Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
Con la mirada de su padre todavía en los ojos, Chandelle salió de la gran habitación y cerró la puerta con delicadeza.
—Duerme —le susurró a la enfermera que estaba sentada fuera, con una revista en la mano.
La mujer confundió su sonrisa con la de una tierna hija; no sabía que era la de una persona que finalmente se siente libre.
También ahora, tendida sobre la cama, evocando aquella noche, sin darse cuenta apareció la misma sonrisa.
Los reproches y aquel recuerdo la habían tranquilizado. Se sentía agotada, con esa languidez que sabía cultivar y apagar a su antojo, según el capricho de su deseo y su constante busqueda de placer. De McIvory y Orlik, de sus odiosos rostros y de sus discursos llenos de frías cifras, no quedaba rastro ni recuerdo.
Aún envuelta con el cubrecama se volvió sobre un costado, hacia la mesita de noche. Cogió el teléfono y marcó un número.
Cuando oyó la voz que respondía no se preocupó siquiera de aclarar su nombre a la persona a la que había llamado.
—Hola, ¿Randall? Tengo ganas de divertirme un poco. Esta noche me vendría bien una experiencia algo picante. Un coche poco llamativo sería más adecuado. Hacia medianoche, digamos.
No esperó confirmación ni esperaba objeciones, que por otra parte eran impensables en la persona con la que acababa de hablar. Todos los meses le daba una buena suma de dinero y a veces, cuando le apetecía, algo más físico y personal...
Abrió un cajón que había bajo el teléfono. Metió una mano y movió los dedos hasta encontrar una bolsita, sujeta con cinta adhesiva a la parte superior del mueble.
Despegó cuidadosamente la cinta y extrajo un pequeño envoltorio de plástico lleno de polvo blanco. Lo abrió, metió los dedos y cogió una pizca. Lo acercó directamente a las fosas nasales y aspiró con fuerza, primero por una y después por la otra. Dejó la bolsita sobre la mesa, sin molestarse en volver a guardarla en su lugar. Sabía que esa noche la necesitaría, la necesitaría mucho...
Se relajó y sonrió atontada a un techo tan blanco como el polvo que acababa de inhalar.
Se quedó esperando la descarga de lascivia de la cocaína, tan parecida a un perfecto orgasmo. En ella la droga siempre tenía un efecto erótico, y pensando en la noche que le esperaba se sintió languidecer aún más.
Muy despacio metió una mano bajo el cubrecama. Abrió las piernas mientras deslizaba los dedos desde los senos hasta el ombligo y luego aún más abajo, hasta llegar a la hendidura.
Cuando la abrió con los dedos y la encontró húmeda, cerró los ojos, imaginó lo desconocido y se estremeció de placer.
Cuando volvió a mirar la hora vio que eran casi las nueve. Esa pequeña anticipación del placer que se había concedido, en lugar de saciarle dio a su cuerpo nuevas energías. Decidió que tenía hambre y que le apetecía comida japonesa. Se levantó de la cama y, apoyando las manos en la cintura, arqueó la espalda al tiempo que, complacida, se observaba en el espejo. Se había recobrado por completo de la crisis que había tenido. De nuevo era ella; fría y firme como siempre.
A pesar suyo, el capullo de su padre lo comprendió.
También lo entendieron esas dos sanguijuelas que se hacían pasar por sus abogados.
Ella les había hecho ver quién era Chandelle Stuart.
Ahora se daría una ducha caliente y después llamaría a Randall Haze y le pediría que viniera antes y reservara en el Nobu. Mientras esperaba que llegara la hora de realizar sus proyectos, podía ir a escuchar un poco de música a algún local del Bowery o hacer cualquier otra cosa que se le ocurriera.
Entró en el cuarto de baño y se sumergió en la bañera con ducha, hidromasaje y
shiatsu
. Mientras recibía sobre la piel la presión benéfica de los chorros pensó que debía ponerse guapa y perfumarse; sería una visión inalcanzable para los desconocidos con que se encontraría esa noche. Quería leer en sus caras la incredulidad y poco después ver en ellas el deseo y el placer que solo puede proporcionar un sueño que se hace realidad.
Se secó con calma el pelo lacio y brillante, que tenía reflejos azulados. Se puso desodorante bajo las axilas depiladas y se roció el cuerpo, en los puntos estratégicos, con una esencia elaborada expresamente para ella por una perfumería artesanal de Canal Street.
Se maquilló un poco más llamativamente que de costumbre y pasó del cuarto de baño al vestidor. Se puso ropa interior negra y unas medias con ligas, que le gustaban particularmente por el efecto que causaban en la imaginación masculina pero también porque eran muy cómodas y prácticas.
Eran utilísimas en caso de un inesperado ataque de lujuria.
De entre las prendas colgadas eligió un vestido negro de cóctel ligeramente corto que destacaría su figura esbelta y sus piernas largas.
Acababa de ponerse el vestido, y estaba esnifando una segunda raya de cocaína antes de llamar a Randall, cuando oyó que sonaba el portero automático.
Se preguntó quién podría ser a esas horas.
Los guardas de seguridad tenían línea directa con el piso, pero a primeras horas de la tarde dio el resto de la jornada libre al personal de servicio, para no tener a nadie dando vueltas por la casa mientras hablara con sus abogados.
Se acercó a la pequeña pantalla de vídeo que por comodidad había hecho instalar en el dormitorio. Cuando la conectó apareció en la pantalla un rostro encuadrado por la telecámara situada encima de la puerta de su ascensor privado, en el ala izquierda de la enorme entrada de mármol del Stuart Building.
A Chandelle le sorprendió verlo allí, y sobre todo verlo vestido de aquel modo. Llevaba una capucha, que parecía, aunque la imagen era algo borrosa, de un chándal. Hacía mucho que no se veían, y esa noche ella estaba del humor menos indicado para atenderlo, a pesar de lo que había significado para ella hacía tiempo.
Su voz sonó algo rara por el pequeño altavoz.
—Hola. ¿Eres tú, Chandelle?
—Sí, soy yo. ¿Qué quieres?
Al parecer, su tono brusco y poco cordial no desanimó al hombre que esperaba en el recuadro luminoso.
Le sonrió por la pantalla.
—¿Puedo subir? Debo hablarte un instante.
—¿Tiene que ser ahora? Estaba a punto de salir.
—Bastarán unos minutos. Tengo novedades que podrían interesarte mucho.
—Está bien. Te mando el ascensor. No hagas nada; lo manejo yo desde aquí.
Mientras atravesaba los mil trescientos metros cuadrados de su piso para llegar al salón al que daba la puerta del ascensor, Chandelle seguía preguntándose qué podía ser tan importante como para llevarle hasta su casa a esas horas.
Sobre todo, después de tanto tiempo.
Teniendo en cuenta cómo iba vestido, quizá había ido a correr al Central Park y al pasar ante el edificio se le había ocurrido ir a verla.
Manipuló los mandos para abrir la cabina en la planta baja. El ascensor únicamente iba a su piso y se manejaba mediante una cerradura con un código alfanumérico que solo conocía ella.
Mientras esperaba, rogó poder sacárselo de encima pronto. De repente se dio cuenta de que había sido víctima de una mentira. Intentó mantener la calma, aunque la persona que estaba subiendo seguía causándole una especie de sádica y perversa emoción. La había sentido en cuanto lo conoció, y desde entonces también cada vez que se encontraba en su presencia, por el placer que siempre le provocaba espiar sin que la vieran, saber sin que los demás supieran, poder imponer su voluntad ante la impotencia general.
Y el riesgo de ofrecerse enteramente al azar.
Si él hubiera sabido...
Por un momento tuvo la tentación de volver al dormitorio y esnifar otra raya de coca.
El sonido de las puertas que se abrían hizo que se detuviera en medio de la habitación. En el centro de la cabina, bajo la luz que venía del techo, había un hombre. Llevaba un chándal con la capucha puesta que proyectaba una sombra sobre su sonrisa, y tenía las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta.
Dio un paso hacia ella. La mujer alta y delgada que estaba de pie en medio de la sala con su vestido negro de cóctel sintió por primera vez qué fría podía ser a veces una sonrisa.
—Hola, Chandelle. Disculpa si te molesto en tu casa. Pero verás, como te he dicho, solo tardaré un instante.
Con un perfecto sentido de la oportunidad, las nubes que habían vigilado Nueva York durante toda la tarde ofrecieron el temporal que habían prometido. Un relámpago, un trueno y luego el estrépito de la lluvia, tan fuerte que corría por las baldosas de la terraza hasta el borde inferior de las puertas correderas.
El hombre siguió avanzando hacia ella. Cuando la alcanzó, sacó de la chaqueta la mano derecha. Chandelle pensó que quería estrecharle la mano, pero vio con un escalofrío que llevaba una pistola.
Estaba tan concentrada mirando el agujero negro del cañón que no se dio cuenta de que la sonrisa había desaparecido del rostro del hombre, ni percibió el tono sarcástico de su comentario.
—Solo un instante, aunque tengo la impresión de que para ti será algo largo.
El hombre hizo una pausa. Su voz se volvió suave como el terciopelo.
—Mi dulce Lucy...
Chandelle Stuart alzó de golpe la cabeza. Jamás sabría que su mirada era como la que le había lanzado su padre en el lecho de muerte.
Se oyó otro trueno y pudo verse otro relámpago, que dibujó en la pared la sombra de una mujer inútil que estaba a punto de morir.
Fuera, en la oscuridad, llovía a cántaros.
De pie, junto a la ventana que daba a la calle Dieciséis, Jordan miraba las gotas que caían del cielo sobre aquella ciudad desde la que tan poco cielo se veía. Una lluvia que resbalaba sobre las luces y las maravillas de Nueva York sin lograr formar parte de ellas, y que acababa torpemente aprisionada en las alcantarillas como simple agua.
Una vez, vio una vieja película en la que actuaba Elliot Gould, titulada
Camino recto
. En los títulos de presentación, gracias a un truco cinematográfico, el protagonista andaba por una calle concurrida avanzando normalmente mientras los coches y la gente iban hacia atrás, como en una película proyectada al revés.
Así era como se sentía él en ese momento.
No sabía si su modo de andar era el adecuado, pero estaba seguro de que él y la gente que lo rodeaba no iban en la misma dirección. No podía evitar pensar en sí mismo como en un cuerpo extraño insertado a la fuerza en un lugar del que había formado parte y al que ya no pertenecía.
Cuál de los dos había rechazado al otro no tenía ninguna importancia en la dirección del viaje.
Se apartó de la ventana y se acercó a la mesita situada frente al sofá. Cogió el mando y encendió el televisor. La imagen llegó por el Eyewitness Channel, la emisora de televisión que transmitía noticias las veinticuatro horas del día. Pasaban una noticia grabada durante la tarde. En primer plano se veía a un reportero cuyo nombre no recordaba, con un micrófono en la mano. A sus espaldas, una enorme cristalera a través de la cual se entreveían aviones y un charco brillante de lluvia sobre la pista de un aeropuerto.
—Un gran número de personas ha venido al aeropuerto a recibir el féretro con el cadáver de Connor Slave, el cantante secuestrado en Roma y cruelmente asesinado hace una semana mientras se encontraba en compañía de su novia, Maureen Martini, comisario de la policía italiana. Se dispondrá una capilla ardiente para que sus admiradores, que ya sumaban centenares de miles en todo el país, puedan despedirse de él. Los funerales están previstos para...
Jordan bajó el volumen; dejó solo las imágenes y el sonido de la lluvia detrás de los cristales. Otro joven que no envejecería. Que sonreiría para siempre con un rostro sin arrugas desde una fotografía de porcelana colocada en una lápida.
... y líneas en la luna, que en la palma cada una es un lugar para olvidar...
La poesía de ese desafortunado artista reflejaba la amargura de Jordan. Con ese sexto sentido que da la lluvia cuando se prolonga desde hace horas, no le sorprendió que empezara a sonar el teléfono de su casa. Se quedó mirándolo, sin decidir si responder o no. Sus dudas las resolvió Lysa, que venía en bata por el pasillo y le tendía el inalámbrico.
—Es para ti.
Jordan se acercó y apoyó la oreja en el aparato todavía tibio por el contacto con la piel de Lysa.
—Jordan, habla Burroni. Tengo malas noticias.
—¿Qué ha ocurrido?
—Temo que ya tenemos a Lucy.
—¡Santo cielo! ¿Quién es?
—Agárrate fuerte. Chandelle Stuart. La han encontrado en su casa esta mañana.
—¿Dónde?
—En el Stuart Building, en Central Park West.
Jordan sintió las manos sudadas, como si la humedad de la lluvia que caía sobre los cristales hubiera logrado entrar en la habitación.
—Mierda. Esperaba que ese cabrón nos dejara un poco más de tiempo.
—Yo ya salgo para allá. ¿Quieres que pase a recogerte?
—Será mejor. Con esta lluvia no me parece conveniente usar la moto.
—De acuerdo. Ya salgo. En cinco minutos estaré ahí.
—Me visto y bajo.
De pie en medio de la habitación, Lysa lo miraba mientras se ponía la chaqueta de piel.
—Lamento que te hayan despertado, Lysa. No entiendo por qué no me han llamado al móvil.
—No te preocupes, no estaba durmiendo. ¿Problemas?
—Sí, han matado a otra persona, y todo hace pensar que este crimen tiene relación con el asesinato de mi sobrino.
—Lo lamento.
—También yo. Solo ruego que esta vez podamos encontrar algo que nos ayude a detener a ese loco.
Estaban el uno frente al otro en una casa que no pertenecía a ninguno de los dos, y Lysa tenía los ojos brillantes.
—Jordan, no sé qué se dice en estos casos.
—Me lo has dicho hace un momento. No es necesario decir nada más. Cualquier cosa que se diga ya se ha dicho centenares de veces.
Salió y cerró con delicadeza la puerta, como si el ruido de la hoja pudiera hacer pedazos el sentido de aquellas palabras. El ascensor no estaba en la planta del apartamento, así que decidió bajar por la escalera. Del piso de abajo no salía música. Pasó por delante de la puerta con un pensamiento piadoso hacia Connor Slave, que de ahora en adelante cantaría solo cuando alguien pulsara el botón PLAY en un equipo de música.
Llegó a la salida justo cuando el Ford de la policía, con Burroni al volante, se detenía al otro lado de la calle. Mientras cruzaba la calle corriendo, vio que se inclinaba para abrir la puerta de su lado. Subió al coche, que olía a moqueta húmeda y escay, y cerró la portezuela.