Authors: Ken Follett
—¡Ni se te ocurra volver a decir eso otra vez! —amenazó Berrington, al tiempo que agitaba el índice tan cerca de los ojos de Jim que este se encogió acobardado, a pesar de que era un hombre mucho más corpulento que su compañero.
—¡Acabad de una vez con eso, pareja! —siseó Preston—. ¡Vais a llamar la atención de la gente!
Berrington retiró el dedo, pero no había terminado. Si hubiesen estado en un lugar menos público habría echado las manos a la garganta de Jim. Pero se limitó a agarrarle la solapa.
—Dimos la vida a esos chicos. Los trajimos al mundo. Para mal o para bien, son responsabilidad nuestra.
—¡Está bien, está bien! —dijo Jim.
—Entendedme. Si uno de esos chicos sufre el menor daño, te volaré la cabeza, Jim, y que Cristo me perdone.
Se presentó un camarero, con la pregunta:
—¿Los señores van a tomar postre?
Berrington soltó la solapa de Jim.
Jim se alisó la chaqueta del traje con furiosos ademanes.
—¡Maldita sea! —murmuró Berrington—. ¡Maldita sea!
Preston dijo al camarero:
—Tráigame la cuenta, por favor.
Steve Logan no había pegado ojo en toda la noche.
Gordinflas Butcher durmió como un tronco, dejando escapar de vez en cuando algún que otro suave ronquido. Sentado en el suelo, sin apartar la vista de su compañero de celda, Steve observaba temerosamente todos sus movimientos, todas las contracciones de su cuerpo, mientras se preguntaba qué sucedería cuando aquel individuo se despertara. ¿Buscaría camorra Gordinflas? ¿Intentaría violarle? ¡Le sacudiría una paliza sin más?
Steve tenía buenos motivos para temblar. En la cárcel, las somantas a los reclusos eran el pan nuestro de cada día. Muchos resultaban heridos, unos cuantos morían. A la gente que gozaba de libertad en el exterior aquello le tenía sin cuidado: pensaban que si los presidiarios se tullían o se mataban entre sí quedarían menos malhechores en condiciones de robar y asesinar a los ciudadanos decentes.
Steve no cesaba de decirse, entre temblores, que por nada del mundo debía dar la impresión de víctima. Sabía que al prójimo le iba a resultar fácil equivocarse con él. Tip Hendricks cometió ese error. Steve tenía aire de buena persona. Pese a su corpulencia, cualquiera diría, por su aspecto, que era incapaz de hacer daño a una mosca.
Y ahora tenía que parecer dispuesto a liarse a golpes con quien le provocara, aunque sin dar la nota de pendenciero. Sobre todo, debía evitar que Gordinflas viese en él a un universitario de vida sana y decente. Eso le convertiría en blanco perfecto de burlas, golpes accidentales, atropellos y, al final, la somanta. A ser posible tenía que dar la impresión de que era un delincuente endurecido. En el caso de que no lo consiguiera, sería cuestión de desconcertar y confundir a Gordinflas enviándole señales que le resultasen poco familiares.
¿Y si nada de eso funcionaba?
Gordinflas era más alto y robusto que Steve y posiblemente fuese también un experto en peleas callejeras. Steve poseía un cuerpo más proporcionado y tal vez se moviera con mayor rapidez, pero llevaba siete años sin pegarse enconadamente con nadie. En un espacio amplio, puede que hubiese mantenido a raya a Gordinflas y que hubiera salido sin lesiones graves. Pero allí, en la celda, la lucha sería sangrienta, ganara quien ganase. Si el detective Allaston dijo la verdad, Gordinflas había demostrado, en el curso de las últimas veinticuatro horas, tener instinto asesino. ¿Tengo yo instinto asesino?, se preguntó Steve. ¿Existe eso que se llama instinto asesino? Me faltó muy poco para matar a Tip Hendricks. ¿Me convierte eso en alguien como Gordinflas?
Al pensar en lo que significaría salir victorioso en una trifulca a brazo partido con Gordinflas, Steve se estremeció. Se imaginó al hombretón tendido en el piso de la celda, desangrándose, mientras él, Steve, se erguía sobre él como lo hizo sobre Tip Hendricks, y Spike, el carcelero, exclamaba mientras: «¡Por Jesucristo Todopoderoso, creo que esta muerto!». Más bien sería él quien acabase machacado a golpes.
Quizá debería mostrarse pasivo. Puede que se encontrara más seguro y a salvo permaneciendo hecho un ovillo en el suelo y dejando que Gordinflas le pateara hasta cansarse. Pero Steve no sabía si le iba a ser posible hacer eso. De modo que permaneció allí sentado, con la garganta seca y el corazón desbocado, con la mirada fija en el dormido psicópata e imaginando peleas, combates que siempre perdía.
Supuso que era un truco que los polis practicaban a menudo. A Spike el carcelero no le parecía nada fuera de lo habitual. Quizás, en vez de zurrar la badana a los detenidos en una sala de interrogatorio, para arrancarles la confesión, su táctica consistía en dejar que otros sospechosos les hicieran ese trabajo. Steve se preguntó cuántas personas confesarían delitos que no cometieron sólo para evitar pasar una noche en una celda con alguien como Gordinflas.
No olvidaría aquel trago, se lo juró a sí mismo. Cuando obtuviera el título de abogado y se encargara de la defensa de personas acusadas de crímenes nunca aceptaría como prueba una confesión. Diría: «Una vez me acusaron de un delito que no había cometido, pero que estuve a punto de confesar. Me he visto en tal circunstancia y sé lo que es». Luego recordó que si le declaraban culpable de aquel crimen lo expulsarían de la facultad de Derecho y jamás defendería a nadie.
Se repitió una y otra vez que no le declararían culpable. La prueba del ADN le libraría de la acusación. Hacia la medianoche le sacaron de la celda, le esposaron y lo condujeron al hospital Mercy, situado a escasas manzanas del cuartelillo de policía. Le extrajeron una muestra de sangre, de la que sacarían su ADN. Steve había preguntado a una enfermera cuanto tardarían en saber el resultado de la analítica y la consternación se apoderó de él cuando se enteró de que no lo tendrían antes de tres días. Regresó a la celda sumido en un abatimiento profundo. Volvieron a alojarle con Gordinflas, que, misericordiosamente, continuaba dormido.
Supuso que él podría aguantar despierto veinticuatro horas. Ese era el plazo de tiempo máximo que la ley permitía tenerle retenido sin pasar a disposición judicial. Le arrestaron hacia las seis de la tarde, de modo que tal vez permanecería allí hasta la misma hora del día siguiente. Entonces, si no antes, debían concederle la ocasión de solicitar la fijación de una fianza. Esa sería su oportunidad de salir de allí.
Se estrujó las neuronas tratando de recordar la lección sobre fianza. «La única cuestión que el tribunal puede considerar es si la persona acusada comparecerá o dejará de comparecer en el juicio», salmodió el profesor Rexam. En aquel momento, a Steve le pareció aquello tan aburrido como un sermón; ahora lo significaba todo. Los detalles empezaron a afluir a su mente. Tomó en cuenta dos factores. Uno era la posible sentencia. El riesgo que se corría al conceder la fianza era mayor si el cargo era grave: existían más probabilidades de fuga en el caso de una acusación de asesinato que en el de una de hurto de poca importancia. Lo mismo se aplicaba si el acusado tenía antecedentes penales y, en consecuencia, se enfrentaba a una larga condena. Steve no tenía antecedentes; aunque una vez estuvo convicto de agresión con agravantes eso ocurrió antes de que hubiese cumplido los dieciocho años y no podía emplearse en su contra. Compadecería ante el tribunal como un hombre sin historial delictivo. Sin embargo, los cargos a los que se enfrentaba eran muy graves.
El segundo factor, recordó, eran los «lazos del prisionero con la comunidad»: familia, hogar y empleo. Un hombre que hubiera vivido durante cinco años en el mismo domicilio, con su esposa e hijos, y que trabajase a la vuelta de la esquina, conseguiría el beneficio de la fianza, en tanto que a otro que no tuviese familia en la ciudad, que hubiera ocupado su piso mes y medio antes y que declarase ser músico en paro lo más probable es que le denegasen la fianza. En ese aspecto, pues, Steve estaba confiado. Vivía con sus padres, estudiaba segundo curso en la facultad de Derecho: tenía mucho que perder si se fugaba.
En teoría, los tribunales no consideraban la posibilidad de que el acusado constituyese un peligro para la comunidad. Eso prejuzgaría su culpabilidad. Sin embargo, en la práctica si lo hacían. Oficiosamente, a un hombre que se hubiese enzarzado en diversas reyertas a lo largo del tiempo tenía más probabilidades de que le rechazasen la petición de fianza que alguien que hubiese cometido una agresión. Si a Steve le hubiesen acusado de una serie de violaciones, en vez de un incidente aislado, sus oportunidades de conseguir la fianza quedarían reducidas prácticamente a cero.
Pensó que tal como estaban las cosas el resultado podía decantarse en uno u otro sentido. Mientras observaba a Gordinflas ensayó con la imaginación discursos cada vez más elocuentes destinados al juez.
Estaba decidido a actuar como su propio abogado. No hizo la llamada telefónica a la que tenía derecho. Deseaba desesperadamente no contar nada de aquello a sus padres hasta estar en condiciones de comunicarles que le habían dejado en libertad. La idea de decirles que estaba en la cárcel era demasiado fuerte como para soportarlo; representaría para ellos un enorme y doloroso sobresalto. Sería reconfortante compartir con ellos aquella prueba, pero cada vez que acudía a su ánimo la tentación de hacerlo recordaba la expresión de sus rostros cuando, siete años atrás, a raíz de la pelea con Tip Hendricks, entraron en la comisaría de policía, y se daba cuenta de que decírselo les lastimaría más de lo que pudiera hacerlo Gordinflas Butcher.
En el transcurso de la noche encerraron en las celdas a varios hombres más. Algunos eran apáticos y dóciles, otros manifestaban a voces su inocencia y uno forcejeó con los agentes y como resultado de ello obtuvo una paliza administrada con profesional eficacia.
Hacia las cinco de la mañana las cosas se habían aquietado. Alrededor de las ocho, el sustituto de Spike llevó los desayunos en envases de polietileno procedentes de un restaurante llamado Madre Hubbard. La llegada de la comida despabiló a los reclusos de las otras celdas y el alboroto que armaron despertó a Gordinflas.
Steve no se movió de donde estaba, sentado en el suelo, con la mirada perdida en el vacío, pero sin dejar de espiar angustiosamente a Gordinflas por el rabillo del ojo. Mostrarse cordial se hubiera considerado síntoma de debilidad, supuso. La actitud que convenía adoptar era la de hostilidad pasiva.
Gordinflas se sentó en la litera, se sostuvo la cabeza con las manos y clavó la mirada en Steve, pero no pronunció palabra. Steve sospechó que le estaba evaluando.
Al cabo de un par de minutos, Gordinflas rompió el silencio:
—¿Qué leches estás haciendo aquí?
Steve decoró su rostro con una expresión de obtuso resentimiento y a continuación dejó que sus ojos se deslizaran por el espacio hasta tropezarse con los de Gordinflas. Mantuvo allí la mirada durante unos segundos. Gordinflas era bien parecido, con un semblante carnoso y mofletudo que denotaba sombría agresividad. Sus ojos sanguinolentos observaron a Steve especulativamente. A Steve le pareció un tipo degradado, un perdedor, aunque peligroso. Apartó la mirada con fingida indiferencia. No respondió a la pregunta. Cuánto más tardase Gordinflas en clasificarle, más seguro se encontraría él.
Cuando el carcelero pasó el desayuno por el hueco de los barrotes, Steve no le hizo ni caso.
Gordinflas cogió una bandeja. Se lo engulló todo, el beicon, los huevos y la tostada. Se bebió el café y luego se sentó en la taza del retrete y evacuó ruidosamente, sin sentirse incómodo.
Cuando hubo terminado, se subió los pantalones, se sentó en la litera, miró a Steve y quiso saber:
—¿Por qué te han encerrado aquí, muchacho blanco?
Aquel era el momento de mayor peligro. Gordinflas le estaba tanteando, tomándole la medida. Steve tenía que aparentar ser cualquier cosa menos lo que era, un vulnerable estudiante de clase media que no se había visto metido en una pelea desde su adolescencia.
Volvió la cabeza y miró a Gordinflas como si lo viese por primera vez. Puso en sus ojos toda la dureza que pudo y dejó transcurrir largos segundos antes de contestar. Procuró no vocalizar correctamente las palabras.
—Un hijo de mala madre empezó a darme la lata hasta que me cabreé y le jodí vivo, pero bien.
Gordinflas sostuvo su mirada. A Steve le resultó imposible determinar si le creía o no. Al cabo de un momento bastante prolongado, Gordinflas preguntó:
—¿Asesinato?
—¡A ver!
—Estoy en las mismas condiciones.
Al parecer, Gordinflas se había tragado el cuento de Steve. Temerariamente, Steve añadió:
—El hijo de puta que andaba buscándome las cosquillas ya no volverá a tocarme los huevos.
—Ya...—dijo Gordinflas.
Sucedió un largo silencio. Gordinflas parecía meditar. Por último, expresó una duda:
—¿Por qué nos habrán puesto juntos?
—No tienen ninguna puta acusación en firme que cargarme —explicó Steve—. Se figurarán que si la lío y acabo contigo aquí dentro, me habrán pillado.
Gordinflas se sintió herido en su amor propio.
—¿Y si soy yo el que te escabecha?
Steve se encogió de hombros.
—Entonces te habrán pescado a ti.
Gordinflas asintió cachazudamente.
—Sí —convino—. Supongo.
Pareció quedarse sin conversación. Al cabo de un instante volvió a tenderse en el camastro.
Steve aguardó. ¿Se había acabado el asunto?
Pocos minutos después, Gordinflas se durmió de nuevo.
Cuando empezó a roncar, Steve se dejó caer pesadamente contra la pared, como si el alivio le debilitase.
Transcurrieron varias horas sin que sucediera nada.
No se presentó nadie para hablar con Steve, nadie le informó de lo que estaba pasando. No había servicio alguno de información donde pudiera obtener noticias. Deseaba saber cuándo tendría ocasión de solicitar la fianza, pero nadie se lo dijo. Intentó entablar conversación con el nuevo carcelero, pero el hombre se limitó a hacer caso omiso de él.
Gordinflas seguía dormido cuando el carcelero llegó y abrió la puerta de la celda. Puso a Steve las esposas en las muñecas y unos grilletes en las piernas, despertó luego a Gordinflas y repitió la operación con él. Los encadenaron a otros dos hombres, los hicieron avanzar a todos hasta el extremo del bloque de celdas y los introdujeron en un pequeño despacho.