El tercer gemelo (9 page)

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Authors: Ken Follett

—Sí, conocí a uno —contestó Jeannie a la pregunta—. Hubo un chico con el que desee casarme. Se llamaba Will Temple. Era antropólogo. Todavía lo es.

Jeannie aun podía verle mentalmente: un tiarrón corpulento, de barba rubia, con vaqueros azules y jersey de pescador, que circulaba por los pasillos de la universidad con una bicicleta que tenía un cambio de marchas de diez velocidades.

—Ya lo has citado otras veces —dijo Lisa—. ¿Cómo era?

—Formidable. —Jeannie suspiró—. Me hacía reír, cuidaba de mí cuando caía enferma, se planchaba sus propias camisas y tenía la capacidad sexual de un caballo.

Lisa no sonrió.

—¿Qué fue mal?

Jeannie estaba en plan audaz, pero aún le dolía aquel recuerdo.

—Me dejó por Georgina Tinkerton Ross. —A guisa de explicación, añadió—: De los Tinkerton Ross de Pittsburgh.

—¿Qué clase de chica era?

Lo último que Jeannie deseaba era rememorar a Georgina. Sin embargo se trataba de sacar del cerebro de Lisa la violación, de modo que se obligó a dar vida verbal a sus reminiscencias.

—Era perfecta —dijo, y no le hizo mucha gracia el amargo sarcasmo que percibió en su propia voz—. Rubia como el trigo, figura de reloj de arena, gusto impecable en jerseys de cachemir y en zapatos de piel de cocodrilo. Ni pizca de cerebro, pero podrida de dinero.

—¿Cuándo ocurrió todo eso?

—Will y yo vivimos juntos un año mientras yo hacía el doctorado. —En su recuerdo, aquella había sido la época más feliz de su vida—. Will se trasladó cuando yo estaba escribiendo sobre si la criminalidad está latente en los genes. —«Magníficamente calculado Will. Quisiera poder odiarte más aún»

—Berrington me ofreció entonces un empleo en la Jones Falls y me lancé de cabeza.

—Los hombres son unos canallas.

—Will no es ningún canalla. Es un chico estupendo. Se enamoró de otra, eso es todo. Creo que se equivocó en su elección. No fue como si él y yo estuviésemos casados o algo así. No rompió ninguna promesa. Ni siquiera me fue nunca infiel, salvo un par de veces antes, me dijo. —Jeannie comprendió que estaba repitiendo las propias palabras de autojustificación de Will—. No sé, tal vez era un canalla después de todo.

—Quizá deberíamos volver a la época victoriana, cuando un hombre que besaba a una mujer se consideraba prometido. Al menos, las chicas conocían el terreno que pisaban.

En aquellos momentos, la perspectiva de Lisa respecto a las relaciones con el sexo opuesto estaba un tanto distorsionada, pero Jeannie no lo dijo. Le preguntó, en cambio:

—¿Qué me dices de ti? ¿Encontraste alguna vez un hombre con el que te hubiera gustado casarte?

—Nunca. Ni uno.

—Tú y yo tenemos mucha categoría. No te preocupes, cuando el señor adecuado aparezca será un hombre maravilloso.

Sonó el interfono de la entrada y ambas se sobresaltaron. Lisa dio un respingo y tropezó con la mesa. Un jarro de porcelana fue a estrellarse contra el suelo y se hizo añicos.

—¡Maldita sea! —exclamó Lisa.

Aún tenía los nervios de punta.

—Recogeré los trozos —se brindó Jeannie en tono tranquilizador—. Ve a ver quién está en la puerta.

Lisa cogió el telefonillo. Una arruga de preocupación surcó su rostro mientras examinaba la imagen del monitor.

—Está bien, supongo —articuló dubitativa, y apretó el botón que abría la puerta del edificio.

—¿Quién es?—preguntó Jeannie.

—Una detective de la Unidad de Delitos Sexuales.

Jeannie ya se había temido que enviaran a alguien con la intención de inducir a Lisa a colaborar en la investigación. Estaba firmemente decidida a que no sucediera así. Sólo le faltaba a Lisa que la acosaran con preguntas indiscretas.

—¿Por qué no le has dicho que se fuera a tomar viento?

—Tal vez porque es negra.

—¿Te estás quedando conmigo?

Lisa denegó con la cabeza.

Muy listos, pensó Jeannie mientras recogía en el hueco de la mano los trozos de porcelana. Los polis sabían que Lisa y ella eran hostiles. De haber enviado un detective blanco y varón no hubiera pasado del umbral de la puerta. De modo que encargaron la operación a una mujer de color, sabedores de que las muchachas blancas de clase media le flanquearían el paso y se mostrarían corteses con ella. Bueno, si intentaba pasarse de la raya con Lisa, la echarían de allí sin contemplaciones, lo mismo que si fuera un hombre blanco, pensó Jeannie.

La detective resultó ser una mujer rechoncha, de alrededor de cuarenta años, elegantemente vestida con blusa color crema y multicolor pañuelo de seda. Llevaba una cartera de mano.

—Soy la sargento Michelle Delaware —se presentó—. Los compañeros me llaman Mish.

Jeannie se preguntó que llevaría en la cartera. Normalmente, los detectives llevan armas, no documentos.

—Soy la doctora Jean Ferrami —dijo Jeannie. Siempre sacaba a relucir su título al presentarse a alguien con quien suponía iba a tener trifulca—. Ella es Lisa Hoxton.

—Señora Hoxton —dijo la detective—, quiero manifestarle en primer lugar que lamento mucho lo que le sucedió ayer. A mi unidad llega un caso de violación diario, por término medio, y cada uno de ellos representa una tragedia terrible y un trauma lacerante para la víctima. Sé que se siente usted muy herida y lo comprendo.

Uff, pensó Jeannie, esto es distinto a lo de ayer.

—Trato de superarlo —respondió Lisa, desafiante, aunque la delataron las lágrimas que afluyeron a sus ojos.

—¿Puedo sentarme?

—Faltaría más.

La detective tomó asiento ante la mesa de la cocina.

—Su actitud no se parece en nada a la del agente —comento Jeannie, mirándola atentamente.

Mish asintió con la cabeza.

—Lamento profundamente la actitud de McHenty y el modo en que las trató. Al igual que todos los agentes recibió la formación oportuna acerca del modo de atender a las víctimas de una violación, pero parece haber olvidado todo lo que le enseñaron. Me siento mortificada en nombre de todo el departamento de policía.

—Fue como si me violaran otra vez —se quejó Lisa lastimeramente.

—No creo que eso vuelva a repetirse —dijo Mish, y un deje de cólera se le deslizó en la voz—. Así es como muchos casos de violación van a parar al archivo con la nota de «Infundado». No es porque las mujeres mientan al presentar la denuncia. Es porque el sistema las trata tan brutalmente que deciden retirarla.

—No me cuesta ningún trabajo creerlo —afirmó Jeannie.

Se recomendó ir con cuidado: Mish podía hablar como una monjita, pero no dejaba de ser un miembro de la policía.

Mish sacó una tarjeta de la cartera.

—Aquí tiene el número de un centro voluntario de asistencia a víctimas de violación y malos tratos infantiles —informó—. Tarde o temprano, toda víctima necesita consejo.

Lisa miró la tarjeta, pero respondió:

—En este momento, lo único que deseo es olvidarlo.

Mish asintió con la cabeza. —Hágame caso, guarde la tarjeta en un cajón. Sus sentimientos pasarán por ciertos ciclos y es muy probable que llegue la hora en que esté preparada para buscar ayuda.

—Muy bien.

Jeannie decidió que Mish se había ganado un poco de cortesía.

—¿Le apetece un poco de café? —ofreció.

—Me encantaría tomar una taza.

—Lo prepararé.

Jeannie se levantó y llenó la cafetera eléctrica.

—¿Trabajan juntas? —preguntó Mish.

—Si —respondió Jeannie—. Estudiamos gemelos.

—¿Gemelos?

—Estimamos sus similitudes y diferencias, e intentamos determinar cuánto es producto de la herencia y cuánto se debe al modo en que los educaron.

—¿Cuál es su función en esa tarea, Lisa?

—Mi trabajo consiste en localizar gemelos para que los científicos los estudien.

—¿Cómo desarrolla esa búsqueda?

—Empiezo a partir de los certificados de nacimiento, que constituyen información de dominio público en casi todos los estados. Aproximadamente un uno por ciento del total de nacimientos es de gemelos, de forma que encuentro una pareja de ellos cada cien partidas de nacimiento que reviso. El certificado da la fecha y lugar de nacimiento. Sacamos una copia y luego seguimos la pista a los gemelos.

—¿Cómo?

—Tenemos en un CD-ROM todas las guías telefónicas de Estados Unidos. También podemos consultar los registros de permisos de conducir y las referencias de las agencias de créditos.

—¿Encuentran siempre a los gemelos?

—¡No, por Dios! Nuestro índice de éxito depende de su edad. Localizamos el noventa por ciento, aproximadamente, de los de diez años, pero sólo el cincuenta por ciento de los que cumplieron los ochenta. Las personas de edad son las que con más probabilidad se han mudado de domicilio varias veces, han cambiado de nombre o han fallecido.

Mish miró a Jeannie.

—Y luego usted los estudia.

—Mi especialidad —dijo Jeannie— son los gemelos univitelinos que se criaron separados. Son mucho más difíciles de encontrar.

Depositó la cafetera encima de la mesa y sirvió a Mish un café. Si la detective tenía intención de presionar a Lisa, se lo estaba tomando con calma.

Tras sorber un poco de café, Mish preguntó a Lisa:

—¿Tomó algún medicamento en el hospital?

—No, no estuve allí mucho tiempo.

—Debieron facilitarle la píldora contraceptiva del día siguiente Usted no quiere quedar embarazada, ¿verdad?

Lisa se estremeció.

—Claro que no. Me estaba estrujando el cerebro preguntándome qué podía hacer respecto a eso.

—Acuda a su médico de cabecera. Él se la proporcionará, a menos que tenga alguna objeción de tipo religioso... Hay médicos católicos para los que representa un problema. En ese caso el centro voluntario le recomendará una alternativa.

—Es estupendo hablar con alguien que sabe esas cosas —dijo Lisa.

—El incendio no fue ningún accidente —continuó Mish—. He hablado con el jefe de bomberos. Alguien encendió fuego en un almacén próximo al vestuario... y desenroscó los tornillos de las tuberías de ventilación para asegurarse de que el humo iba directamente al vestuario. Ahora bien, a los violadores no les interesa en realidad el sexo: es la emoción del peligro, el miedo, lo que les impulsa. Creo, pues, que el fuego era parte de alguna fantasía de este tipo.

A Jeannie no se le había ocurrido esa posibilidad:

—Di por supuesto que ese canalla no era más que un oportunista que se aprovechó del incendio.

Mish negó con la cabeza.

—El violador que sale con una chica sí que es oportunista: se encuentra con que ella está drogada o ebria y no puede oponer resistencia. Pero los individuos que violan a desconocidas son distintos. Lo preparan mentalmente. Fantasean y trazan un plan para llevar la práctica esa fantasía. Pueden ser astutos. Lo que los hace más aterradores.

La indignación de Jeannie aumentó.

—Estuve a punto de perder la vida en ese incendio —dijo.

—¿Tengo razón al pensar que no había visto nunca a ese hombre? —preguntó Mish a Lisa—. ¿Era un completo desconocido para usted?

—Creo que le había visto cosa de una hora antes —respondió Lisa—. Cuando iba corriendo con el equipo de hockey, un automóvil se detuvo por allí y el conductor se nos quedó mirando. Tengo el pálpito de que era él.

—¿Qué clase de coche?

—Viejo, eso sí que lo sé. Blanco, con mucho óxido encima. Tal vez un Datsun.

Jeannie creyó que Mish anotaría aquellos datos, pero la detective continuó con la conversación.

—Mi impresión es que se trata de un pervertido inteligente y absolutamente despiadado capaz de hacer lo que sea con tal de disfrutar de la emoción, del miedo que eso le produce.

—Deberían encerrarlo para el resto de su vida —comentó Jeannie amargamente.

Mish jugó su baza.

—Pero no lo encerrarán. Está libre. Y repetirá su hazaña.

—¿Cómo puede estar tan segura de ello? —se mostró escéptica Jeannie.

—La mayoría de los violadores son violadores en serie. La única excepción es el violador oportunista que sale con una chica y aprovecha la ocasión si se le presenta, el que he mencionado antes: ese tipo de muchacho sólo comete su delito una vez. Pero los individuos que violan a desconocidas reinciden y reinciden... hasta que los detienen. —Mish miró a Lisa—. En el plazo de siete a diez días, el hombre que la forzó a usted habrá sometido a otra mujer a la misma tortura... a menos que le atrapemos antes.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lisa.

Jeannie comprendió entonces adónde quería ir a parar Mish.

Como Jeannie había supuesto, la detective iba a intentar convencer a Lisa para que la ayudase en la investigación. Jeannie aún seguía decidida a impedir que Mish intimidase o presionara a Lisa. Pero resultaba difícil buscarle tres pies al gato a las cosas que la detective estaba diciendo.

—Necesitamos una muestra del ADN del violador —dijo Mish.

Lisa hizo una mueca de desagrado.

—Quiere decir de su esperma.

—Sí.

Lisa sacudió la cabeza.

—Me he duchado, me he bañado y me he lavado a fondo. Espero por Dios que dentro de mí no quede nada de ese tipo.

Mish insistió reposadamente.

—De cuarenta y ocho a setenta y dos horas después de la violación, se conservan rastros en el cuerpo. Necesitamos efectuar un frotis vaginal, un peinado de vello púbico y una analítica.

—El médico que vimos ayer en el Santa Teresa era un auténtico majadero —dijo Jeannie.

Mish movió verticalmente la cabeza.

—A los médicos no les gusta nada atender a las víctimas de violación. Si tienen que comparecer en los tribunales pierden tiempo y dinero. Pero a ustedes nunca debieron llevarlas al Santa Teresa. Ese fue uno de los muchos errores de McHenty. En esta ciudad hay tres hospitales con la designación de Centros de Agresiones Sexuales, y el Santa Teresa no es ninguno de ellos.

—¿Adónde quiere que vaya? —dijo Lisa.

—El Hospital Mercy tiene un servicio de Examen Forense de Agresiones Sexuales. La llamamos unidad EFAS.

Jeannie miró a Lisa y asintió. El Mercy era el gran hospital del centro urbano.

—Le atenderá una enfermera experta en el reconocimiento de agresiones sexuales, un ayudante técnico sanitario que siempre será una mujer —continuó Mish—. Está especialmente cualificada para el examen de pruebas, cosa que no ocurre en el caso del médico que le atendió ayer... éste seguramente hubiera malogrado las pruebas que hubiese encontrado.

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