Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—Hola, Jordan. ¿Qué necesitas?
La actitud era circunspecta; el tono de voz no era brusco pero tampoco cordial. Pese a todo, Burroni no solía llamarle Jordan. Su relación no había mejorado ni empeorado en el curso de la investigación; sencillamente no podía definirse como una relación. Para ambos seguía siendo una situación temporal e impuesta.
Jordan decidió que, como había arrojado la primera piedra, podía también dar el primer paso.
—Hola, James. Quería hablarte. A solas y en privado. ¿Tienes un momento?
El detective hizo una seña hacia donde había partido el Cherokee.
—Mi mujer y mi hijo se han ido de vacaciones a casa de mi cuñada, en la costa, hacia Port Chester. Tengo quince días.
Jordan meneó la cabeza.
—Temo que no tenemos tanto... quince días. Ni tú ni yo.
—¿Tan mal están las cosas?
—Pues sí.
En ese momento, Burroni pareció darse cuenta de que todavía estaban en medio del jardín.
—¿Te apetece entrar y tomar algo?
Sin esperar respuesta, se volvió y se dirigió hacia la casa. Una vez dentro, echó una mirada a su alrededor. Era la típica casa de un norteamericano de clase media. Debía de saludar a los vecinos al ir y volver del trabajo; probablemente tendría una piscina inflable en el patio de atrás y seguramente los domingos hacían una barbacoa.
La tranquilidad, si no la felicidad.
Sobre un mueble bajo, junto a la puerta, había una foto de Burroni con su hijo. El niño blandía hacia el objetivo un bate de béisbol. Jordan pensó que a veces bastaban los hierros de una férula metálica para aprisionar a alguien.
«Hasta pronto, campeón.»
Burroni vio la dirección de su mirada. Jordan preferiría no haber oído esa sutil grieta en su voz.
—Mi hijo está loco por el béisbol.
—¿Los Yankees?
—¿Quiénes, si no?
El dueño de casa señaló un sofá de la sala.
—Siéntate. ¿Qué te apetece beber?
—Una Coca estará bien.
—De acuerdo.
Se marchó y volvió poco después con una bandeja, dos latas de Diet Coke y dos vasos. La dejó sobre la mesita, frente a Jordan, y se sentó en un sillón de piel situado a su izquierda, un poco gastado pero que parecía cómodo.
—Dime.
—¿Hay novedades? —preguntó Jordan.
El detective meneó la cabeza mientras abría su lata.
—Nada. He intentado incluso con nuestros informadores, esos que frecuentan los ambientes intelectuales por los que se movía tu sobrino. Pero nada. Un montón de...
Hizo una pausa para beber y pensar lo que iba a decir. Jordan lo sacó del apuro.
—Ya. Lo imagino. Un montón de basura bajo la alfombra, pero nada que pueda sernos útil.
—Exacto. Los resultados de la autopsia ya los conoces. Y los de la Científica siguen sin ofrecer nada nuevo. Ya sabes cómo funciona. Muchos rastros pero ninguna pista.
También Jordan se vio obligado a reconocer su fracaso.
—Yo tampoco he logrado mucho. He hecho todo tipo de investigaciones y conjeturas sobre Snoopy, he tratado de descubrir qué relación puede haber entre mi sobrino, Linus y la mujer que el mensaje que encontramos en la pared señala como Lucy. Pero no he averiguado absolutamente nada. Además me estoy preguntando cuándo descubrirán los periodistas lo que milagrosamente hasta ahora hemos logrado mantener en secreto. Incluida mi participación en esta historia.
—¿Y el alcalde qué dice?
—No puede decir nada, porque ha sido él quien ha querido que me ocupe yo, aunque sea extraoficialmente. Pero creo que está sometido a muchas presiones. Aparte de los sentimientos personales, su posición no es envidiable. La pregunta es evidente: ¿cómo puede defender a nuestros hijos si no ha sido capaz de defender al suyo? La política es una mierda, James.
—Siempre lo he pensado. Por eso todavía estoy en esto, en vez de trabajar detrás de un escritorio en una oficina.
Esta vez fue Jordan quien tomó un sorbo de su bebida mientras buscaba la mejor manera de decir lo que tenía que decir. Aquel no era el motivo principal por el que había ido allí, pero ahora había pasado a serlo.
—Hay algo que quisiera decirte, James. En lo que respecta a esta situación y a tu participación en ella, quiero que sepas que me encargaré de que lo que te han prometido se cumpla, sea cual sea el resultado de la investigación.
Burroni guardó silencio. Miraba su lata como si en ella estuvieran escritas las palabras que iba a decir.
—Lo que te dije la otra noche en el restaurante de debajo de tu casa, yo...
—No te preocupes. Tampoco yo me quedé corto. Ocurre de vez en cuando. Uno dice cosas de las que después se arrepiente.
La mirada de Burroni se detuvo una fracción de segundo en la foto de su hijo, listo para recibir una pelota que jamás le arrojarían. Fue un instante, pero Jordan lo vio.
«Hasta pronto, campeón.»
—¿Sabes? A veces la vida no es tan fácil como parece —dijo Burroni.
—Te he dicho que no hay problema. No tienes por qué darme explicaciones.
Se miraron. Cuando Burroni habló, lo hizo como un hombre que entendía a otro que a su vez lo había comprendido.
—Debe de haber sido duro para ti, Jordan.
Jordan se encogió de hombros.
—Es duro para todos.
Cogió el casco del sofá y se levantó. Burroni lo imitó. Era más bajo que Jordan, aunque más robusto; sin embargo, en su casa, sin la eterna gorra en la cabeza, parecía extrañamente vulnerable y frágil.
—Ya nos veremos, James.
—Sí, supongo que sí —respondió, lacónico, el detective.
Pese a sus palabras, Jordan notó, por la voz, que no lo decía a la defensiva.
Poco después, mientras ponía la moto en marcha y miraba a través de la visera la figura de James Burroni de pie ante la puerta de su casa, se dijo que tal vez había hecho bien en ir a verlo.
Lo que acababa de decirle era cierto.
Había sido duro. Era duro para todos. Para Burroni, para Christopher, para él.
Pero si no se esforzaban, lo sería aún más para una mujer que tenía una cara y un nombre que ellos desconocían pero que en aquel momento era un blanco en los pensamientos de alguien que la llamaba Lucy.
Chandelle Stuart se puso en pie de golpe, con un movimiento de la cabeza que hizo que su pelo negro y lacio escondiera un rostro de pronto alterado por la cólera. Su elegante vestido oscuro de Versace se levantó lo suficiente sobre las piernas largas y delgadas para mostrar a los dos hombres que estaban sentados en el sofá, frente a ella, la franja de piel que dejaban al descubierto las medias.
—Pero ¿qué jodida mierda me están diciendo?
Su tono de voz era altanero, como el de una persona acostumbrada a mandar aunque no se hubiera ganado el derecho a ello. Se encaró por un instante a sus interlocutores; luego se volvió y con un brusco movimiento cogió una cajetilla de cigarrillos de una repisa situada a sus espaldas. Encendió uno como si con ese gesto quisiera incendiar el mundo. Se acercó a la gran cristalera que daba a una terraza suspendida sobre Central Park, y se quedó de espaldas, devorando el cigarrillo y dejándose devorar por la ira.
Del otro lado de los cristales, en el cielo que se extendía sobre la ciudad, nubes de temporal tomaban posiciones para tapar la luz del sol.
El abogado Jason McIvory volvió la mirada hacia Robert Orlik, el otro cincuenta por ciento de la firma McIvory, Orlik & Partners, un bufete de abogados que se ocupaba de gestionar patrimonios, y que tenía su sede en un elegante edificio del
downtown
, frente a Battery Park. La mirada de complicidad que intercambiaron era la de dos personas expuestas desde hacía mucho tiempo a los caprichos y al lenguaje vulgar de la mujer que tenían delante.
Y que estaban hartos de soportar.
Sin embargo, por el momento se limitaron a acomodarse mejor en el sofá y esperaron tranquilamente a que se calmara aquel enésimo acceso de rabia.
McIvory se cruzó de piernas y Chandelle Stuart, si se hubiera vuelto en ese momento, habría sorprendido una ligera sonrisa de satisfacción en su cara, que tenía cierto parecido con Anthony Hopkins. McIvory llevaba el cabello blanco peinado hacia atrás y un bigote fino y bien cuidado. Cuando consideró que había dado a la mujer un tiempo razonable para recomponerse, el abogado continuó el discurso que había interrumpido el histérico ataque de palabras soeces.
—Le estamos diciendo exactamente lo que ha oído, señorita Stuart. Usted ya no tiene un céntimo. O casi.
De nuevo Chandelle se volvió hecha una furia y de nuevo su pelo negro se movió alrededor de su cabeza con el flamear amenazador de una bandera pirata.
—Pero ¿cómo es posible, condenados inútiles?
McIvory indicó con una mano el maletín de piel que había dejado en el suelo frente a sus pies, apoyado contra una mesa baja de cristal que costaba varios miles de dólares. Chandelle Stuart estaba demasiado acalorada para advertir la indiferencia y la frialdad que había en ese gesto.
—Aquí tengo los resúmenes de cuentas. Los documentos de las operaciones están todos firmados por usted y en algunos casos, por si no lo recuerda, le solicitamos que nos librara de cualquier responsabilidad por ciertas... cómo decir... inversiones suyas no demasiado ortodoxas desde el punto de vista financiero.
Chandelle Stuart apagó el cigarrillo en el cenicero con un encarnizamiento que de buena gana habría aplicado a esos dos hombres. Su voz era sibilante como la de una serpiente que descubre que la han engañado.
—¿Y quién me asegura que no han sido ustedes quienes me han estafado durante todos estos años?
Robert Orlik, que hasta ese momento había guardado silencio, tomó la palabra. Su voz era extrañamente parecida a la de su socio, como si tantos años de trabajar juntos los hubiera asemejado.
—Señorita, por la amistad que me ligaba a su padre, haré ver que no he oído lo que acaba de decir. Durante años me he mostrado dispuesto a soportar su actitud caprichosa y su pintoresco lenguaje de taberna, pero no estoy, no estamos, dispuestos a tolerar ninguna ultrajante insinuación sobre la corrección y la honestidad de nuestro trabajo. Dicho esto, para aclarar las cosas entre nosotros, quisiera retroceder un poco y atenerme a los hechos. Cuando murió su padre, Avedon Lee Stuart, hace siete años, le dejó un patrimonio que entre inmuebles, paquetes de acciones, obligaciones y líquido sumaba cerca de quinientos millones de dólares...
La mujer le interrumpió con el arrebato de un cura que oye blasfemar en la iglesia, pero también con el rencor del que lo está haciendo.
—Teníamos decenas de millones de dólares, pero ese hijoputa los despilfarró por ahí con sus gilipolleces.
—Lo lamento, pero debo contradecirla. Los cientos de millones eran apenas cinco, y ese dinero no se despilfarró, como dice usted. Su padre destinó la mayor parte del patrimonio familiar a algunas fundaciones de beneficencia que honrarán el apellido Stuart, destinado a perdurar en el tiempo.
—Y a ustedes casualmente se los designó administradores de ese patrimonio.
La mujer bajó la voz y pronunció esas palabras con aparente dulzura, con el fin de resultar más punzante, pero solo logró sonar falsa, y su insinuación no tuvo el efecto pretendido.
La mirada del abogado Orlik era la de un profesional. Chandelle Stuart solo era una persona que llevada por el deseo de jugar se había sentado a la mesa equivocada.
—Nuestro papel de administradores fiduciarios es un aspecto de la cuestión que a usted no le concierne. Al igual que el motivo por el cual su padre solo le dejó una parte de la herencia, debe de estar relacionado con hechos que no son de nuestro conocimiento y que no nos compete juzgar.
—Eso de la beneficencia y buen nombre del apellido Stuart son patrañas. Ese megalómano lo hizo solo porque en realidad me odiaba. Ese capullo de mierda me odió siempre.
«Si eso es cierto, es imposible reprochárselo. ¡Y me asombra que no te estrangulara en la cuna, maldita furcia!»
La cara de Robert Orlik, abogado experto y por ello zorro viejo, no dejó traslucir nada de este pensamiento tan ajustado al lenguaje de su cliente. Sumó ese enésimo comentario a los elementos que componían el cuadro general de su vida y particularmente de su relación con el ámbito jurídico. La gestión del patrimonio del testamento del difunto y de las actividades de Chandelle Stuart representaba un considerable número de horas facturadas que tenían un peso importante en las cifras del balance anual de McIvory, Orlik & Partners. Ahora que la parte correspondiente a la señorita sentada frente a ellos se encontraba de golpe a cero, la disponibilidad de los abogados y su capacidad de aguante habían sufrido una auténtica caída en picado.
—Si dejar a una hija quinientos millones de dólares significa odiarla, me habría gustado que mi padre hubiera albergado por mí esos sentimientos.
Se agachó y cogió del maletín una carpeta bastante voluminosa. La apoyó con delicadeza sobre la superficie de cristal, como si el peso de lo que contenía pudiera romperlo.
—Es todo culpa de ustedes. Deberían haberme aconsejado.
—Lo hicimos, pero debo recordarle que usted nunca ha querido hacernos caso. Su actividad como productora cinematográfica y teatral...
Tras su acceso de cólera, la negra realidad con que se enfrentaba Chandelle Stuart solo quedaba matizada por la habitual palidez de su rostro. Su piel parecía la de una vieja. Aun así mostró un último destello de altanería, un intento casi patético de desdén.
—He estudiado dirección teatral. Entiendo de cine. ¿Qué tiene de malo producir una película?
—No tiene nada de malo invertir dinero en la producción de una película. Solo hay una cosa que hay que tener presente. Si los filmes aportan un margen razonable de beneficios, esa actividad se convierte en un trabajo. Si no ocurre así, solo es un pasatiempo muy caro. En su caso, demasiado, diría yo.
—¿Cómo se atreve a hablar de arte? ¿Qué entiende usted de eso?
—Muy poco, lo admito. Pero las cifras son mi oficio, y de eso sí que entiendo.
Cogió de la mesa la carpeta, la apoyó sobre las rodillas y comenzó a hojearla. Cuando encontró la página que buscaba sacó del bolsillo de la chaqueta unas gafas con montura de oro y se las colocó sobre la nariz.
Era el resumen de cuentas.
—Aquí está. Por ejemplo,
ibis redibis
, cojamos la novela de ese tal Levine. Usted pagó cuatro millones de dólares solo para arrebatarle los derechos a la Universal, que por otra parte ni siquiera estaba muy interesada en adquirirlos. Una maniobra del agente del autor, que hizo que pagara una fortuna por algo que habría podido conseguir por doscientos mil dólares. Si recuerda bien, nosotros le aconsejamos sentarse y esperar. En cambio, si me permite, usted se lanzó a por ello sin pensarlo dos veces.