Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
El ángel que a tu lado volaba,
el ángel ha volado lejos,
ha volado lejos de aquí.
Expresaba el dolor del mal y el alivio de su cura.
Sin saber por qué, Maureen sintió instintivamente algo de lo que enseguida se avergonzó. Tuvo una estúpida y aguda sensación de celos por la mujer de la voz límpida que estaba compartiendo unos instantes de vida y de música con ese hombre sobre el escenario, con una entrega que difícilmente podía ser fingida.
Tal como llegó, ese momento pronto desapareció, porque en ese mismo instante Connor Slave dejó de cantar y se llevó el violín al hombro. Cuando comenzó a sonar, Maureen vio que aparecía la música y que el cuerpo de Connor Slave desaparecía. Su cuerpo estaba allí, delante de todos, pero él sin duda se hallaba en otra parte, en algún universo paralelo, aunque mantenía abierta una brecha de modo que pudiera entrar cualquiera que fuera capaz de seguirle. Quizá a causa de la letra de la canción que acababa de oír y de ese talento sobrenatural, Maureen pensó que, si el diablo existía, en ese momento estaba frente a ella tocando el violín. El concierto continuó y terminó, pero durante todo ese tiempo Maureen no consiguió, ni siquiera por un instante, librarse de la fascinación provocada por ese artista que tenía el don de estar en todas partes. Estaba con el público que le escuchaba, con la orquesta que le acompañaba, con la música que sonaba, y con cualquiera que quisiera ir con él, pero al mismo tiempo no estaba en ninguna parte y no pertenecía a nadie.
Mientras observaba cómo recibía la recompensa de los aplausos, Maureen pensó, por la expresión de su cara, que para él el trabajo no había terminado sino que comenzaba en aquel momento. Era como si para Connor Slave el verdadero trabajo fuera la vida diaria, y la verdadera vida solo se encontrara en esas pocas horas de música bajo las luces condescendientes de un escenario.
Luego, como ocurre siempre, la magia terminó cuando bajó el telón. Se encendieron las luces que suelen iluminar el mundo normal y los espectadores salieron de aquella hipnosis colectiva para recuperar su identidad en medio de un enredo de chaquetas, corbatas y prendas de colores.
Marta se volvió hacia ella con una expresión triunfal.
—¿Qué te decía yo? ¿Es grandioso o no?
—Absolutamente extraordinario.
—Y hay más. Una pequeña sorpresa. Por eso quería que vinieras. Adivina adónde iremos a cenar.
—Marta, no creo que...
Marta la interrumpió con la expresión de alguien que ha llegado a una conclusión obvia.
—¿Dónde, si no? Tu padre es el dueño de uno de los mejores restaurantes de Roma, por no decir de Italia. Es tan famoso que hasta tiene uno en Nueva York. Tú eres amiga mía y, por una conjunción astral increíble, esta noche he logrado convencerte de que salieras. Según tú, ¿adónde puedo llevar a un estadounidense genial y famoso, en todos los sentidos?
Marta no aceptó objeciones y cogió con firmeza las riendas de la velada.
Esperaron fuera del camerino hasta que Connor acabó de cambiarse y después de las presentaciones le llevaron hasta un Lancia Thesis oscuro que aguardaba en la entrada. Marta se sentó al lado del chófer, para que Maureen y Connor pudieran estar juntos en la penumbra de la parte posterior. Los dos empezaron a conversar mientras se metían en el tráfico de Roma rumbo al restaurante del padre de ella, en la calle dei Gracchi.
—¿Cómo es que hablas un inglés tan perfecto? Pareces más estadounidense que yo.
—Mi madre es de Nueva York.
—¿Y tiene la suerte de tenerte como hija y además vivir aquí, en Roma?
—Ya no. Prácticamente ninguna de las dos cosas. Mis padres se han divorciado y ella ha vuelto a Estados Unidos.
Desde el asiento delantero, Marta se metió en la conversación con su peculiar inglés con acento romano.
—Tal vez la conozcas; es una abogada muy famosa. Se llama Mary Ann Levallier.
Connor se volvió hacia ella; la sombra ocultó su rostro, lo que destacó su tono de voz.
—¿Esa Mary Ann Levallier?
—Sí, esa...
Por su lacónica respuesta, Connor se dio cuenta de que era mejor no profundizar en ese tema. Abrió un poco la ventanilla del coche como si quisiera echar aquel momento de ligera incomodidad. Su sensibilidad hizo que subiera un escalón más en la escala de valores de Maureen. Había conocido a gente del espectáculo, en particular a músicos, pero nunca se había sentido atraída por ninguno de ellos. Desgraciadamente, había constatado que ciertos hombres no son tan grandes como su música.
Connor sonrió.
—Bien, me parece que lo que hago yo es más que evidente. ¿Qué haces tú en la vida?
El imparable entusiasmo de Marta trató de responder por ella.
—Pues... Maureen es...
Desde el asiento de atrás, esta la frenó con una mirada, antes de que se lanzara a una de sus amistosas promociones.
—Maureen es... una mujer fantástica.
La llegada al restaurante puso fin a esa parte de la conversación. Tras entrar, Maureen y sus acompañantes fueron acogidos por la simpatía y la profesionalidad de Alfredo, el histórico maître del local, que la conocía desde pequeña. Siguiendo una vieja broma de ambos, la abrazó y la saludó pronunciando su nombre según la costumbre del habla romana.
—Hola, Maurinne. Qué sorpresa. Tenerte aquí es un acontecimiento digno de salir en televisión. Por lo visto no te gusta nuestra comida... Es una pena que tu padre no esté; creo que está en Francia, eligiendo vinos. Espero que pueda serte útil este pobre anciano...
Marta revoloteaba entre ellos, zumbando como una abeja entre las flores.
—Alfredo, la historia del pobre anciano no cuela. Aunque ha traído dos hijas al mundo, mi tía Ágata todavía suspira por ti y jura que nunca te ha olvidado.
No existía ninguna tía Ágata ni había allí ningún anciano, sino solo la alegría del que es joven y ha sabido mantenerse así. De pronto Maureen se sintió feliz por haber decidido salir con Marta aquella noche.
Alfredo los acompañó a la mesa; Maureen y Connor se sentaron el uno frente al otro. Él la miró con una expresión interrogante que daba a entender que no había entendido nada de la conversación en italiano.
—¿Maurinne?
—Para Alfredo, tanto el inglés como yo somos algo muy particular.
Llegó la comida, y durante la cena continuaron hablando. Sus sonrisas eran cada vez más amplias y más frecuentes. Marta, la inigualable e irreductible Marta, supo poco a poco volverse invisible y muda. Maureen recordaba el momento exacto en que Connor la conquistó definitivamente. Fue cuando, por curiosidad, le preguntó qué tipo de música solía escuchar habitualmente.
—La mía.
—¿Solamente?
—Sí.
En ese monosílabo había una gran serenidad. Maureen lo miró buscando vanidad y presunción en sus ojos. Pero encontró la mirada sincera de un hombre que sabe que posee todo lo que necesita.
—Sin embargo no es una música fácil.
—Nada es fácil. Quizá tampoco yo lo sea.
—Entonces tu éxito demuestra que la gente no es tan estúpida como algunos creen.
Connor sonrió divertido, como si aquella fuera una broma que se prolongaba desde hacía mucho tiempo.
—No es tan estúpida como creen algunos, ni tan inteligente como quisiéramos.
Maureen aceptó e hizo suyas la luz y la diversión de su sonrisa, y a partir de ese momento, aunque no siempre estuvieron juntos, ya no se separaron.
Como ahora, en que abrazados contemplaban Roma desde lo alto. El teléfono los sorprendió y los obligó a recordar que, bajo esos tejados que parecían no terminar nunca, todavía había un mundo que estaba vivo. De mala gana, Maureen se soltó del abrazo y fue a coger el teléfono sin hilos de la mesita de noche. Pulsó el botón que activaba la comunicación.
—¿Diga?
—Hola, Maureen, soy Franco.
Maureen suspiró. El mundo no podía dejarse al margen durante mucho tiempo. En ese preciso momento, con esa llamada, el mundo acababa de romper la barrera de la ventana y al fin conseguía entrar.
—Hola, Franco. Dime.
—Ya han fijado la audiencia. Es para el jueves por la mañana.
—¿Tan pronto?
—Temo que tu caso ha aparecido demasiado en las primeras planas y no se puede postergar más. Mientras tanto, ¿te han suspendido?
—Oficialmente no. Pero me han destinado a la Academia de la calle Piero della Francesca con funciones de asesora. En la práctica soy una especie de ordenanza.
—Ya sé que es difícil, Maureen. Pero, si puedes, hoy deberías pasar por mi casa. Hay unos papeles que necesito que firmes.
—¿Te va bien dentro de una hora?
—Perfecto. Te espero y...
En el otro extremo de la línea hubo un instante de silencio. Maureen esperó durante lo que le pareció una eternidad.
—En fin... que no te preocupes.
—No estoy preocupada.
—Todo saldrá bien, Maureen.
—Sí, todo saldrá bien.
Dejó con suavidad el aparato sobre la mesita, aunque tenía ganas de hacerlo pedazos contra el cristal.
«Todo saldrá bien.»
Sin embargo, nada estaba saliendo bien.
No estaba saliendo bien lo que siempre había hecho con pasión a pesar de las noches de sueño interrumpido por una llamada telefónica. No estaba saliendo bien la actitud de ciertas personas que en el pasado le habían declarado su total confianza y que ahora se escondían en un silencio incrédulo. Nada estaba saliendo bien para aquel hombre maravilloso que estaba con ella, para su paciente espera hasta que una persona así llegara por fin a su vida.
Tampoco estaba saliendo bien para ella como mujer ni para la comisario Maureen Martini, a cargo de la Comisaría de Casilino de la Jefatura de Policía de Roma, que apenas quince días atrás había matado a un hombre.
Maureen entró en la penumbra del garaje, situado a un centenar de metros de su casa, donde guardaba el coche. En cuanto la vio llegar, Duilio, el encargado, salió de su caseta de cristal y fue a su encuentro. Aunque por su edad no era un hombre peligroso, siempre había declarado con simpatía y afecto que tenía debilidad por ella. Maureen aceptaba ese inocente cortejo que duraba desde hacía tiempo, porque nunca era insolente o fastidioso.
—Si quiere, le enciendo el motor, doctora Martini. Siempre es un placer conducir una joya como esta.
Maureen le tendió las llaves.
—De acuerdo, y diviértase.
Duilio desapareció en la oscuridad de la bajada. Mientras esperaba oír el ruido de su Boxster subiendo por la rampa, Maureen pensó que, en general, podía considerarse una mujer afortunada. Su familia era dueña del restaurante Martini casi desde siempre, y con el tiempo su padre, Carlo, gracias a una eficaz administración, había sabido transformarlo de la simple fonda que era en sus principios en uno de los referentes de la gran cocina italiana. Cuando conoció a la madre de Maureen y se casaron, la aventura prosiguió al otro lado del océano y ahora existía en Nueva York el famoso Martini's, donde no era difícil encontrar de vez en cuando a alguna estrella del cine o la televisión. Su madre, mientras tanto, se había convertido en una de las mejores abogadas criminalistas de la ciudad; poco a poco, su matrimonio se resquebrajó a causa de la distancia. Distancia en tiempo, en espacio, en mentalidad y en carácter.
Pero, sobre todo, a causa de la insalvable distancia de un amor terminado.
La relación de Maureen con su madre nunca había sido digna de llamarse así. Por otra parte, el temperamento frío y pragmático de Mary Ann Levallier dejaba poco espacio para una complicidad afectuosa y divertida como la que existía, en cambio, con su padre. Así, cuando llegó el momento del divorcio ella eligió quedarse a vivir con él en Roma, y después de licenciarse en Derecho decidió ingresar en la Policía del Estado.
Maureen recordaba perfectamente lo mal que se tomó su madre aquella decisión. Estaban sentadas en la terraza del Hilton, donde se alojaba cuando viajaba a Roma. Mary Ann estaba, como de costumbre, perfecta y elegante con su conjunto Chanel; cuidaba su aspecto de manera obsesiva, hasta en los menores detalles.
—¿Policía, dices? Qué tontería. Pensaba que te labrarías un futuro en Nueva York. En mi estudio tratamos muchos casos junto con Italia. Podría haber un brillante porvenir para una abogada bilingüe con tu preparación.
—Una vez más, mamá, ¿por qué antepones lo que tú deseas para mí a lo que yo deseo?
—Por lo que acabas de decir, dudo que puedas tener las ideas claras con respecto a tus aspiraciones.
—No, claro que no las tengo. Sobre todo comparado contigo, que las tienes clarísimas. Es una cuestión de actitud. Yo deseo un trabajo que me permita atrapar a criminales y mandarlos a la cárcel, independientemente de lo que gane. En cambio, tu trabajo consiste en lo contrario: ayudas a los criminales a salir de la cárcel en función de lo que ganas.
Su madre la sorprendió una vez más con un lenguaje muy explícito.
—Eres una gilipollas, Maureen.
Maureen se permitió al fin el lujo de una sonrisa angelical.
—Solo un poco, por parte de madre...
Se levantó y se marchó. Dejó a Mary Ann Levallier con su cóctel de gambas, que probablemente la irritaba porque no combinaba con el color de su ropa.
Duilio salió del subterráneo del garaje conduciendo el Porsche con la capota abierta y se detuvo a su lado. Se apeó del coche y mantuvo la puerta abierta.
—Aquí está. Fin del sueño.
—¿Qué sueño?
—Un agradable paseo por Roma con un coche como este, en un día como hoy y con una mujer tan hermosa como usted.
Maureen se sentó y le sonrió mientras se abrochaba el cinturón.
—A veces hay que lanzarse, Duilio.
—¿A mi edad, doctora? Cuando era joven temía que las muchachas me dijeran que no. Ahora tengo pánico a que me digan que sí.
Maureen se vio obligada a reír, aunque en aquel momento no estaba de humor.
—Buenos días, Duilio.
—También para usted, doctora.
El Porsche era un regalo de su padre. Le causó un enorme placer, pero era un símbolo que la clasificaba entre la gente acaudalada. Maureen era una persona discreta, como todo el que está seguro de sí mismo. No solía usar aquel coche, y menos aún para ir a la comisaría. Por el bien de la convivencia, prefería no dar a sus colegas la posibilidad de considerarla una niña rica que había optado por entrar en la policía por esnobismo.