Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
Le bastaba con despertarse para encontrar un recuerdo claro y vivo en su mente, como si todo aquello estuviera sucediendo en ese preciso instante frente a sus ojos. Durante años había querido contarlo, pero no encontraba el valor. Indirectamente, había tratado de hacerlo en sus libros, a través de las palabras, un confíteor literario oculto en la metáfora; pero sabía que esos signos no significaban la liberación de la confesión y menos aún una posibilidad de absolución ante el tribunal del espejo.
Al cabo de un rato —¿una hora?, ¿un siglo?—, Alistair oyó que el coche se detenía con una sacudida, como si hubiera subido a un bordillo. A causa del brusco movimiento, sus manos atadas chocaron dolorosamente contra los testículos.
Sobre el ronquido del motor al ralentí, oyó el sonido de una puerta que se abría. Poco después, un ruido metálico seco y luego otro, como de una cadena de ancla que se deslizara y luego el chirrido de una verja al abrirse sobre un quicio al que le hacía falta aceite.
Otra vez la puerta del coche que se cerraba y otra vez el movimiento, mientras el Dodge recorría lentamente un camino bastante largo y lleno de baches. Tras un breve trayecto, se detuvo al fin y el motor se apagó.
Alistair oyó de nuevo el chirrido de la portezuela abierta y luego un rumor de pasos sobre la grava; cada paso iba acompañado de un golpe sordo de su corazón. Se abrió el maletero y la luz de la linterna, esta vez apuntada hacia abajo, le permitió entrever la silueta del hombre, que sostenía en la mano derecha unos largos alicates para cortar metal y los apoyaba en el hombro. Echó una breve ojeada a su pasajero, mientras iluminaba por un instante el hueco del maletero; luego, como si estuviera satisfecho con lo que había visto, volvió a cerrarlo, dejando en los ojos de Alistair una mancha amarilla como único recuerdo de la luz.
Todos los sonidos del exterior llegaban al prisionero a través de las pulsaciones que sentía en los oídos. Los latidos bajo las costillas y después una serie interminable de extrasístoles, se convirtieron de golpe en el paroxismo de la fibrilación, que con el tiempo Alistair había aprendido a reconocer y a temer. Sintió que se le cortaba el aliento, y a partir de ese momento parecía que la respiración no podía llevar a los pulmones su indispensable carga de oxígeno.
En condiciones normales respiraría por la boca, aspirando con avidez el aire que necesitaba para sobrevivir, pero en esa situación, con la cinta adhesiva que se lo impedía, solo disponía de las fosas nasales para aferrarse a la vida. El polvo y el olor de sus propios excrementos eran como una película que poco a poco contribuía a cerrar los agujeros a través de los cuales aquel aire estancado y viciado podía dirigirse al interior de su caja torácica.
El corazón ya solo era una sucesión de contracciones cortas y desesperadas, sin el familiar consuelo del latido sistólico
«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»
un sudor ácido le empezó a bajar por la frente hasta llegar a los ojos. Trató de alzar los brazos para enjugarse la cara, pero la posición en que se encontraba y la cinta adhesiva que le apretaba las muñecas le impedían realizar tal movimiento.
De fuera llegó un nuevo ruido seco y metálico, como el de un candado cortado, y luego el rechinar de una puerta corredera.
Esta vez, los pasos sobre la grava que se acercaban tendrían que haber sido una carrera muy veloz para ganar a los desenfrenados latidos del corazón
«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»
oyó saltar la cerradura del maletero y la puerta se abrió de golpe. Justo en el momento en que un hilo de luz penetraba en el interior, Alistair oyó un grito sofocado y vio que su agresor hacía un movimiento con el brazo izquierdo para sostener el derecho, como si la tapa del maletero, al abrirse, lo hubiera herido.
A la luz de la linterna que había apoyado en el techo del coche para tener las manos libres, el hombre se subió instintivamente la manga del chándal para ver la gravedad de la herida. Una marca roja de sangre surcaba la piel a lo largo de la muñeca y...
Desde su lugar de observación, Alistair abrió mucho los ojos a causa de la sorpresa.
En el antebrazo derecho de su secuestrador había un gran tatuaje que representaba un demonio con cuerpo masculino y etéreas y multicolores alas de mariposa.
Alistair conocía ese tatuaje y conocía al que lo llevaba. Sabía cuándo y dónde se lo había hecho y quién tenía uno igual.
El efecto del líquido que había aspirado ya había pasado por completo. Con los ojos reducidos a dos grandes e inútiles monedas que no podían pagar el precio de su vida, empezó a gemir, dar tirones y patalear en un ataque histérico mientras el corazón
«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»
era ya un latir ininterrumpido que le clavaba espinas en la garganta y el pecho.
Como si lo hubiera sorprendido su propio gesto, el hombre se bajó deprisa la manga del chándal y cerró en parte el maletero, apoyándose en el coche con el cuerpo. A través de la rendija que quedaba abierta, Alistair vio cómo se inclinaba, y se sujetaba el brazo como si el dolor fuera muy fuerte, mientras una mancha roja de sangre aumentaba y empapaba la manga del chándal.
En ese momento, desde un lugar indefinido de la oscuridad del lugar en que se hallaban, llegó una voz.
—¡Eh! ¿Qué sucede aquí? ¿Quiénes sois? ¿Cómo habéis entrado?
El peso sobre el maletero se aligeró y la chapa se elevó un poco, liberada del cuerpo del hombre. Ese movimiento hizo que la linterna cayera del techo del coche y se apagara.
Alistair oyó los pasos de alguien que se acercaba deprisa, seguidos por el ruido sobre la grava de las pisadas de su secuestrador, que se alejaba del coche.
—Eh, tú, ¡alto ahí!
Por un lado del Dodge pasó velozmente un hombre que corría tras su agresor, que huía. El eco de los pasos de los dos hombres se hizo más débil y se desvaneció a lo lejos.
Silencio.
Una breve espera y, al cabo de siglos, aún silencio.
Alistair alzó la cabeza y empujó con la frente la tapa del maletero. La puerta se abrió del todo y le permitió mirar el lugar donde se encontraba. Era un terreno enorme, iluminado solo por unas pocas luces lejanas. A su izquierda, a mucha distancia, quizá del otro lado del río, las luces familiares de Nueva York. A su derecha, al límite de donde alcanzaba su mirada, se divisaban unas farolas, y unas casas y un camino que bordeaba una zona señalada por una alambrada.
Esas luces y esas casas significaban que había coches, gente, ayuda.
Que había vida.
Apoyando las piernas contra los laterales del maletero, logró con esfuerzo girar y sentarse. Levantó las manos atadas y como pudo se arrancó la cinta que le tapaba la boca. Sin hacer caso del ardor de los labios, bebió como si fuera de un seno materno el aire húmedo de la noche mientras el corazón todavía latía su danza guerrera en el pecho. Le parecía que de un momento a otro estallaría y transformaría su cuerpo desnudo en una lluvia de fragmentos ensangrentados que alimentarían a los pocos y enclenques arbustos que había cerca del coche
«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»
tratando de no golpearse la cabeza contra la tapa de chapa que se balanceaba sobre él, Alistair se volvió y se arrodilló. Apoyó las manos en el borde del maletero y consiguió salir del hueco, dejando atrás la ropa sucia y rota como testimonio de su miserable humanidad ante la presencia de la muerte.
Dio unos pasos vacilantes hacia las luces lejanas, sin prestar atención a la dureza del camino de tierra que debía recorrer. No se detuvo a observar el gran almacén industrial ante el cual se había detenido el coche, un Nova de quince años de antigüedad, con la carrocería toscamente reparada, con restos de masilla. Dejó a sus espaldas aquella puerta abierta a la oscuridad del interior de la construcción y, atraído como una mariposa nocturna por la ilusión de claridad que tenía delante, se dirigió hacia lo que en ese momento representaba la única esperanza de sobrevivir.
Volvió a ver como un relámpago el tatuaje ensangrentado bajo la débil luz de la linterna y la figura amenazadora del hombre que lo llevaba. Alistair sabía quién era y sabía qué sería capaz de hacer si regresaba, aunque ignoraba sus motivos.
Este pensamiento lo aterrorizó y su cerebro buscó la energía necesaria para ordenar a sus piernas entumecidas que se movieran.
Echó a correr hacia esas luces del fin del mundo movido por el pánico y con un dolor sordo en los oídos y en el pecho
«pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc pa-tuc»
sin preocuparse por sus pies descalzos que, como en un cuento de terror, empezaron casi enseguida a dejar manchas de sangre tras de sí, como un rastro sobre la grava.
El Ford Corona blanco y azul de la policía bajó despacio por la rampa del puente Williamsburg y dobló a la derecha, dejando atrás una plaza llena de autobuses dormidos sobre sus neumáticos. En esa zona vivían principalmente judíos ortodoxos, con sombrero negro, barba y largos bucles a ambos lados de la cara, pero a esa hora no se veía a casi nadie. Los carteles de las tiendas, de las carnicerías y los supermercados que vendían carne y productos kosher estaban apagados, y las persianas metálicas bajadas, como ojos que no ven y oídos que no oyen.
Manhattan, con todos sus colores, estaba muy lejos, tanto que casi parecía un lugar imaginario. Por aquella zona, en aquel momento, solo circulaban algunos automóviles y las ondas de radio de los satélites que dirigidos hacia abajo se cruzaban con las plegarias de las sinagogas que iban hacia lo alto.
La agente Serena Hitchin, una bella mujer negra de veintinueve años, iba al volante, y Lukas First, su compañero, iba sentado a su lado con el cuerpo echado hacia delante. Tenía la cabeza vuelta hacia ella, sonreía y marcaba, golpeando con las manos en el salpicadero de plástico del vehículo, el ritmo de alguna melodía.
—Tú que entiendes de esto, ¿voy bien así?
Serena había iniciado, hacía ya un tiempo, una relación con un miembro del repertorio de Stomp, un musical ya mítico, lleno de números de percusión, que se representaba desde hacía varios años en el Orfeus, un teatro de la calle Segunda, en el East Village. Lukas sabía qué importante era aquella relación para su compañera, pero no perdía la ocasión de provocarla; podía hacerlo porque se llevaban muy bien.
La mujer se rió del torpe intento de su compañero.
—Eres un desastre, Lukas. La música no es tu fuerte.
Lukas adoptó una voz y una expresión de suficiencia mientras volvía a apoyarse contra el respaldo.
—¡Qué raro! De pequeño cantaba en el coro de la iglesia.
—Fue en ese momento cuando Dios apareció durante la función, te señaló con el dedo y dijo: «O él o yo».
Lukas se volvió hacia ella con los índices cruzados, como si Serena fuera un vampiro.
—Calla, blasfema. Si él hubiera aparecido me habría señalado y habría dicho: «Aquí tenéis mi obra maestra. Un día este hombre será grande».
Serena rió, mostrando sus perfectos dientes blancos.
—Eres un tozudo. ¿Sigues pensando lo mismo?
—Por supuesto. Ya verás como tarde o temprano sucederá. Mi nombre en Broadway en un cartel luminoso y yo iré de visita al distrito, en un coche que os dejará a todos verdes de envidia. Mira lo que le ha pasado al capitán Shimmer...
Lukas First era un hombre muy atractivo, sobre todo con el uniforme, que le sentaba de maravilla. Por amor al arte había asistido a algunos cursos de declamación y de vez en cuando obtenía pequeños papeles como actor de reparto. En el distrito todos recordaban aún el orgullo con que había anunciado su participación en una película de Woody Allen. Los arrastró a todos al cine, y cuando al fin llegó la escena en que se lo veía, de espaldas, durante apenas dos segundos, empezaron las burlas, que duraron días.
Lukas confirmó sus pensamientos asintiendo con la cabeza, mientras abría una ventanilla para encender un cigarrillo. Había llegado a un tácito acuerdo con su compañera, que le permitía hacerlo solo de esa manera y cuando nadie lo veía.
—El capitán sí que ha tenido suerte.
El capitán Shimmer, del que hablaba Lukas, era el protagonista de una especie de historia de la Cenicienta en pleno Departamento de Policía de Nueva York. Había trabajado de asesor en el cine y, cuando se jubiló, todavía bastante joven, volvió a ese ambiente; ahora interpretaba a menudo papeles de policía en películas y programas de televisión. Era una referencia para todos aquellos que soñaban con dar un golpe ganador, que cambia totalmente la vida.
—Y tú has tenido suerte al entrar en la policía, Luke. Apuesto a que nunca dejarás este trabajo. Te gusta demasiado.
Lukas arrojó el cigarrillo por la ventanilla y echó la última bocanada de humo. Luego se giró hacia la mujer y adoptó una actitud intencionadamente pomposa.
—Es cierto. Yo he nacido para ser policía. Pero también me gusta la idea de haber nacido para ganar un Oscar algún día. Y entonces aprovecharé para agradecer a mi ex compañera, Serena Hitchin, que su confianza y su apoyo me ayudaron a alcanzar mi objetivo.
Era una noche tranquila, estaban satisfechos y contentos con su vida y con lo que hacían, y no había ningún motivo para no bromear.
Pero, como siempre sucede, el motivo para no hacerlo se presentó enseguida.
La radio comenzó a graznar y poco después salió de ella una voz que, pese al deficiente sonido de los altavoces, tenía un tono oficial.
—Atención. Comunicado para todos los coches patrulla. Hay un aviso de alerta máxima del One Police Plaza. Se trata de un secuestro. La víctima es un hombre de raza blanca, de alrededor de treinta años, un metro ochenta de estatura, delgado, pelo castaño. Se llama Alistair Campbell. Es posible que el hombre que lo ha secuestrado sea el responsable de los asesinatos de Gerald Marsalis y Chandelle Stuart. El secuestrador se ha escapado al volante de un Dodge Nova muy viejo y con evidentes marcas de masilla en la carrocería. Repito: alerta máxima.
Lukas lanzó un silbido.
—¡Coño! Con toda la reserva que rodea a este caso, hacer un comunicado así, por la frecuencia normal y con el riesgo de ser interceptado por los medios, significa que los peces gordos deben de estar desesperados.
—También tú lo estarías si fueras el alcalde de Nueva York y hubieran matado a tu hijo de esa forma.