dijo Steve, irónico, y al instante se dijo que había perdido una magnífica ocasión de quedarse callado.

Jeannie abrió un aparador y sacó platos.

—Ya me siento mejor —dijo—. Comamos.

Steve se encaramó a un taburete ante el mostrador de la cocina. Cortó la pizza y descorchó la botella de vino. Disfrutó de la contemplación de los movimientos de la mujer por la casa: viéndola cerrar un cajón con un golpe de cadera, mirar con los párpados entrecerrados la tonalidad del vino que contenía la copa, coger el sacacorchos con sus dedos largos y hábiles. Recordó la primera chica de la que se había enamorado. Se llamaba Bonnie y tenía siete años, los mismos que él entonces; y Steve se había quedado mirando aquellos bucles rubio fresa y aquellos ojos verdes y pensó que era un milagro que pudiera existir alguien tan perfecto en el patio de la Escuela Primaria de Spiller Road. Durante una temporada albergó la idea de que pudiera ser realmente un ángel.

No creía que Jeannie fuese un ángel, pero parecía envolverla una fluida gracia física que le hacía sentir la misma portentosa sensación.

—Tienes una tremenda capacidad de recuperación —comentó Jeannie—. La última vez que te vi, tu aspecto era horrible. De eso hace sólo veinticuatro horas, pero pareces nuevo.

—Salí bastante bien librado. Sólo me duele un poco en el punto donde el detective Allaston me golpeó la cabeza contra la pared y la contusión que me produjo Gordinflas Butcher al patearme las costillas a las cinco de esta mañana, pero se me pasará enseguida, siempre y cuando no vuelvan a meterme en chirona.

Apartó esa idea de la cabeza. No iba a volver a la celda; la prueba de ADN lo eliminaría como sospechoso.

Le dio un repaso visual a la librería de Jeannie. Había muchos títulos ajenos a la narrativa. Biografías de Darwin, Einstein y Francis Bacon; unas cuantas mujeres novelistas que él no había leído: Erica Jong y Joyce Carol Oates; cinco o seis Edith Wharton, algunos clásicos modernos.

—¡Vaya, veo que tienes mi novela favorita de toda la vida! —comentó.

—Deja que adivine: Matar un ruiseñor.

Steve se quedó atónito.

—¿Cómo lo sabes?

—Vamos. El protagonista es un abogado que se enfrenta a los prejuicios sociales para defender a un hombre inocente. ¿No es ese tu gran sueño? Además, no creo que hubieses elegido The Women's Room.

Steve sacudió la cabeza, resignado.

—Sabes muchas cosas acerca de mí. Le acobardas a uno.

—¿Cuál crees que es mi libro preferido?

—¿Se trata de una prueba?

—Apuesta algo.

—Ah... ejem, Middlemarch.

—¿Por qué?

—La protagonista es una mujer fuerte, independiente.

—¡Pero no hace nada! De cualquier modo, el libro que tenía en la cabeza no es ninguna novela. Te doy otra oportunidad.

Steve meneó la cabeza.

—No es novela. —Tuvo un golpe de inspiración—. Ya sé. La historia de un brillante y distinguido descubrimiento que explicaba algo crucial para la existencia del hombre. Apuesto a que es La doble hélice.

—¡Eh, muy bien!

Empezaron a comer. La pizza aún estaba caliente. Jeannie permaneció pensativamente silenciosa durante unos minutos, al cabo de los cuales comentó:

—Hoy realmente la he fastidiado Ahora me doy cuenta. Tenía que haber mantenido toda la crisis en tono menor. Tenía que haber repetido: «Bueno, quizá, podemos discutirlo, no me obliguen a tomar una decisión precipitada». En vez de hacer eso, desafié a la universidad y luego empeoré las cosas hablando con la prensa.

—La impresión que tengo de ti es que eres una persona nada inclinada al compromiso —dijo Steve.

Jeannie asintió.

—Una cosa es no ser dada al compromiso y otra es ser estúpida.

Le enseñó el The Wall Street Journal.

—Esto puede explicar por qué en estos instantes tu departamento es hipersensible a la publicidad negativa. Tu patrocinador está a punto de traspasar la empresa.

Jeannie leyó el primer párrafo.

—Ciento ochenta millones de dólares, ¡caray! —Siguió leyendo mientras masticaba un trozo de pizza. Cuando acabó el artículo sacudió la cabeza—. Tu teoría es interesante, pero no me convence.

—¿Por qué no?

—Era Maurice Obell, no Berrington, quien parecía estar contra mí. Aunque Berrington pueda ser rastrero como una serpiente, según dicen. De todas formas, no soy tan importante. Para los patrocinadores de la Genético no soy más que una parte ínfima de sus proyectos de investigación. Ni siquiera aunque mi trabajo violase verdaderamente la intimidad de las personas, sería eso suficiente escándalo para poner en peligro una operación de compraventa multimillonaria.

Steve se limpió los dedos con una servilleta de papel y cogió la fotografía enmarcada de una mujer con un niño de pecho. La mujer se parecía un poco a Jeannie, aunque tenía el pelo liso.

—¿Es tu hermana? —preguntó.

—Sí. Patty. Ya tiene tres hijos... todos varones.

—Yo no tengo hermanos ni hermanas —dijo Steve. Luego se acordó—. A menos que se cuente a Dennis Pinker. —Cambió la expresión de Jeannie y Steve dijo—: Me miras como a un espécimen.

—Perdona. ¿Probamos el helado?

—Pues claro.

Jeannie puso la cubeta encima de la mesa y sacó dos cucharas. Eso le pareció a Steve de perlas. Comer del mismo recipiente era un paso más hacia el beso. Jeannie comía con delectación. El muchacho se preguntó si haría el amor con el mismo glotón entusiasmo.

Steve tragó una cucharada de Rainforest Crunch y dijo:

—Me alegra infinito que creas en mí. Seguro que a los polis no les ocurre lo mismo.

—Si fueras un violador, mi teoría saltaría hecha pedazos.

—A pesar de todo, pocas mujeres me hubieran abierto la puerta de su casa por la noche. En especial si creyesen que tengo los mismos genes que Dennis Pinker.

—Yo dudé antes de hacerlo —confesó Jeannie—. Pero me has demostrado que tenía razón.

—¿Cómo?

Jeannie indicó los restos de la cena.

—Si una mujer atrae a Dennis Pinker, este tira de cuchillo y le ordena que se quite las bragas. Tú trajiste una pizza.

Steve se echo a reír.

—Puede parecer divertido —dijo Jeannie—, pero existe un mundo de diferencia.

—Hay una cosa que debes saber acerca de mí —advirtió Steve—. Un secreto.

Ella dejó la cuchara.

—¿Qué?

—Una vez casi maté a alguien.

—¿Cómo?

Steve le contó la historia de su pelea con Tip Hendricks.

—Por eso me preocupaba tanto todo ese asunto acerca de mis orígenes —dijo—. No puedes imaginar lo inquietante que resulta que le digan a uno que es posible que papá y mamá no sean sus padres. ¿Y si resulta que mi verdadero padre es un asesino?

Jeannie denegó con la cabeza.

—Entablaste una pelea escolar que se te fue de las manos. Eso no te convierte en un psicópata. ¿Y qué me dices del otro chico? Ese tal Tip.

—Alguien lo mató cosa de un par de años después. Por entonces se dedicaba al tráfico de drogas. Tuvo una discusión con su proveedor y el individuo le descerrajó un tiro en la cabeza y lo dejó seco.

—El psicópata era él, supongo —dijo Jeannie—. Eso es lo que les suele ocurrir. Les es imposible evitar los jaleos. Un chicarrón fuertote como tú puede tener un encontronazo con la ley, pero sobrevive al incidente y sigue adelante, llevando una vida normal. En cambio Dennis estará entrando y saliendo de la cárcel hasta que alguien lo mate.

—¿Cuántos años tienes, Jeannie?

—No te ha gustado que te llame chicarrón fuertote.

—Tengo veintidós años.

—Yo veintinueve. Una gran diferencia de edad.

—¿Te parezco un crío?

—Verás, no lo sé, un hombre de treinta años probablemente no se habría pegado la paliza de venir desde Washington sólo para traerme una pizza. Eso es algo impulsivo.

—¿Lamentas que lo haya hecho?

—No. —Le tocó la mano—. Me alegra de verdad.

Steve ignoraba hasta dónde iba a llegar con ella. Pero Jeannie había llorado sobre su hombro. Pensó que una mujer no utiliza a un chico para eso.

—¿Cuándo sabrás algo seguro sobre mis genes? —preguntó.

Jeannie consultó su reloj.

—Es probable que el borrador ya esté terminado. Lisa hará la película por la mañana.

—¿Quieres decir que la prueba está concluida ya?

—Más o menos.

—¿No podemos echar un vistazo al resultado ahora? Se me hace muy duro esperar a ver si tengo o no el mismo ADN que Dennis Pinker.

—Supongo que sí que podemos —dijo Jeannie—. También a mi me corroe la curiosidad.

—¿A qué esperamos, pues?

25

Berrington Jones disponía de una tarjeta de plástico que le facultaba para abrir cualquier puerta de la Loquería.

Nadie más estaba enterado de ello. Con toda su inocencia los profesores numerarios imaginaban que sus cuartos eran privados. Sabían que los integrantes del personal de limpieza tenían llaves maestras. Lo mismo que los guardias de seguridad. Pero al profesorado nunca se le ocurrió que pudiera no ser muy difícil echar mano a una llave que se les proporcionaba incluso a los encargados de limpiar las instalaciones.

Con todo, Berrington no había utilizado nunca su llave maestra. Husmear era indigno: algo ajeno a su estilo. Pete Watlingson seguramente tendría fotos de chicos desnudos en el cajón de su escritorio; Ted Ransome indudablemente guardaría un poco de marihuana en alguna parte; era harto posible que Sophie Chapple tuviera un vibrador para consolarse durante las largas tardes solitarias, pero Berrington no quería saber nada de todo aquello. La llave maestra era sólo para las emergencias.

Aquella era una emergencia.

La universidad había ordenado a Jeannie que dejase de utilizar su programa informático de búsqueda y habían anunciado al mundo que se había suspendido el empleo de dicho programa, pero ¿cómo podía el tener la seguridad de que era así? No estaba en situación de ver los mensajes electrónicos que volaban por las líneas telefónicas de una terminal a otra. Durante toda la jornada no cesó de atormentarle la idea de que Jeannie pudiese estar examinando otra base de datos. Y a saber lo que podía encontrar.

De modo que Berrington había vuelto a su despacho y ahora estaba sentado ante su mesa, mientras el cálido crepúsculo se condensaba sobre los edificios de ladrillo rojo del campus. Golpeteaba con la tarjeta de plástico el ratón del ordenador, dispuesto a hacer algo que iba contra su instinto y contra todos sus principios. Su dignidad era algo precioso. La había ido alimentando desde edad muy temprana. Ya de niño, en el colegio, sin un padre que le aleccionara acerca del modo de hacer frente a las riñas infantiles y con una madre excesivamente preocupada por la felicidad del chico, Berrington había ido creándose poco a poco un aire de superioridad, un aislamiento que le protegía. En Harvard había observado furtivamente a un compañero de clase perteneciente a una familia adinerada desde varias generaciones atrás. Tomó buena nota de los detalles de sus cinturones de cuero y pañuelos de hilo, de sus trajes de tweed y sus fulares de cachemira: aprendió la forma elegante de desdoblar la servilleta y manejar la silla ofreciendo asiento a una dama; se maravilló de la mezcla de naturalidad y deferencia con la que el muchacho trataba a los profesores, del encanto superficial y la frialdad subyacente en sus relaciones con los socialmente inferiores. Cuando Berrington inició su master ya estaba ampliamente preparado para convertirse en un brahmán.

Y era difícil desembarazarse de la capa de dignidad. Algunos profesores podían quitarse la chaqueta y saltar al campo para jugar un partido informal de fútbol americano, mezclándose con los estudiantes, pero Berrington era incapaz de ello. Los alumnos nunca le contaban chistes ni le invitaban a sus fiestas, pero tampoco se insolentaban con él, hablaban en clase o cuestionaban sus lecciones.

En cierto sentido, toda su vida, desde la fundación de la Genético, había sido un engaño, pero el la llevaba con audacia y airosa arrogancia. Sin embargo, no era propio de él introducirse subrepticiamente en la habitación de otra persona y dedicarse a registrarla.

Consultó su reloj. El laboratorio ya estaría cerrado. La mayor parte de sus colegas se habrían ido ya, hacia sus casas o hacia el bar del Club de la Facultad. Era un momento tan bueno como cualquier otro. No existía hora alguna que garantizase que el edificio se encontrase totalmente vacío; los científicos trabajaban según su talante y a cualquier hora. De sorprenderle alguien, Berrington tendría que aguantar el tipo y echarle descaro.

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