El tercer lado de los ojos (6 page)

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Authors: Giorgio Faletti

—Hola, Jordan.

—Hola, Gerald.

El sobrino hizo una mueca de fastidio.

—Gerald es historia. Es un nombre que ya no me pertenece. De todo lo que era antes ya no queda nada.

En su mirada de desafío, Jordan encontró la confirmación de aquellas palabras y la sentencia que contenían. Trató de dar un tono conciliador a su voz.

—Los extremos se juntan. A veces basta muy poco para que lo hagan.

—Bonitas palabras, padre Marsalis. Ignoraba que te interesara la filosofía. Si has venido a darme un sermón...

Jordan meneó la cabeza.

—No, he venido porque tenía hambre, pero creo que me he equivocado de lugar.

—Sí. Opino lo mismo.

Se hizo ese instante de silencio que parece interminable entre dos personas que ya no tienen nada que decirse. Jordan dio media vuelta y se marchó. En el murmullo indistinto que había a sus espaldas únicamente oyó la frase «tan solo es un madero».

Desde entonces no había vuelto a verle.

Y ahora estaba subiendo al lugar donde alguien había matado a Jerry Kho, el hombre que tomó posesión de Gerald Marsalis hasta el punto de morir en su lugar.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, lo primero que notó fue el fuerte olor a pintura. La puerta de entrada del piso estaba abierta de par en par y en el interior podía entrever a los de la policía científica, atareados en su investigación. Considerando la identidad de la víctima, sin duda el afán y el empleo de fuerzas y medios serían muy superiores al habitual.

Con toda probabilidad Christopher les había advertido de su llegada, porque el detective James Burroni salió al rellano antes de que el agente de guardia en el piso hiciera ademán de impedirle el paso.

—No hay problema, Pollard, me encargo yo.

Conocía a Burroni desde hacía tiempo y sabía que era un policía discreto. Habían trabajado juntos en el Noveno Distrito cuando todavía era una zona fronteriza, pero no se tenían simpatía. Sin embargo, Jordan no le censuraba; nadie aceptaba fácilmente a un colega que era al mismo tiempo un personaje famoso en Homicidios y el hermano del alcalde. Era de esperar que muchos pensaran que su fulgurante carrera se debía más a su ilustre pariente que a sus méritos reales.

Jordan se sintió como un intruso por su presencia en el lugar del crimen, aunque atañía de cerca a su vida privada. En cierto modo tenía la sensación de que Burroni pensaba lo mismo.

—Hola, James.

—Hola. Lamento que nos veamos en una ocasión como esta.

Jordan hizo un gesto vago con la mano, para disipar la incomodidad del momento. Ambos sabían cómo estaban las cosas, y que no eran precisamente agradables.

—Entra. Te aviso que el espectáculo es duro.

Mientras seguía al detective, Jordan no pudo evitar echar una rápida ojeada a su alrededor. Además del caos indescriptible que reinaba en el
loft
, tanto que parecía formar parte de la construcción, había una luz primaveral clara y ajena, extrañamente apacible en aquel lugar en el que Jerry Kho había librado su guerra contra sí mismo y contra el mundo.

Entonces le vio.

Se esforzó por mantenerse impasible y frío ante la enésima representación de la crueldad humana, ante ese muchacho que aún no había cumplido treinta años y que alguien había asesinado y ridiculizado incluso después de la muerte.

Se arrodilló junto al cuerpo de su sobrino, ante aquellos ojos muy abiertos y aquella pintura roja de marioneta infernal que subrayaba el escarnio extremo de su posición. Burroni respondió a la pregunta que podía verse en su mirada.

—Por el examen sumario parece que lo estrangularon y después lo colocaron de esta manera. La muerte ocurrió hace unas horas.

Jordan señaló las zonas claras en las muñecas y los tobillos, donde la pintura se había despegado y se veía la piel.

—Probablemente estas marcas las dejó lo que usaron para inmovilizarle. Tal vez cinta adhesiva.

—Es posible. Ya lo confirmará la autopsia.

—Y de lo demás, ¿qué dice la Científica?

Burroni señaló el piso con un gesto circular.

—¿Has visto lo que hay aquí dentro? En este lugar hay siglos de historia. La limpieza es bastante deficiente, como ves. Cualquier cosa podría pertenecer a cualquiera y a cualquier época.

—¿Y esto? ¿Qué son estas cosas?

Jordan señaló el dedo de la víctima metido en la boca y la manta que sujetaba contra la oreja. Burroni entendió el sentido de la pregunta.

—Cola. Ya han cogido una muestra. Algo nos dirá cuando la hayan analizado.

—¿Y la pintura?

—Se ha pintado él mismo. Su galerista ha dicho que era bastante habitual que usara esta técnica. Ya sabes, todas esas tonterías de la vanguardia y...

Se interrumpió de golpe, como si de pronto hubiera recordado el parentesco de su interlocutor con la víctima.

La llegada de Christopher Marsalis evitó cualquier tentativa de disculpa. Cuando entró en el piso, seguido por el omnipresente factótum Ruben Dawson, su hermano estaba literalmente haciendo pedazos al médico forense.

—¡... si mi hijo ha decidido esto, entonces lo tendrá! ¡Por Dios, espero que ahora me sirva de algo ser el alcalde de esta maldita ciudad! ¡Hagan lo que deban hacer! Retiren el cuerpo ahora mismo.

Todavía arrodillado, Jordan esperó a que su hermano pasara la estantería y tuviera la espantosa posibilidad de ver a qué estado habían reducido a su hijo.

Y así sucedió.

Mientras Christopher miraba el cadáver, Jordan le miraba la cara y vio cómo se convertía en piedra y luego se desmoronaba. Sus ojos se volvieron absurdamente opacos en aquel luminoso lugar, Jordan ignoraba cuánto viviría aún ese hombre, pero supo sin la menor duda que acababa de morir allí, en aquel momento.

Chris se volvió de repente y desapareció detrás de la estantería. Jordan se levantó, con los ojos fijos en los hombros de su hermano, que se entreveían a través de los estantes cargados de botes de pintura. Vio cómo ocultaba el rostro entre las manos. Su cabello blanco destacaba entre las manchas de color de los aerosoles y los recortes de tela sucios de pintura.

Se acercó y le apoyó una mano en el hombro. Christopher supo que era él aun sin verle.

—Jesús bendito, Jordan, ¿quién pudo hacer algo así?

—No lo sé, Chris, de veras no lo sé.

—No consigo ni siquiera mirarlo, Jordan. No puedo creer que eso sea mi hijo.

Christopher se recostó contra la pared y se apoyó con un brazo; tenía la espalda vuelta, la cabeza baja y el abrigo que colgaba junto a un pie que se movía nerviosamente como si quisiera cavar un agujero hasta el centro de la tierra. Permaneció en esa posición durante todo el tiempo que tardaron en retirar el cuerpo.

Ruben Dawson se aproximó y se quedó de pie junto a su alcalde, atento y en silencio, como siempre. Levantaron el cadáver y lo introdujeron en una bolsa de plástico. Jerry Kho salió de la habitación en una camilla, con un rumor de bisagras y un chirrido de ruedas por marcha fúnebre. En la pared, aquel número epitafio seguía encerrado en su absurda nube, la expresión de un mundo infantil que en aquel sitio y en aquel momento parecía tan fuera de lugar como una canción de cuna.

Quedaron solos los cuatro, cuatro estatuas de sal ante las preguntas que todo crimen plantea. ¿Quién? y ¿por qué? son las preguntas que uno se hace siempre. Y aunque la primera muchas veces tiene respuesta, la segunda sigue, pese a todo, siendo un enigma sin resolver.

El primero en recobrarse fue Christopher Marsalis. En su voz había una rabia interior, y quizá justamente gracias a ella recuperó el control de lo que se veía en la superficie. Se acercó a la pared contra la cual se había estado apoyando, hasta hacía poco, lo que quedaba de su hijo.

—¿Qué coño significa este número?

La pregunta quedó suspendida sobre las cabezas de todos ellos.

Jordan respiró hondo y se apartó de los demás. Un instante después ya no se hallaba con ellos. Había descubierto, hacía mucho tiempo, que poseía una enorme capacidad de visualización. Cuando todavía estaba en la Academia de Policía, durante las pruebas de aptitud, la psicóloga que realizaba los tests se quedó anonadada por su capacidad de describir todos los conceptos que le proponía con una cantidad y una claridad de detalles impresionante.

Siguiendo ese instinto, fijó los ojos en la pared hasta que esta desapareció.

Ahora veía el cadáver de Gerald, arrastrado y apoyado contra la pared y colocado en esa posición absurda, y la mano que dibujaba la nube y...

—Es un código T9 —dijo como si no pudiera ser de otro modo.

Tres cabezas se volvieron de golpe hacia él. Ruben Dawson recuperó su función oficial de portavoz del alcalde.

—¿Y qué es un código T9?

Jordan metió la mano en el bolsillo y sacó el móvil. Comenzó a marcar velozmente, alzando de vez en cuando la cabeza para mirar los números. Cuando confirmó su intuición, no cambió la expresión ni el tono de voz, para no parecer el primero de la clase.

—Es un sistema de composición de los SMS, los mensajes que se envían con el móvil. El software del teléfono reconoce por las teclas que se pulsan, las diversas palabras que se pueden formar y las recompone, sin que tenga uno mismo que marcarlas letra por letra.

Jordan se acercó a la pared y señaló con el dedo las dos últimas cifras, encuadradas.

—Aquí, ¿veis? Los últimos dos números están en un recuadro. Pensando en la posición del cuerpo...

Jordan logró, con esfuerzo, no llamar a la víctima por su nombre. Llamar a la víctima por el nombre, en las normas de comportamiento de la policía, significaba que el investigador se involucraba excesivamente, y eso perjudicaba la investigación.

—Al ver la posición del cuerpo y lo que está escrito, he pensado que podía haber un nexo entre las dos cosas. He marcado los números en el teléfono de cierta forma, y mirad lo que ha salido.

Jordan les mostró el móvil abierto en dos. En el visor en color había una frase:

the doctor is in.

Un conjunto de cabezas se levantó con sorprendente sincronización. Caras atónitas volvieron sus miradas interrogativas hacia Jordan. Ese instante de silencio fue más elocuente que cualquier pregunta.

Jordan prosiguió. Quien le conocía bien sabía que ahora hablaba más para sí mismo que para los otros.

—La víctima estaba en una posición que pretende aludir a la manía de Linus, el personaje de Charles Schulz que se chupa el dedo mientras sostiene su manta fetiche contra la oreja.

Señaló con el índice de la mano derecha la frase que había compuesto en la pequeña pantalla del teléfono.

—Estas palabras son las que usa otro personaje de Snoopy cuando abre su consultorio de psiquiatra en la calle.

Burroni le observaba con una expresión de suficiencia. Pero el tono de su voz disimulaba a duras penas su admiración.

—¿Y esto qué significa, según tú?

Jordan se guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta de piel.

—No creo que el asesino quisiera que el mensaje que dejó en la pared resultara difícil de descifrar. El sistema es tan simple que cualquiera de los programas que usa la policía o el FBI podría descodificarlo en pocos segundos.

Metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un cigarrillo sin extraer la cajetilla. Lo encendió y exhaló al mismo tiempo una bocanada de humo y el fin de su historia.

—No, pienso que, para el asesino, esto ha sido una especie de divertimento, una pequeña broma con la que pretende indicarnos...

Se interrumpió bruscamente.

«Ya no soy teniente, Rodríguez.»

—... Con la que pretende indicaros sus futuros movimientos.

Nadie dio muestras de haber advertido la pequeña corrección, una sutileza que para Jordan representaba la diferencia entre la noche y el día.

Christopher se acercó un paso. Burroni estaba pálido.

—Explícate mejor, Jordan.

El hombre que había sido policía, y que según el agente Oscar Rodríguez lo sería siempre, indicó con un gesto de la mano las cifras escritas en la pared.

—Bien. Quien mató a ese hombre lo ha caracterizado como Linus, uno de los personajes de Snoopy Es probable que haga lo mismo con la siguiente víctima.

Sin darse cuenta, Jordan se había puesto al frente de la situación y ahora todos estaban pendientes de sus palabras.

—No sé quién será esta desafortunada persona, pero si estoy en lo cierto, hay dos cosas muy probables: la primera es que se tratará de una mujer...

—¿Y la segunda? —le apremió Christopher.

—La segunda es que en su mente retorcida el asesino la llama Lucy.

6

Lysa Guerrero reaccionó con una ligera flexión del busto tras el suave empellón que hizo el tren al detenerse. El soplido herrumbroso de los frenos significaba la Grand Central Station, y esta estación significaba Nueva York. Una ciudad nueva, más gente indiferente y otra casa llena de muebles que no había elegido ella. Pero esta vez era una elección definitiva, un lugar donde terminar y donde volver a empezar.

Se puso de pie y cogió la maleta con ruedas del portaequipajes. Su pelo largo y ondulado se movió alrededor de su rostro como si estuviera vivo. Por el rabillo del ojo, Lysa vio una expresión soñadora en la cara del hombre que había pasado parte del viaje sentado frente a ella, en compañía de un niño de unos ocho años, observándola cuando creía que no le miraba. Era un tipo con aspecto anónimo de empleado, de esos que usan corbata con nudo postizo y mangas cortas bajo la chaqueta. El hombre parecía intimidado por su belleza, y la única vez en que sus miradas se cruzaron se refugió con alivio en las respuestas que exigían las preguntas del hijo.

Lysa le guiñó un ojo.

Vio cómo se ruborizaba y concentraba de pronto toda su atención en la mochila que el hijo intentaba ponerse solo.

Lysa bajó del tren, recorrió el andén y siguió las indicaciones, indiferente a las miradas que la precedían, la seguían y la empujaban hacia la salida. Nadie la esperaba, y en ese momento de su vida no quería que la esperara nadie.

Se encontró en el enorme vestíbulo de la Grand Central Station, un monumento hecho de mármol, madera, escaleras y películas vistas una y otra vez.

Aquel altísimo techo no era otra cosa que un trozo de cielo de la ciudad, un pedazo de historia reciente que Jacqueline Kennedy había salvado de la destrucción y que había quedado como testimonio de un tiempo pasado en medio de edificios que ya formaban parte del futuro.

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