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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (49 page)

Hacía un rato había recordado que Chandelle Stuart, en la foto del anuario del college, llevaba un par de gafas, y por su posición podía verse que el cristal era grueso. En su casa, sin embargo, no había rastro de gafas ni de estuches de lentes de contacto ni de frascos de la solución salina que suele usarse para lavarlos.

La carpeta que ahora miraba Jordan informaba del éxito de una operación quirúrgica para reducir la miopía, efectuada con láser en el hospital Holy Faith.

Estaba confundido, y para aclarar sus ideas necesitaba hablar con la persona a la que había visto en la filmación y que salía del Stuart Building la mañana después de la muerte de Chandelle Stuart. Quizá fuera solo una casualidad y hubiera una explicación razonable; no obstante, tenía curiosidad por saber qué hacía en ese lugar a esa hora y justo ese día.

Era una pregunta que solo podía responder él, el elegante e irónico profesor William Roscoe, que con toda probabilidad era también la persona que había pedido unos cheques al Chase Manhattan Bank con el nombre de John Ridley Evenge. Podía ser una casualidad, pero si se escribía el segundo apellido con la inicial, como se suele hacer en Estados Unidos, se convertía en John R. Evenge.

Revenge
.

Venganza.

48

—Venganza. Ese es el único motivo. Y creo que nadie mejor que tú puede comprenderlo.

Maureen guardó silencio, tratando de no dejarse atraer e hipnotizar por el ojo negro de la pistola que la apuntaba.

La voz de William Roscoe se hizo insinuante, descriptiva, pérfida.

—Dime una cosa, Maureen. Cuando ese asesino mató a Connor Slave ante tus ojos, junto con el dolor ¿no nacieron al mismo tiempo en tu interior un odio atroz y el deseo obsesivo de vengarte? ¿No sientes en este mismo momento el deseo de tenerlo frente a ti y hacerle pagar todos los sufrimientos que has pasado y que deberás soportar durante el resto de tu vida?

«Sí, con todas mis fuerzas», pensó.

—Sí, pero no es algo que realmente me corresponda hacer a mí —mintió.

Roscoe sonrió.

—No sabes mentir, Maureen. Se ha encendido la luz del odio en tus ojos. Sé reconocerla, porque conozco el odio y porque esos ojos te los he dado yo.

Aunque la tenía en su poder, por un motivo que no conseguía comprender, William Roscoe se quedó perplejo durante unos instantes, como si decidiera qué camino seguir, y esperara que Maureen se recobrara por completo y se levantara del suelo.

—¿Estás bien?

Incluso en esa situación su voz expresaba la preocupación del médico. Maureen respondió con un movimiento de cabeza; la voz todavía se escondía en su garganta.

Cuando se puso de pie, Roscoe le señaló con el cañón de la pistola la cortina que había detrás.

—Allí.

Maureen la apartó y descubrió que, del otro lado de la cortina, la habitación se prolongaba por un pasillo estrecho hacia el resto de la casa. Notó el cañón de la pistola apoyado en su espalda. A la escasa luz que pasaba entre las cortinas abiertas, le pareció adivinar, en el otro extremo, la silueta de una puerta de cristal que daba a una galería. No logró confirmarlo, porque Roscoe le ordenó que se detuviera ante otra puerta, sobre la pared izquierda, en la que incluso a pesar de la penumbra se veía un pesado blindaje.

Roscoe se acercó a un aparato adosado a la pared, junto al umbral; apoyó la palma abierta de la mano en un visor, y la puerta de seguridad se abrió. La luz se encendió automáticamente e iluminó una escalera bastante empinada que bajaba.

Como antes, William Roscoe le indicó la dirección.

—Baja.

Maureen le precedió por dos tramos de escalones que llevaban al subsuelo y desembocaban en un enorme espacio embaldosado de blanco, que ocupaba todo el semisótano de la casa. Cuando se asomó a la pequeña galería con barandilla que había inmediatamente después de la puerta, se quedó impresionada. Iluminado por la luz de los plafones que estaban arriba, había ante ella un auténtico laboratorio de investigación, lleno de máquinas e instrumentos que no sabía para qué servían pero que daban la impresión de ser muy costosos y avanzados. La pared de la derecha estaba ocupada por un largo mostrador sobre el que había varios ordenadores y un enorme microscopio electrónico conectado a monitores de fibra óptica. En el centro, como una isla, otro espacio de trabajo ocupado por equipos especiales para usar en zonas esterilizadas. La pared de la izquierda era, hasta la mitad de su longitud, un cristal opaco; al otro lado se adivinaba un espacio refrigerado, iluminado por luces azuladas de neón.

—Mi laboratorio privado, la cueva de Fausto. Bonito, ¿verdad?

Después de bajar los últimos escalones, Roscoe indicó con un gesto de la mano izquierda todo lo que los rodeaba. Pese a ello, Maureen observó que la dirección de la pistola no se había apartado ni un milímetro de su estómago.

—Es en lugares como este donde se revoluciona la ciencia. Aunque a veces solo sea una ilusión.

Señaló el gran vidrio, del otro lado del cual hasta la luz de neón parecía congelada.

—Eso que ves es en realidad solo un gran frigorífico, alimentado con nitrógeno líquido, donde se conservan los embriones ultra congelados a unos doscientos grados bajo cero. A esa temperatura, una rosa se rompe como si fuera de cristal y un ser humano que aspirara una bocanada de aire no viviría lo suficiente para exhalarla.

Maureen observó, al lado del frigorífico, unas bombonas presurizadas sobre las que había unos manómetros, de los cuales salían gruesos tubos que se introducían por un costado de la maquinaria y seguían en el interior de la sala frigorífica, de modo que la temperatura se mantuviera constante. Mientras hablaban atravesaron el laboratorio hasta la pared opuesta a la entrada. Roscoe la obligó a sentarse en un sillón con ruedas colocado ante un ordenador. Desapareció de su campo visual, le pidió que pasara los brazos por detrás del respaldo y le sujetó las manos con cinta adhesiva alrededor de las muñecas.

Luego volvió a situarse frente a Maureen, con una expresión de conmiseración por la mezquindad del mundo.

—Todos los científicos cometen un error. Persiguen el conocimiento esperando que un día la ciencia los haga semejantes a Dios. Qué estúpidos.

Roscoe la miró a los ojos y Maureen, por primera vez, tuvo la certeza de ver en ellos la llama de la locura.

—Cada nuevo conocimiento no hace más que ponernos ante una nueva ignorancia. Una espiral sin fin. Lo único que puede hacernos superiores a Dios es la justicia.

Maureen lo contradijo antes de reparar en la pertinencia de sus palabras.

—Sin embargo, la justicia humana es la única con la que contamos.

—Lo único con que pueden contar los seres humanos es con la ley. Y aplicando la ley no siempre se obtiene justicia.

Se apoyó con descuido en el mostrador que estaba a sus espaldas; sostenía la pistola con la mano derecha y la observaba como si fuera un extraño adorno en vez de un arma. Cuando al fin Maureen le preguntó el motivo de todas aquellas muertes absurdas, la respuesta fue seca, concisa, punzante como su significado.

—Venganza.

Y ahora había llegado el momento de rendir cuentas, cuando ambos mostraran sus cartas y cada uno tuviera la respuesta que buscaba.

Maureen solo quería saber por qué, y Roscoe solo quería saber cómo.

Fue él el primero en hablar, con voz distraída, casi indiferente.

—¿Quién sabe que estás aquí?

—Nadie.

—¿Por qué motivo debería creerte?

—El motivo está estrechamente ligado a la forma en que descubrí que fuiste tú quien mató a Gerald Marsalis.

—¿Es decir?

Maureen contaba con que, tarde o temprano, Jordan escucharía su mensaje y actuaría en consecuencia. Roscoe era un asesino pero sobre todo era un médico y un científico. Había un solo modo de ganar tiempo: estimular su curiosidad contándole la singular experiencia que había vivido como consecuencia directa de la intervención que él le había practicado.

—Te parecerá increíble, pero te he visto mientras lo matabas.

Roscoe la miró un instante, como si de pronto se hubiera prendido fuego ante sus ojos; luego soltó una carcajada.

—¿Que tú me has...? Por favor, no me hagas reír.

—Acabo de hacerlo. Te lo dije, pero no me creíste. ¿Recuerdas cuando te telefoneé para preguntarte si conocías la identidad del donante?

—Sí, lo recuerdo muy bien.

—Creo que la persona a la que le extrajeron las córneas que has utilizado en mí era Gerald Marsalis.

—¿Y por qué crees eso?

—Porque cuando abrí los ojos empezaron a atormentarme... y el término es exacto... ciertas imágenes de su vida.

—¿Me tomas el pelo? ¿Piensas que estás en un episodio de Expediente X?

—Desde luego que no. En ese caso me habría bastado apagar el televisor para que terminara todo. Pero no ha sido tan simple.

—Maureen, como científico me veo obligado a creer solo en lo que toco y en lo que veo con mis propios ojos.

—Esta vez deberás creer lo que he visto yo con los ojos de otro. Estoy aquí y me parece prueba suficiente. Hace poco, cuando caí al suelo frente a ti, tuve uno de esos momentos. Y te vi de nuevo. La puerta de la casa estaba cerrada. Llevabas un chándal de felpa con capucha y, cuando Gerald abrió, saliste de la sombra del rellano con una pistola en la mano. Él estaba completamente pintado de rojo.

Roscoe se quedó sin palabras. Todas sus certezas de investigador se desmoronaron de golpe, junto con sus certezas de hombre.

—Es increíble...

—Increíble es la palabra justa, William. Por eso no le he dicho a nadie que venía aquí. ¿Cómo crees que reaccionaría cualquiera a quien le contara que había visto con los ojos de un muerto a su asesino?

Maureen esperaba que su argumentación fuera lo bastante convincente. No obstante, debía ofrecer una versión reducida de los hechos y no hacer alusión a ninguna de las otras imágenes que había visto, sobre todo las referentes a Thelma Ross y los descubrimientos relacionados con ella. De lo contrario, revelaría que otras personas estaban al corriente de sus percepciones y de su presencia en aquel lugar. En el mejor de los casos, Roscoe podría dejarla atada a la silla y huir.

En el peor...

El investigador se quedó completamente anonadado por lo que acababa de oír, que abría un nuevo y fascinante campo que explorar.

—Debe de haber un mensaje escrito en las células, una especie de impronta, un vínculo neuronal que de algún modo se conserva, al margen del individuo. Todo esto es fantástico. Juntos podríamos descubrirlo y llegar a...

Maureen lo interrumpió de nuevo.

—¿Juntos?

—Pues claro. Para una investigación como esta debo tenerte a mi disposición para los análisis y las pruebas que tendré que realizar.

—¿Cómo sabes que colaboraré contigo?

De pronto Roscoe pareció recordar quiénes eran y por qué se encontraban en esa situación. Ella era una policía atada a una silla y él un asesino que tenía en la mano una pistola apuntando a su cabeza.

No obstante, como en sus encuentros anteriores, consiguió dar una nota de ironía a sus palabras.

—¿Que cómo lo sé? Por un detalle, simple pero muy significativo. Soy el único que sabe dónde está el cultivo de células estaminales que se necesitan para seguir tu terapia. Si me denuncias, nunca te diré dónde están. Si me privas de la justicia que he buscado, volverás a encontrarte en el estado en que te conocí.

Sus últimas palabras salieron más frías que el gas que introducía en sus frigoríficos.

—En el preciso instante en que Julius Whong recupere la libertad, tú perderás la vista.

49

Jordan condujo la 999 bajo los árboles y las farolas amarillas de la calle Henry hasta llegar al edificio que buscaba. Poco después de haber salido del Stuart Building encendió el teléfono y a los pocos instantes le llegó el aviso sonoro de un mensaje pendiente. Llamó y escuchó las palabras de Maureen. Sin saber nada de sus progresos, ella había llegado a la misma conclusión que él. Le decía que iba a hacer una visita a Roscoe.

Si bien por un lado esa noticia acabó con cualquier duda que pudiera tener Jordan, se quedó helado cuando oyó que Maureen se proponía ir sola a verlo. Se maldijo por haber apagado el teléfono. Él era para Maureen la única referencia, la única persona a la cual podía confiar las imágenes que llegaban por aquella vía indescifrable.

Al no encontrarlo, había decidido ir por su cuenta.

De algún modo Jordan la entendía, pero no por ello dejaba de estar preocupado. Subió a la moto y recorrió el trayecto hasta la dirección que Maureen le había dejado en el mensaje a la máxima velocidad que la Ducati y las leyes de tráfico le permitían, rogando, en los momentos en que las violaba, no cruzarse con ningún coche patrulla de servicio.

Detuvo la moto, se apeó y fue al lado opuesto de la calle para observar la maciza construcción de dos plantas que hacía esquina con Pierrepoint. Ese tramo de la calle Henry se hallaba completamente a oscuras y, en las sombras proyectadas por las luces lejanas de la calle que la cruzaba, Jordan pensó que aquella casa era inquietante, malvada y venenosa.

Por afuera, parecía desierta.

Las ventanas eran recuadros oscuros suspendidos en los muros y, salvo la claridad anaranjada de un cristal que se recortaba en la puerta de entrada, del interior no se filtraba ninguna otra luz que indicara alguna presencia.

Eso podía ser buena señal o significar la peor de las hipótesis posibles.

Se apartó de la fachada y fue a echar un vistazo a la parte posterior de la casa. Estaba totalmente rodeada por un alto muro, hecho con los mismos ladrillos rojos que la construcción principal. Por las copas de los árboles de diferentes especies que sobrepasaban el borde superior, Jordan supuso que un jardín ocupaba toda aquella zona. Tras un rápido cálculo de la altura, se dio cuenta de que no podría llegar a lo alto del muro ni siquiera utilizando la moto como punto de apoyo.

Al final de la pared de ladrillos, lindando con la casa de Roscoe, había un edificio de tres plantas que estaban remodelando, rodeado por una empalizada que delimitaba la zona de la obra. Jordan alzó la mirada para examinar la disposición de los andamios y las protecciones que suelen usarse en esos casos. Luego tomó una decisión, que le pareció la única posible. Sin demasiadas dificultades consiguió penetrar por una abertura de la valla. Las obras estaban en un momento en el que no temían posibles intrusiones. Se introdujo en la planta baja de la construcción, casi sin paredes e iluminada por la luz amarillenta de las farolas.

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