Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—Hace un rato he visto en la televisión un noticiario en el que hablaban de la muerte de Gerald Marsalis, el hijo del alcalde. ¿Era pariente suyo?
«Gerald es historia. Es un nombre que ya no me pertenece.»
—Era mi sobrino. Christopher Marsalis es mi hermano.
Jordan no conseguía entender cómo aquella mujer había logrado extraer cosas de su interior de forma tan natural.
—Lo lamento mucho.
—Era un chico difícil, que llevaba una vida igualmente difícil. No es casual que haya tenido ese final.
Lysa se dio cuenta de que detrás de aquellas cínicas palabras se escondía mucho más, de modo que no preguntó nada. Jordan se puso de pie y cogió la bolsa y el casco.
—Bien, creo que ya la he importunado demasiado. Buenas noches, y discúlpeme otra vez.
Se dirigió hacia la puerta pero la voz cálida y sosegada de Lysa lo detuvo.
—Escuche, lamento que se vaya en este estado. Si quiere puede quedarse aquí esta noche. Ya conoce el piso. Hay dos dormitorios y dos cuartos de baño, así que no nos molestaremos. Ya decidirá mañana qué hacer.
—¿Su marido no se lo tomará a mal si me quedo a dormir aquí?
Jordan siempre miraba a la gente a los ojos. Podía saber cuándo una persona mentía o decía la verdad, cuándo estaba dispuesta a mostrar su estado de ánimo o trataba de ocultarlo. Sin embargo, no logró dar un nombre a lo que veía ahora en los de Lysa.
—Teniendo en cuenta que me ha visto casi desnuda, creo que una visión completa podría servir para aclarar definitivamente cualquier equívoco entre nosotros.
Lysa se abrió el albornoz y esta vez se le mostró entera. El tiempo era como un pedazo de plástico transparente. Jordan tuvo la impresión de que si Lysa hubiera dejado caer al suelo el albornoz, este habría quedado suspendido en el aire, como por arte de magia, junto con su aliento. Ese momento terminó con la descortesía que solo el tiempo puede tener. Un instante, y Lysa volvió a desaparecer dentro de los pliegues de aquella prenda. Su voz reflejaba la misma expresión de desafío que había en su rostro.
—Como ha podido comprobar personalmente, soy al mismo tiempo la señora y el señor Guerrero.
Jordan buscó con frenesí las palabras adecuadas para aquella situación. Lysa pareció leerle el pensamiento.
—No hace falta que diga nada. Cualquier cosa que pueda decir ya la he oído por lo menos cien veces.
Lysa se ató el cinturón del albornoz y con un simple y ligero nudo hizo pedazos ese momento de debilidad. Se inclinó para coger del neceser un frasco de píldoras y se apoyó en el mostrador de granito de la cocina.
—Buenas noches, Jordan. Si siente dolor, tome un par de estas píldoras.
Sin decir más, desapareció por el pasillo hacia los dormitorios. Jordan se quedó solo y la sala donde habían estado ambos volvió a ser una simple habitación. Se acercó a la ventana, y del otro lado de los cristales encontró lo que había habido siempre. La noche, las luces, los coches y esa pulsación casi sobrenatural de humeantes alcantarillas.
Y, mezclado con todo eso, la gente que se hallaba en la ciudad o que llegaba a ella en busca de algo, sin saber que no estaba allí, que no estaba en ninguna otra parte. Simplemente, que había más lugares donde buscar.
En el fondo, lo que todos perseguían no era más que una ilusión.
En la planta de abajo, un estéreo a todo volumen hizo que entrara por la ventana abierta una canción llena de añoranza. A Jordan le pareció una perfecta banda sonora para aquel momento. Mientras escuchaba con renovado interés el sentido de las palabras, se preguntó cuántas veces habría mirado Lysa el mar sintiéndose morir por dentro por algo que le había sido negado.
SEGUNDA PARTEAhora, tan solo ahora
que mi mirada abraza el mar,
hago añicos el silencio
que me prohíbe imaginar
filas de mástiles erguidos y miles, miles de nudos marineros,
y huellas de serpientes frías e indolentes
con su lento andar antinatural,
y líneas en la luna, que en la palma cada una
es un lugar para olvidar;
y el corazón, este extraño corazón
que por un arrecife ya sabe navegar.
Roma
Ahora, tan solo ahora que mi mirada envuelve el mar,
comprendo al que ha buscado a las sirenas,
al que ha podido su canto amar,
dulce en la cabeza como un día
de festejo con dátiles y miel,
y fuerte como el viento que tórnase tormento
y el corazón quebranta al hombre y el bajel,
y entonces ya no hay anhelo o gloria
que puédase beber ni masticar,
ni piedra de molino de viento
que esa roca en el alma pueda triturar.
El brazo desnudo de un hombre salió de debajo de la manta y se estiró sobre la cama como una serpiente en una rama. La mano alcanzó el tablero empotrado en la pared, donde estaba el mando del estéreo y del televisor. Con una ligera presión del dedo sobre el botón interrumpió el camino de la música hacia la ventana abierta. El melancólico sonido de antaño del acordeón y de las cuerdas se detuvo apenas un instante antes de alcanzar los tejados de Roma.
La cabeza despeinada de Maureen Martini surgió enfurruñada de entre las sábanas.
—No, déjame escucharla una vez más.
Connor Slave respondió sin asomar la cabeza de debajo de las mantas. A pesar de que estas ahogaban el sonido, su protesta sonó divertida y Maureen la recibió con infantil satisfacción.
—Amor, ¿tienes idea de cuántas veces has escuchado esta canción?
—Siempre una menos de las que quiero.
—No seas egoísta. Y sobre todo no hagas que me arrepienta de haberla escrito. Piensa cuántas veces la he escuchado...
Al fin emergió la cabellera rizada de Connor, que bostezó y se frotó los ojos exagerando adrede un movimiento que le hacía parecer un gato. Aunque era músico, poseía una gestualidad instintiva y tan sugerente que sobre el escenario le permitía aumentar la intensidad de sus interpretaciones. Por el contrario, en la vida privada a veces era un auténtico payaso. Para su sorpresa, Maureen había descubierto poco a poco la cara más alegre de ese misterioso hombre que era Connor Slave; lograba hacerla reír hasta las lágrimas cuando imitaba a un gato que se lamía el pelo.
—¡Vamos, hazlo!
—No.
—Vamos, te lo ruego, solo un momento.
—No. Si lo hago me meteré demasiado en el papel y tendré que salir a dar una vuelta por los tejados.
Maureen sacudió la cabeza y fingió estar enfadada mientras él se levantaba de la cama y, completamente desnudo, iba a asomarse a la ventana. La joven admiró su cuerpo delgado y bien formado, un cuerpo que podría ser el de un bailarín o el de un deportista. Desde la cama vio cómo se convertía en una silueta oscura dibujada a contraluz y cómo se movían sus cabellos mientras desentumecía con gesto perezoso los músculos del cuello. La muchacha pensó que eso era en realidad Connor Slave: la personificación de una sombra. Pertenecía a ese tipo de personas que no es posible medir con la imprecisión y la subjetividad de los cánones estéticos. Formaba un todo que ejercía una fascinación que nada tenía que ver con los rasgos físicos o con los movimientos, el color y la forma del cabello.
Maureen bajó de la cama y, también desnuda, fue a abrazarle por detrás. Aspiró su perfume, que sabía a música, a hombre y a ellos dos; mientras lo hacía su olor se mezcló con el aire de aquella primavera romana tan orgullosa de sí misma. En ese momento Maureen era feliz y no pensaba en nada.
Apoyó la cabeza contra el hombro de él y se quedó admirando aquel pequeño milagro que formaban su propia piel contra la de él. Le gustaba imaginar que alguien, quizá un alquimista genial y perverso, había hecho sus epidermis con los elementos adecuados para que se compenetraran; después había esperado pacientemente que se encontraran y confirmaran el éxito de su obra. Su sonrisa triunfal se había convertido en la sonrisa de ellos. Entre ella y Cooper había palabras, respeto y admiración y a veces cierto pudor por el lugar que cada uno ocupaba en el mundo. Sin embargo, Maureen no podía evitar estremecerse de placer con cada abrazo, que encerraba esa perfección que solo puede crear la casualidad.
—Hay algo que siempre he querido preguntarte.
—Dime.
—¿Cómo es escribir una canción?
Connor respondió sin volverse; su voz pareció llegar de la soleada vista que tenía delante.
—No sabría explicártelo. Es una sensación extraña. Primero hay algo que no existe, o que quizá existe escondido en alguna parte y solo quiere que lo encuentren y lo lleven a la luz. No sé qué sienten los demás. En mi caso es algo que llega de pronto, desde dentro, y aunque todavía no lo conozca, ya sé que después no podré prescindir de ello. Hay cosas que uno cree que domina y que en cambio llegan a dominarte por completo. Es como...
Se volvió y la miró como si solo entonces, tras fijar los ojos en ella, hubiera encontrado la definición exacta. Su voz se volvió un soplo.
—Escribir una canción es como enamorarse, Maureen.
Desde el momento en que iniciaron su relación, ella siempre había sido reacia a definirla, por temor a que un sustantivo o un adjetivo pudieran dar a aquella historia una coherencia que no tenía. Ahora, su nombre mezclado con esas palabras le dio una sensación de debilidad y seguridad que al fin se decidió a definir como amor.
Permanecieron abrazados, mirando el sol que iluminaba esa postal de Roma compuesta por el rojo de los tejados y el azul del cielo. Maureen vivía en la calle della Polveriera, en la última planta de una vieja casa propiedad de su abuelo. Tras una buena remodelación, se había convertido en un espacioso y espléndido dúplex. Desde la terraza se contemplaba una increíble vista del horizonte de Roma. Por la noche se podía cenar allí sin más iluminación que el reflejo del Coliseo, rodeado de un halo de luz amarilla que lo teñía de color de oro fundido.
Connor se volvió otra vez hacia la ventana, buscando el abrazo de Maureen.
—¿Por qué en ningún otro lugar del mundo se puede experimentar una sensación como esta?
Por un momento se quedaron en silencio, piel contra piel, mirando el día, seguros. Sentían que Italia, Estados Unidos y el resto del mundo solo podían llegar hasta la puerta de esa habitación, pero no entrar.
Maureen recordó el día en que se conocieron. Connor Slave estaba en Italia para hacer una gira de seis conciertos, tras el lanzamiento de su último álbum,
Las mentiras de la oscuridad
. La gira la había organizado la agencia de espectáculos Triton Communications, cuya promotora era la mejor amiga de Maureen, Marta Coneri. Cuando llegó el día de la actuación en Roma, pasó por casa de Maureen como un torbellino y la arrastró al concierto casi a la fuerza. Marta tenía el don de ponerla de buen humor y, cualidad absolutamente impagable, era una de las pocas mujeres de la vida social romana que no se dirigía a nadie llamándolo «amor».
—Maureen, creo que si tuviera una casa como esta también yo saldría poco. Pero entre poco y nunca hay una gran diferencia. Además, por este tío vale la pena hacer un viaje mucho más largo que de aquí al teatro Olímpico.
No aceptó excusas, y Maureen ya sabía que era prácticamente imposible convencer a Marta. Se encontró sentada en una butaca del teatro Olímpico, junto a una butaca vacía. En la sala se respiraba esa promiscuidad anónima de la que está compuesta cualquier público; se hallaban presentes todas las personalidades de Roma y todos aquellos que harían cualquier cosa por llegar a serlo.
Marta llegó poco antes del comienzo y se dejó caer en la butaca libre, a su derecha.
—Muy bien. El trabajo ya ha terminado. Ahora disfrutemos.
Maureen no pudo responder, porque las luces fueron apagándose despacio, acallando el rumor de fondo que suele recorrer el teatro antes del inicio de un espectáculo.
En la oscuridad, se oyó un arpegio de guitarra delicadamente sensual, un sonido suavizado por un
delay
que parecía hacerlo girar por las paredes de la sala. Sentada allí, en la oscuridad, Maureen tuvo la impresión de oírlo directamente en su cabeza. Luego una luz que provenía de arriba iluminó el centro del escenario y en ese haz tan blanco que parecía fluorescente apareció Connor, vestido de oscuro, con una camisa de cuello mao, de un rigor casi monástico. Inclinó la cabeza hacia el público, con los brazos flojos a los costados del cuerpo. En las manos sostenía un violín y un arco.
A las notas de la guitarra se sumó de pronto un sonido electrónico bajo y cenagoso, una vibración que llegaba hasta el vientre de los espectadores.
Después de ese giro armónico, Connor Slave comenzó a cantar y a alzar lentamente la cara. La fascinación que ejercía su voz ronca dejó en un segundo plano a la música. Era como frotar dos hojas de papel de lija sobre una capa de miel. La delicadeza y la solidez con que ese hombre sabía comunicar hicieron que Maureen tuviera la absurda sensación de que aquella canción estaba dedicada exclusivamente a ella. Luego paseó la mirada por la sala en penumbra y se dio cuenta, por las expresiones de los espectadores, de que quizá todos los presentes pensaban lo mismo.
Era una canción titulada «El cielo sepultado», una música suave con una letra llena de dolor que algún crítico inepto había estigmatizado y definido como cercana a la blasfemia. Hablaba de Lucifer, el ángel rebelde que en la oscuridad de los infiernos llora por él y por las consecuencias de su culpa, no tanto por haberse rebelado contra Dios sino por haber tenido la osadía de pensar.
Maureen escuchó la canción y aquellas palabras y se preguntó qué debía de agitarse en el ánimo del que la había escrito.
Extraño me resulta señalar uno cualquiera
y decir sí, el día es ese, aquel, allá;
que un día es solo un parpadeo
en el rostro inmóvil de la eternidad,
el día en que, llena mi alma de mal amor,
cambié las reglas de todo error.
Extraño me resulta ser yo el mejor
para decir «El cielo no es ya para mí»,
con su horizonte que devora el sol
y las sombras arrastra tras de sí,
el día en que, confiado en un dios más humano,
con el perdón las tinieblas confundí.
En el estribillo se sumó a la de Connor Slave la voz pura como el cristal de una bella vocalista, que salió de la penumbra del escenario para compartir con él la luz y la atención del público. El timbre y el color de las dos voces eran completamente diferentes; sin embargo se fundían en una armonización tan perfecta y delicada que parecían una sola. Esa unión vocal sincronizada sílaba por sílaba expresaba perfectamente el sentido de lo que estaban cantando: la luz y la sombra, la añoranza y el orgullo, la sensación desesperada del adiós tras una elección sin posibilidad de vuelta atrás.