Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
Maureen tardó un instante en comprender lo que acababa de decirle el médico.
Después, la furia llegó de pronto con una violencia como ningún hombre en la tierra habría podido jamás poseer.
«No.»
No lo permitiría.
No permitiría que Arben Gallani la privara no solo de la vista sino también de la venganza. Su voz, una voz que al fin reconocía, salió de su boca a través de las mandíbulas contraídas.
—¿Estoy ciega?
—Técnicamente sí.
—¿Qué significa «técnicamente sí»?
Maureen se alegró de no ver la expresión que debió de acompañar al tono de voz del médico.
—Existe la posibilidad de realizar una intervención quirúrgica, un trasplante. Es algo que ya se ha hecho, con un razonable índice de éxitos. En su caso, por desgracia, hay un problema. Trataré de explicarle cómo funciona. La córnea de un donante es un cuerpo extraño que se inserta artificialmente en el ojo del que la recibe. Por este motivo debe utilizarse una córnea totalmente compatible con la tipología genética del receptor. En caso contrario, en el momento en que se injerta o implanta la nueva córnea en el ojo receptor y el organismo no la reconoce o no la acepta, se produce esa reacción comúnmente llamada rechazo. Por los exámenes de sangre e histogenéticos que le hemos realizado, hemos comprobado que usted es una quimera tetragamética.
—¿Qué significa eso?
—Usted es el producto de dos óvulos y dos espermatozoides. En la práctica, dos óvulos de su madre fueron fecundados por dos espermatozoides de su padre. En una etapa muy precoz de su desarrollo los dos embriones se fundieron en uno, lo que dio origen a un solo embrión en el cual coexisten dos tipos de células genéticamente distintas. En su caso hay un grave problema de compatibilidad. Resumiendo, el número de personas con esta característica es extremadamente reducido.
El profesor Covini hizo una pequeña pausa.
—Como ya le he dicho, esta era la mala noticia.
—Y después de todo esto, ¿puede haber una buena?
—Sí, la hay.
A la voz profesional del médico se superpuso el tono compasivo de su padre.
—He llamado a tu madre, a Nueva York. Cuando le conté lo sucedido y se enteró de tu estado, se puso enseguida en marcha. Entre sus conocidos hay un médico, William Roscoe. Para una patología como la tuya, actualmente no hay nadie mejor en el mundo.
La voz del profesor Covini volvió a competir con la del padre en la tarea de alentarla.
—Esta es la buena noticia de la que le hablaba. La explicación científica es larga y compleja, por lo que no la aburriré con datos que quizá le resultarían incomprensibles. Lo único que cuenta es que existe la posibilidad de un trasplante. He consultado personalmente al profesor Roscoe. Es uno de los mayores expertos en microcirugía ocular y además es un investigador que ha logrado progresos increíbles en el campo de los cultivos y los implantes de células estaminales embrionales. Por desgracia, deberá viajar a Estados Unidos, porque aquí, en Italia, la ley sobre la fecundación asistida prohíbe el cultivo y el uso de ese tipo de células, y es imposible realizar esta intervención. He hablado por teléfono con el profesor y ha surgido algo único y muy raro.
—¿Qué?
—Tenemos un donante que podría ser compatible. El profesor Roscoe está en condiciones de inducir a células estaminales embrionales a diferenciarse en células linfocitarias capaces de inhibir de manera selectiva la respuesta inmune contra las córneas del donante, a fin de evitar un posible rechazo.
La voz de Carlo Martini concluyó en lugar del médico ese intervalo de esperanza.
—La única condición es que hay que hacerlo pronto. Un cliente importante del despacho de tu madre ha puesto a tu disposición su jet privado. Mañana partiremos hacia Estados Unidos y pasado mañana se hará la intervención. Siempre que tú estés de acuerdo y...
Maureen respondió dócilmente al ruego y a la esperanza que oía en la voz de su padre.
—Por supuesto que sí.
«Por supuesto que sí —pensó—. Lo haría aunque tuviera que padecer todas las penalidades del infierno.»
El profesor Covini puso fin a ese momento de fragilidad y volvió a imponer el implacable trato del médico con el paciente.
—Pues bien, muy bien. Ahora es mejor que la dejemos descansar, señor Martini. Por hoy, creo que ha sido suficiente.
—Como usted diga, doctor.
Sintió sobre la mejilla los labios de su padre y su voz en el oído, como si ese saludo fuera un secreto entre los dos.
—Adiós, tesoro. Nos vemos luego.
Una mano delgada y desconocida se apoyó por un instante sobre la suya.
—Le deseo lo mejor, señorita. Y créame que no es una frase de circunstancias. Nadie debería sufrir lo que ha sufrido usted.
Maureen le oyó hacer algo con el pie de la bolsa de suero y después sus pasos se alejaron de la cama. Tras el ruido de la puerta al abrirse y cerrarse se quedó sola en el silencio de la habitación. Probablemente el médico había puesto un sedante en el suero, porque comenzó a sentir una ligera somnolencia que poco a poco se convirtió en el deseo de dejarse llevar por el sueño.
Mientras esperaba la bendición de no pensar durante unas horas, se dijo que haría cualquier cosa que le pidieran. Haría lo que fuera con tal de poder ver aunque solo fuera un minuto.
No pedía más.
Un minuto solo.
El tiempo suficiente para grabar para siempre en sus ojos y en su memoria cómo el rostro sarcástico de Arben Gallani desaparecía en el abismo de un disparo de pistola.
Después podía volver la oscuridad.
Nueva York
Jordan condujo a velocidad moderada la Ducati por la rampa de acceso que llevaba al puente de Brooklyn. Había poco tráfico a esa hora del día; no obstante, la moto aceptó seguir sin prisa a la fila de coches que recorrían ordenadamente esa tira de metal y asfalto suspendida en el vacío.
Por capricho de Dios, los seres humanos ya no podían abrir las aguas y ahora estaban obligados a construir puentes. Jordan lo cruzó como un símbolo, como un trayecto obligado para llegar a una orilla opuesta, cualquiera que fuera. A sus espaldas se alzaba el One Police Plaza. Poco antes, cuando pasó cerca del edificio, a su izquierda, no se dignó echar siquiera una mirada a la central de policía que durante años había sido su lugar de trabajo.
Del mismo modo dejó atrás el New York City Hall, esa imitación de la Casa Blanca a pequeña escala donde su hermano administraba y sufría el poder que la ciudad le había otorgado.
En aquel momento, justo debajo de él se extendía el pequeño cañón urbano de Water Street. Si hubiera vuelto la cabeza hacia la derecha habría visto el techo de la casa donde un joven llamado Gerald Marsalis había cambiado su vida por la nada, hasta el extremo de morir con un nombre que no era el suyo.
Y el hombre que había matado a Jerry Kho todavía estaba libre.
Jordan mantenía la vista fija delante de sí, imaginando el reflejo de la otra parte del puente sobre la visera de su casco. No lo hacía por indiferencia, sino solo porque no tenía necesidad de mirar aquellos lugares para saber que existían. En su memoria no faltaba nada. Sus recuerdos eran tan nítidos como si acabara de adquirirlos y todavía llevaran la etiqueta con el precio que le habían costado.
Hay personas que prefieren pagar las consecuencias de sus actos a tener que decir un no. Jordan Marsalis era una de ellas. Nunca se había preguntado si era un defecto o una virtud.
Simplemente era así.
Lo descubrió mucho tiempo atrás, cuando Ted Kochinscky, un amigo suyo, le pidió mil dólares prestados. Jordan los necesitaba como el aire que respiraba y también sabía que probablemente nunca se los devolvería. Sin embargo le dio el dinero, porque lo que habría sentido al decir no habría sido peor que la pérdida de los mil dólares.
Por eso, una noche, hacía tres años, ocupó el lugar de su hermano en aquel coche y asumió la culpa de un accidente en el que nada tenía que ver.
Después llegó la decepción y la amargura por el comportamiento de Christopher, pero incluso entonces Jordan confirmó la «regla Kochinscky»: no se trataba de una historia entre él y su hermano, sino de algo a lo que debería enfrentarse cada vez que se mirara en un espejo. Con ello pagó parte de una deuda que creía tener con su hermano, una deuda que contrajo por él Jakob Marsalis, su padre. Christopher creció rodeado de dinero y de desprecio por su padre; Jordan, rodeado de su amor. Por ese motivo sentía, quizá equivocadamente, que le debía algo. Mientras cada uno de ellos llevaba su vida en los distintos lugares que el azar y la vida les habían asignado, sabían la existencia del otro. Cuando se conocieron, sus caminos ya estaban trazados desde hacía tiempo. Lo único que los vinculaba eran los ojos azules y esa figura masculina que planeaba sobre ellos. Y que en el recuerdo cada uno veía con distintos ojos.
Nunca habían hablado a fondo de ello. Ambos sabían que omitirlo no significaba borrar su existencia. Sin embargo, por un acuerdo tácito, siempre lo dejaban pendiente, amenazándolos como una espada de Damocles, aunque sin saber sobre la cabeza de cuál pendía.
El mundo estaba lleno de gente que soñaba con volver al hogar. Jordan acababa de darse cuenta de que su viaje, el que creía haber aplazado, en realidad lo había iniciado hacía mucho tiempo. Su vida en Nueva York era solo una larga parada temporal, necesaria para saldar algunas cuentas antes de partir.
Y el corazón, este extraño corazón que por un arrecife ya sabe navegar…
Jordan volvió a pensar en los evocadores versos de esa canción. Connor Slave lo había comprendido; un hombre que, al contrario que Jerry Kho, se había enfrentado a la montaña por la ladera más difícil de escalar, no porque fuera la única sino porque creía que debía hacerlo por aquella.
Delante de Jordan un Volvo frenó bruscamente y el conductor se asomó por la ventanilla para insultar al del coche que le precedía. Giró hábilmente la moto hacia la izquierda y superó ese momento de estancamiento tanto en el tráfico como en sus pensamientos.
Bajó del puente, cogió Adams Street y siguió hasta pasar el cruce con Fulton, dejando a su izquierda Brooklyn Heights, un barrio nuevo para ricos, lleno de casas viejas perfectamente restauradas y con una increíble vista sobre Manhattan.
Pasó Boerum Place y siguió hacia el sur hasta llegar a la zona donde vivía James Burroni, el detective que colaboraba con él en la investigación del caso Marsalis, como ya lo llamaban los medios.
Le había telefoneado después de la enésima conversación con Christopher, en Gracie Mansion. Jordan siempre había pensado que los políticos vivían en un mundo aparte, privado y blindado y en el cual, pese a todas sus declaraciones, las necesidades de la gente no lograban influir en el principal objetivo de su trabajo: seguir siendo políticos.
Ahora, tras hablar con su hermano, se preguntaba por primera vez si realmente era un buen alcalde o si simplemente había sido el más hábil para lograrlo.
Desde el momento en que vio el cadáver de su hijo sentado grotescamente en el suelo del loft donde vivía, Christopher parecía una fiera enjaulada. Jordan no sabía si ello se debía a la desesperación de un padre o a la sensación de impotencia que estaba dando como primer ciudadano de Nueva York.
En todo caso, al cabo de quince días, las frenéticas investigaciones en torno a la muerte de Gerald llegaron a un punto muerto. Analizaron minuciosamente toda su vida y sacaron a la luz todo tipo de cosas, pero no hallaron ninguna pista útil. Los periódicos y los canales de televisión se lanzaron con avidez sobre cada novedad que aparecía. Incluso desenterraron la vieja historia del accidente automovilístico del pariente de Jerry Kho, el
peintre maudit
.
Después, cuando ya no hubo más noticias, simplemente las inventaron.
Por suerte lograron taparle la boca a LaFayette Johnson que, gracias a la imprevista popularidad de la que gozaba podía haber hecho mucho daño. Christopher consiguió convencerlo de que no hablara con los medios, con el único incentivo que le interesaba: el dinero. Gracias a esto y a las consecuencias que podía sufrir quien cometiera alguna indiscreción, no hubo ninguna filtración de información y todo quedó en meras conjeturas.
Lamentablemente, también para ellos.
Jordan aparcó la moto frente a la casa de Burroni, la primera de una fila de chalets con jardín que flanqueaban una calle sin salida en una zona popular. Apagó el motor de la Ducati y se quedó un instante mirando la construcción desde el otro lado de la calle. Se quedó sorprendido de lo que veía. Se había hecho otra idea, no de algo mejor, pero sí distinto.
Frente a la casa se veía un Cherokee blanco, de un modelo bastante antiguo. En ese momento se abrió la puerta y salió una mujer que llevaba de la mano a un niño de unos diez años. Era rubia, alta, con un rostro que aunque no era hermoso era expresivo y dulce. El niño era la copia exacta de Burroni, tanto que Jordan pensó que si tuviera que pedir una prueba de ADN el médico pensaría que era una broma.
Sin embargo, al cabo de un instante lamentó la ligereza de su pensamiento. El niño llevaba en la pierna derecha una férula metálica y cojeaba ligeramente mientras hablaba entusiasmado con su madre. Burroni salió detrás de ellos llevando dos maletas.
Alzó la cabeza y vio al hombre con el casco, sentado en la moto, al otro lado de la calle. Se detuvo un instante en medio del jardín. Jordan vio que le había reconocido. Mientras, la mujer y el niño habían llegado al coche y habían abierto la puerta posterior.
Burroni guardó las dos maletas en el maletero. Jordan esperó a que se despidiera de la mujer y se agachara para colocar en la cabeza del niño una gorra de béisbol. Oyó que le decía: «Hasta pronto, campeón»; mientras lo abrazaba vio que miraba hacia él.
Madre e hijo partieron en el coche y el niño se asomó por la ventanilla para saludar una última vez a su padre, que estaba de pie sobre la hierba del jardín. Jordan siguió el coche con la vista hasta el cruce. Cuando vio que se encendían los intermitentes para coger la curva de la derecha, aparcó la moto, se quitó el casco y cruzó la calle.
Mientras se acercaba al detective James Burroni, vio incomodidad en su cara, y Jordan la sintió a su vez. Pensó que le había sorprendido en un momento privado de debilidad y que con su presencia lo obligaba a compartirlo.