El tercer lado de los ojos (38 page)

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Authors: Giorgio Faletti

—Sí que puedes, Maureen. Eres una mujer fuerte y no estás sola, ahora. Y sobre todo no estás loca. Yo lo sé y te creo. Ya verás como tarde o temprano todo esto terminará.

Maureen no tuvo tiempo de responder, porque en ese momento un hombre alto y delgado que llevaba un perfecto traje oscuro se acercó a la mesa y se dirigió a Jordan.

—Señor, si esta encantadora criatura que tiene delante le está diciendo que es usted guapísimo, no le crea. Se lo dice a todos los hombres que conoce.

Jordan no lo entendió, pero cuando vio una sonrisa en la boca de Maureen se alegró de que esa extraña intervención pusiera fin a un momento difícil.

—Jordan, te presento al doctor Roscoe, el cirujano que me operó. Gracias a él ahora veo. William, Jordan Marsalis, un queridísimo amigo.

Roscoe tendió la mano a Jordan y se la estrechó con una calidez que le hizo pensar que era un hombre sincero y seguro de sí mismo.

—Lamento haberlos molestado, pero debe usted saber que nosotros, los médicos, somos un poco divos. Nos gusta disfrutar de nuestros éxitos. A veces es inoportuno, pero humanamente comprensible.

Roscoe volvió su atención hacia Maureen.

—¿Todo bien con tus ojos, comisario?

—Todo perfecto. Todavía no sé cómo agradecértelo.

El cirujano no se percató de que el entusiasmo de Maureen era algo forzado, ni vio la sombra que pasó por el semblante de la mujer mientras decía esas palabras. Jordan, en cambio, sí lo vio y se preguntó cuál sería la reacción de Roscoe si se enterara de los efectos secundarios que había provocado la operación.

—Maureen, creo que tu intervención ha sido uno de los casos más importantes de mi vida. Aparte de la satisfacción profesional, me ha abierto las puertas del sanctasanctórum de la cocina de Nueva York. Tu padre me ha dado un crédito prácticamente ilimitado, que me avergüenza aprovechar... —Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa inocente—. Por lo que me limito a venir solo días alternos.

Jordan señaló la silla libre que había a su lado.

—Nosotros casi hemos terminado, pero si quiere usted sentarse...

El rostro de William Roscoe se puso serio. Señaló con una mirada una mesa donde estaban sentados dos hombres de edad madura, elegantes, correctos y un poco rígidos.

—Esos dos talentos de la medicina sentados a aquella mesa no me lo perdonarían nunca. Es increíble cómo la ciencia suele anular el sentido del humor en las personas.

Se apartó de la mesa con una expresión de complicidad. Quizá había malinterpretado que estuvieran los dos juntos en aquel lugar, pero ni Jordan ni Maureen consideraron oportuno aclararlo.

—Muy bien. Sed felices, vosotros que podéis.

Se volvió, y con andar elegante, acompañado por la ropa igualmente elegante, volvió a la mesa donde lo aguardaban sus colegas, que estaban enfrascados en la lectura de un gran menú forrado en piel.

Jordan y Maureen no tuvieron tiempo de hacer comentarios sobre el doctor Roscoe, porque el teléfono que Jordan había dejado sobre la mesa emitió de nuevo el zumbido de la vibración.

Esta vez aparecía el número en el visor, y Jordan lo reconoció de inmediato. Experimentó una sensación de vacío, porque sabía quién estaba al otro lado de la línea. Por un instante tuvo la tentación de no atender la llamada. Miró a su alrededor, incómodo.

Maureen se dio cuenta de su turbación y señaló el móvil con la mano.

—Responde; podría ser importante.

«No sabes cuánto. Y no sabes cuánto temo que pueda serlo.»

Activó la llamada y enseguida salió por el micrófono del aparato la voz que deseaba y que al mismo tiempo temía oír.

—Jordan, soy Lysa.

No había olvidado su mirada cuando la noche anterior lo vio abrazado a Maureen. No podía, porque no había olvidado lo que él había sentido al verla. Respondió de modo casi telegráfico, no porque no tuviera palabras sino porque temía pronunciarlas.

—Dime.

—Necesito hablarte. Es muy importante.

—Bien. Mañana por la mañana te llam...

—No, Jordan. No me he explicado bien. Es muy importante y muy urgente. Necesito hablarte ahora. Mañana no tendré el valor de hacerlo.

Jordan miró a Maureen. Ella entendió y le hizo una seña afirmativa con la cabeza.

Ahora Jordan ya no tenía donde esconderse. Miró el reloj. Calculó mentalmente el tiempo que tardaría en hacer en moto el trayecto hasta la calle Dieciséis.

—Bien. Puedo llegar en veinte minutos.

Cortó la comunicación y se quedó un instante mirando el teléfono, como si fuera un oráculo y de un momento a otro pudiera aparecer en la pequeña pantalla la solución a todos sus problemas.

La voz de Maureen lo devolvió al lugar en el que se hallaba y lo distrajo por un momento de pensar en el lugar al que debía ir.

—¿Problemas?

—No exactamente. Un asunto personal, que no tiene nada que ver con esta historia.

—Entonces vete. No te preocupes por mí, aquí me siento como en casa. Aprovecharé la ausencia de mi padre para jugar un poco a la patrona.

Jordan se levantó de la mesa. Era alto y fuerte pero en ese momento Maureen vio en su cara la turbación de un niño.

—Hablamos mañana. Creo que deberemos vernos para planear una estrategia, como suele decirse en estos casos.

—De acuerdo. Ahora vete, que de tus veinte minutos ya han pasado tres.

Mientras miraba cómo llegaba al guardarropa y retiraba el abrigo de piel y el casco, por intuición femenina Maureen se dijo que cuando un hombre tiene esa expresión en la cara siempre se debe a problemas del corazón. Por ello no le costaba creer que se trataba de algo que no guardaba ninguna relación con aquella historia.

Ni ella ni Jordan podían saber qué equivocada era esta última afirmación.

38

Jordan detuvo la Ducati frente a la puerta de entrada de la casa, apagó el motor y apoyó la moto sobre el soporte. Se quitó el casco y se quedó en la sombra mirando el cristal iluminado de la puerta, como si se le hubiera concedido el don de leer su futuro sobre la superficie brillante. No llevaba encima la llave; además, aunque la hubiera llevado, no habría subido y abierto la puerta como si entre él y Lysa nada hubiera cambiado.

Se apeó de la moto y se acercó al portero automático, con el casco en la mano.

Allí, exactamente en ese lugar y más o menos a esa hora, no hacía mucho tiempo, había usado el casco como arma para defenderse de la agresión de Lord y sus amigos; después, volvió a su apartamento con un ojo morado y la nariz chorreando sangre sobre la camisa. Allí se encontró con Lysa, con su tranquilidad ante lo imprevisto y su ironía ante la sorpresa de aquel intruso que la veía desnuda en el cuarto de baño.

«¿Siempre pierde sangre por la nariz cuando se siente incómodo?»

Recordaba muy bien sus palabras, su rostro, sus ojos y lo que había bajo el albornoz cuando lo abrió, y habría preferido que todo aquello no sucediera.

Sin embargo, las cosas suceden.

Se dicen palabras que dejan consecuencias y significados. Se hacen gestos que pueden herir, adrede o sin querer.

O por el simple temor a ser heridos.

Así había sido él con Lysa y así había sido Lysa con él. Cuál de los dos había dado el primer paso, de huida o de acercamiento, no tenía importancia en aquel momento.

Jordan era un hombre que había visto la muerte, tendida en el suelo o salpicada de sangre en las paredes; había disparado a otros hombres, y otros hombres le habían disparado a él.

Había matado.

Sin embargo, en ese momento, mientras iba a pulsar el botón situado junto a la etiqueta con el nombre de ella, se sentía indefenso ante lo que no había comprendido de Lysa, pero sobre todo ante las cosas que no había comprendido y aceptado de sí mismo.

Se decidió y pulsó el botón. Tal vez ella le había visto desde la ventana, porque la respuesta fue casi instantánea.

—Ya bajo.

A pesar suyo, Jordan se sintió aliviado. Desde un punto de vista emotivo, le resultaba agradable la idea de estar en casa a solas con ella, pero su instinto era como el de un animal cualquiera, que cuando puede elegir prefiere siempre la fuga.

Jordan oyó el chasquido de la cerradura y poco después Lysa apareció tal como él la había visto siempre.

Hermosa, sensual y detrás de un cristal.

Al cabo de un instante, Lysa salió por la puerta y acabó con su pobre metáfora; estaba hermosísima y cercana.

—Hola —dijo ella sencillamente.

—Hola —respondió él.

Jordan vio que, al contrario que de costumbre, Lysa evitaba mirarlo a la cara. Tenía el aspecto cansado de alguien que duerme poco y piensa demasiado. Y los ojos, esos ojos que tenían el color de la imaginación, parecían apagados mientras seguían puntos que solo ella parecía ver.

—¿Ya has comido?

—Sí, estaba cenando cuando me llamaste.

«¿Estabas cenando con ella?»

Eso habría querido preguntar Lysa, pero se tragó la pregunta, aunque notó en la boca el gusto amargo de esas palabras no dichas.

—Lamento haberte molestado.

—No importa. Ya había terminado.

Lysa señaló con la cabeza los ventanales iluminados del restaurante, al otro lado de la calle.

—¿Te apetece un café?

A Jordan le agradó la propuesta. En casa se habrían sentido solos; entre la gente podían hacerse la ilusión de estar juntos.

—Un café sería perfecto.

Cruzaron el uno junto al otro, en la penumbra, en silencio. Jordan con el peso del casco en una mano, y Lysa con el de lo que llevaba dentro, fuera lo que fuese. Al acercarse, la luz de la ventana del local les devolvió poco a poco los rasgos, una cara, una figura, después de ese pequeño trayecto en el anonimato de las sombras de la calle.

Luego todo ocurrió muy rápido.

Jordan oyó el ruido de una moto y enseguida, de detrás del edificio, junto al cruce que había a su izquierda, apareció la silueta de una Honda azul y blanca que llevaba a dos personas con cascos integrales.

El conductor frenó bruscamente y Jordan vio que la moto daba un coletazo a causa del frenazo. La persona que iba detrás levantó hacia ellos un brazo enfundado en una chaqueta de piel.

Aunque no había visto la pistola, Jordan supo enseguida lo que iba a suceder, y actuó con rapidez. Sintió en el oído y en el estómago el ruido inconfundible de un disparo mientras cogía a Lysa y la empujaba al suelo. Se echó sobre ella para cubrirla con su cuerpo.

Luego hubo otros disparos en rápida sucesión.

Jordan oyó que algo pasaba zumbando sobre su cabeza, y luego llovieron sobre ellos unos cascotes de la pared, que había sido alcanzada por las balas.

Después se oyó el estruendo de un motor que aceleraba violentamente y el chirrido de neumáticos sobre el asfalto, mientras la moto daba una vuelta que provocó la frenada seca y el bocinazo de un par de coches que venían por el otro lado de la calle.

Jordan alzó la cabeza, aturdido por el silencio que se hizo después del ruido de los disparos. Sentía la camisa húmeda y pegajosa en la parte derecha del pecho. Se levantó y se apartó, para que Lysa pudiera respirar.

—¿Estás bien?

Lysa alzó todo lo que pudo la cabeza del suelo, tratando de alcanzar con la mirada alguna parte de su cuerpo. Jordan siguió la dirección de sus ojos y vio una mancha roja que se ensanchaba en la parte izquierda de su tórax y bajaba como una mano escarlata a acariciarle el pecho.

—Jordan, yo...

En un instante se puso de rodillas a su lado. Trató de encontrar el tono más tranquilizador que pudo.

—Calla, no hables. Todo saldrá bien.

Le abrió la blusa y vio que la bala había dado en la parte inferior del hombro, apenas un poco por encima del corazón. Acercó su cara a la de Lysa. Por la magia oscura del dolor, el color había vuelto a sus ojos, pero la luz se iba perdiendo.

—Lysa, ¿me oyes? No es grave, te pondrás bien. Aguanta. Ya llega una ambulancia.

Lysa no podía hablar, pero afirmó cerrando y abriendo los ojos.

En ese momento Annette salió corriendo del restaurante con una servilleta en la mano. Jordan pensó con gratitud que en aquella confusión era la única que tenía el valor de hacerlo. Cogió la servilleta, la dobló y la oprimió contra la herida de Lysa, que respondió con una mueca de dolor.

—Annette, ven, haz lo que estoy haciendo yo. Hay que detener la hemorragia.

Jordan se puso en pie, sacó del bolsillo el móvil y lo puso en la abertura delantera del delantal verde de la camarera.

—Llama al 911 y cuenta lo que ha pasado. Yo te llamaré en cuanto termine.

Cogió el casco y se lo puso sin abrochárselo mientras corría hacia la Ducati. La arrancó y salió zumbando. Pasó el cruce como un proyectil; tuvo que esquivar un pequeño vehículo verde con el logo de un servicio de catering cuyo conductor se vio obligado a hacer un brusco giro hacia el bordillo.

Jordan se metió en el tráfico, tratando de razonar mientras continuaba acelerando.

Era bastante improbable que la Honda hubiera cogido alguna de las calles laterales en dirección este, ya que eso significaba meterse en una maraña de cruces y semáforos. Y pasarse alguno en rojo o recorrer esas calles a toda velocidad equivalía a tener detrás en poco tiempo un coche de la policía.

Era más probable que los agresores hubieran seguido hacia el sur y cogido la Undécima Avenida, donde había menos tráfico y la velocidad era mucho más permisiva. La ventaja que le llevaban era casi insuperable, pero Jordan confiaba en lo que parecía imposible y que a veces el destino se digna conceder, tanto para bien como para mal.

Se introdujo en la gran arteria que bordeaba el río Hudson y bajó hacia el centro a la altura de la calle Catorce, donde la noche anterior con el arresto de Julius Whong habían puesto fin a una serie de muertes.

La Ducati roja corría a 150 kilómetros por hora, esquivando coches con la agilidad de la muleta de un torero; Jordan la conducía con angustia y con rabia.

La visión de la mancha roja que se agrandaba sobre la blusa de Lysa, quitándole la vida para ofrecerla al asfalto, lo había trastornado. No sabía quiénes iban en la Honda, pero estaba bastante claro que iban a por él y que por culpa de eso habían atacado a una persona que no tenía nada que ver.

A la altura del Pier 40 vio que la calle se estrechaba debido a unas obras, que estaban indicadas con letreros progresivos de advertencia y una fila de conos de plástico amarillo. Se había formado un pequeño atasco y, mientras se acercaba a él, Jordan pudo ver el faro posterior de una moto que se abría paso ágilmente entre los coches.

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