Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—Era una novela fantástica. No podía dejarla escapar.
—Y no se le escapó. Solo que con esa cifra podría haber comprado la producción entera de Scott Levine. Y después está la película que hizo. ¿Quiere que hablemos de ella?
—Era muy buena. El estreno en Los Ángeles fue glorioso.
—Pero la taquilla fue un desastre. Perdió ciento cincuenta millones de dólares para rodar un filme que dio apenas dieciocho, si no me equivoco. ¿Quiere que también hablemos de
Clowns
, el musical que iba a ser el nuevo
Cats
? Una producción de decenas de millones que nunca llegó a representarse. Escrito y dirigido por usted, con música de un pianista de club nocturno al que conoció en un crucero.
—¡Ese hombre era un genio!
El abogado hizo un gesto que excluía a su cliente del mundo de la realidad.
—Si eso es cierto, solo usted lo ha comprendido. El resto del mundo se obstina en hacerle tocar en un barco.
Orlik cerró la carpeta y volvió a dejarla sobre la mesa.
—Creo que es inútil continuar. Hay más casos como estos. Demasiados, y demasiado determinantes. Está todo aquí, documentado, en negro sobre blanco, a disposición de cualquier otro experto legal que usted desee consultar.
Chandelle tuvo un momento de vacilación, un instante en que casi se asemejó a un ser humano. Dejó caer los hombros y pareció derrotada, humillada, sobre todo consciente de las consecuencias de su elección.
—¿Cuánto me queda?
McIvory volvió a coger las riendas de la conversación.
—Debemos pagar los impuestos atrasados y saldar las últimas deudas con los bancos. Si se venden todas las obras de arte que hay aquí dentro, creo que quizá pueda quedarle este piso y... digamos... doscientos mil dólares. Sin embargo, creo también poder afirmar que ya no puede usted permitirse vivir en esta casa.
Los nervios de Chandelle Stuart saltaron definitivamente. Su voz salió estrangulada y tenía la cara morada de intentar gritar lo más fuerte posible.
—Esta es mi casa. Este es el Stuart Building, el edificio de mi familia. No puedo irme de aquí. No me iré nunca, ¿entiende? ¡Nunca!
Por un instante, McIvory temió que se le rompieran las cuerdas vocales. Su grito histérico era tan agudo que casi llegaba al ultrasonido. El abogado levantó un brazo y consultó la hora en su elegante Rolex Stelline, para no tener que ver la mirada de esos ojos inyectados en sangre.
—Pero nosotros sí. Debemos marcharnos. Creo que le conviene quedarse un rato a solas para reflexionar sobre lo que le hemos dicho. Buenas noches, señorita Stuart.
Los dos abogados se pusieron de pie. Ahora que por fin se había cumplido el deseo de ambos profesionales, alimentado durante años, de propinar un par de buenos bofetones morales a esa mujer presumida y altanera, tenía un sabor amargo. No se sentían responsables del desastre financiero de su cliente, que a pesar de sus consejos había sido un ejemplo de obstinada autodestrucción. Estaban desconcertados por el absoluto vacío con el que se habían encontrado por enésima vez, incluso ahora que le habían arrojado a la cara que su vida, tal como la había vivido, había terminado para siempre.
Jason McIvory y Robert Orlik dieron media vuelta y se dirigieron hacia el ascensor, que llegaba directamente a la sala. Al ver que se marchaban, Chandelle se sintió perdida. La ira se convirtió en miedo, en una sensación viscosa y helada en el estómago. Por primera vez en su vida sintió que ya no dominaba el mundo, sino que esa sombra oscura que notaba encima y por dentro era la del mundo que se cernía sobre ella.
Dio unos pasos frenéticos y se interpuso entre los dos abogados y el ascensor. Aferró a Orlik por un brazo. Jamás habrían imaginado que oirían una voz implorante salir de la boca de aquella mujer.
—Esperen. Quizá podamos hablar. Mañana iré a su despacho y conseguiremos ponerlo todo en orden. Si vendemos la casa de Aspen y tal vez el rancho y todos los terrenos...
Pese a la habitual indiferencia producto de años de profesión, Robert Orlik tuvo por un segundo la tentación de mostrar algo de compasión por aquella niña rica y mimada, que se había encontrado al nacer en el paraíso terrenal y por estupidez lo había destruido con sus propias manos.
—Señorita, usted ya no tiene una casa en Aspen ni mucho menos un rancho y terrenos. Se vendieron, por orden suya, para financiar alguna película o cualquier otra empresa irrealizable. No sé cómo decírselo, Chandelle, pero usted ya no tiene nada.
Volvió la furia; fue otra tempestad tras un breve instante de calma.
—Es todo culpa de ustedes, malditos ladrones hijoputas. Me las pagarán, mamones de mierda. Ustedes y su bufete de maricones inútiles. ¿Han entendido lo que acabo de decirles? Haré que los expulsen del Colegio de Abogados. Haré que acaben en la cárcel.
La nueva explosión de ira hizo que se derrumbara la frágil pared de compasión de los dos abogados. Cualquier sentimiento que Chandelle Stuart pudiera despertar fue abatido por el feroz soplido del lobo.
La puerta del ascensor se abrió al fin ante ellos. Mientras Orlik entraba, McIvory se detuvo un instante en el umbral y se volvió hacia la mujer que lo miraba con la cara desfigurada por la ira y la impotencia.
—Hay algo que deseo decirle desde hace años. Usted ya no es una jovencita, así que permítame que me exprese por un momento en su lenguaje habitual.
Su sonrisa era cortés y profesional. El tono de voz, casi inaudible, como corresponde a una cautelosa, gratificante y anhelada venganza.
—Váyase a tomar por culo, señorita Stuart. Y para serle sincero, ni siquiera es un buen culo.
Chandelle Stuart se quedó por un instante sin aliento. Su boca dibujó una O perfecta en el estupor de su rostro. Sus ojos parecían salirse de las órbitas mientras buscaba las palabras que no lograba encontrar.
Desde el ascensor, lo último que vieron Jason McIvory y Robert Orlik, antes de que se cerrara la puerta, fue la figura de una mujer parecida a una arpía que se precipitaba hacia el gran piano de cola que había a sus espaldas, buscando desesperadamente algo que arrojarles.
Cuando se puso en marcha, guardaron silencio pero ambos se preguntaban cuánto debía de valer el jarrón chino que Chandelle Stuart sostenía en la mano y que acababan de oír cómo se estrellaba contra las puertas del ascensor.
Tras su arrebato de cólera, Chandelle Stuart quedó a solas con la nada.
Sus zapatos de Prada parecían los más indicados para emprenderla a patadas con los pedazos de un jarrón chino cuyo valor ignoraba por completo, como había ignorado el valor de la vida que sistemáticamente había arrojado por la borda. Pero en ese momento, la ironía necesaria para apreciar el sentido de ese gesto estaba muy lejos de su estado de ánimo.
Parecía que la ira hubiera multiplicado sus fuerzas. Cegada por la furia, se arrancó el vestido ligero que llevaba, y arrojó los jirones con violencia contra las paredes.
Se quedó solo con el sostén y unas bragas de encaje negro, además de las medias. Su cuerpo delgado y extremadamente pálido, aunque joven, mostraba la piel envejecida de quien lleva una vida fácil pero disoluta.
Empezó a andar por la casa, retorciéndose las manos.
Todo lo que lograba recordar, la única imagen que tenía ante sí, como proyectada sobre una pantalla, era la odiosa expresión de aquellos dos supuestos abogados.
Jason McIvory y Robert Orlik, dos malditos e inútiles hijoputas nacidos de la grandísima puta de su madre. Siempre los había odiado, desde el momento en que los vio a su lado en la lectura del testamento de su padre. Odió su sonrisa solapada cuando supieron por boca del notario que ella había sido casi desheredada. Negros y funestos como dos buitres, encaramados sobre sus sillas, con el pico curvo, a la espera de abalanzarse sobre la carroña todavía caliente de ese otro hijo de la gran puta que había sido su padre.
Todavía lo veía frente a ella, con su dinero y su patética simulación de la figura paterna, y su voz tranquila que se había visto obligada a soportar durante años, mientras él jodía con todas las furcias que se le cruzaban en el camino.
Maldito también él por toda la eternidad.
Chandelle alzó la cabeza hacia el techo, hacia una figura que flotaba en su recuerdo y que solo su inestable mente podía sentir como una verdadera presencia. Inició un diálogo a gritos con la nada, una función que, de haber sido una ficción, habría resultado la mejor interpretación de su vida.
—¿Me oyes, Avedon Lee Stuart? ¿Me oyes, puñetero de mierda? Espero que puedas oírme desde el infierno al que te he mandado. Espero que sepas que fui yo quien te mandó a la tumba. Lo deseo con todas mis fuerzas. Lo deseo tanto que me mataría para poder decírtelo en persona. Pero no tendrás esa satisfacción. ¿Me oyes? Quémate tranquilamente en el infierno mientras puedas, porque cuando yo llegue te parecerá que estabas en el paraíso.
Perdida en ese histérico delirio, Chandelle se puso a saltar por el piso, mientras seguía desnudándose con frenesí hasta que se quedó solo con las bragas. Había llegado a su habitación que, como el resto de la casa, hablaba de dinero gastado a espuertas y de una vida disipada. La desnudez no la aplacó, ni la imagen reflejada en el gran espejo que se alzaba ante ella y que le mostraba a una mujer flaca, con unos senos pequeños y un poco marchitos, delgada casi hasta la anorexia y con el pubis completamente afeitado. Había una inocencia falsa y blasfema en su cuerpo desnudo, una fragilidad que desmentía su cara trastornada, con la mirada alterada y un hilo de saliva en las comisuras de la boca.
—Querías que estuviera a la altura de nuestra familia, ¿verdad? Me pedías que viviera... ¿cómo lo decías?
Estiró las piernas, apoyó las manos en los costados y levantó la pelvis. Trató de cambiar su voz estridente por una más profunda, y su cuerpo desnudo hizo un grotesco intento de imitar a una figura masculina.
—Ah, sí... Vivir según los principios en que se basa desde siempre la imagen pública de los Stuart.
Su voz volvió a llenarse de palabras ahogadas en una carcajada histérica.
—¿Sabes qué he hecho yo, en cambio? Me he dejado follar por todos, todos los que he querido, todos los que se me ha antojado. ¿Me oyes, gran señor Stuart? Espero que esa mirada que me lanzaste antes de morir fuera porque sabías que fui yo quien te arrojó a ese lago de mierda en el que todavía estás nadando. Yo, tu hija, soy una puta. Yo, tu hija, soy quien te ha matado.
Este último grito de Chandelle se apagó como si la energía surgida de su crisis nerviosa se hubiera agotado de golpe. Se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos y las piernas abiertos, extenuada, aplacada, crucificada por su desesperación por aquella vida que la fortuna había desplegado delante de ella como un tapete rojo y que había resultado ser una trampa sin salida.
El contacto con la superficie del cubrecama de raso hizo que se estremeciera; sintió que los pezones se contraían con esa sensación de frescor que pronto se transformó en frío. Tendió una mano, cogió un borde de la colcha y se envolvió.
Lo que era un recuerdo de su vida pasada se convirtió en su única revancha contra el presente. Cerró los párpados y, en la oscuridad de sus ojos y su alma, empezaron a sucederse las imágenes de lo que ocho años atrás le había hecho su padre.
Tras morir su madre, Elisabeth, en un accidente de coche en los alrededores de la casa de montaña de la familia, a su padre no se le ocurrió otra cosa que sufrir una apoplejía. No por el dolor de la pérdida, sino porque entre los hierros retorcidos del coche se encontró, además del cadáver de la mujer, el de un joven profesor de esquí de Aspen, sentado en el asiento del conductor y con los pantalones bajados. Hasta un imbécil habría sabido que el coche se salió de la carretera porque en ese momento la pasajera estaba haciéndole una mamada al conductor. Y desde luego, el periodista que acudió al lugar del accidente no era imbécil. Escribió una nota que fue su fortuna y la causa del ataque que casi acabó con el último y desprevenido representante de la dinastía de los Stuart. El mundo de las finanzas, y no solo él, dio la espalda a Avedon Lee Stuart y a sus tan invocados principios que desde siempre habían sido la base de la imagen pública de su familia.
Lo internaron de urgencia y lo salvaron in extremis, aunque quedó casi completamente paralizado del lado derecho. Cuando los médicos creyeron que estaba fuera de peligro, Stuart decidió pasar el período de convalecencia en el piso de la familia, atendido por una multitud de enfermeras demasiado bien pagadas que se afanaban por atenderlo lo mejor posible.
Chandelle vivió la muerte de la madre con absoluta indiferencia, aunque en los funerales consiguió mostrar la expresión de circunstancias que corresponde a tan triste pérdida. La enfermedad del padre, reducido a una figura torcida, casi cubista, la llenó, en cambio, de asco y repulsión. Se encontraba en la casa con esa especie de hombre, tendido en una cama, alimentado con suero porque la boca fruncida de un lado le impedía ingerir cualquier cosa, con un perenne hilo de baba que le caía por un lado.
Nunca había querido a su padre, pero ahora ese ser en el que se había transformado le daba asco. Su repulsión y su mente perversa se aliaron para urdir un plan. Chandelle no tuvo el menor dilema moral. Pensó que era algo totalmente normal, la única solución para resolver sus problemas de una vez por todas. Tras unas pocas pero escogidas investigaciones, empezó a cuidar personalmente a quien en su interior definía con mofa como «el querido convaleciente».
Se transformó de repente en una hija devota y preocupada.
Con la excusa de atender personalmente a su padre, muchas veces reemplazaba a las enfermeras, mucho más interesadas en cobrar que en velar por él. Descubrió que había una vitamina que aumentaba considerablemente la coagulación de la sangre. Cada vez que se quedaba a solas con él, aprovechando los momentos en que se adormecía, inyectaba cantidades masivas de esta vitamina en la cánula del suero que le alimentaba.
Chandelle recordaba perfectamente la noche en que, después de la enésima dosis, su padre abrió los ojos y la vio de pie junto a la cama con la jeringa en la mano. Un instante después su mirada se perdió en el vacío del que ve que llega el final y solo puede aceptarlo para poner fin al miedo a la muerte.
Fascinada, Chandelle siguió las variaciones del diagrama que mostraban los latidos del corazón del enfermo en un monitor situado a un lado de la cama. Vio cómo disminuían progresivamente, hasta que finalmente comprobó con sus propios ojos que el corazón había dejado de latir.