El tercer lado de los ojos (51 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Maureen vio que Roscoe, absorto en la historia, ya no estaba allí, con ella, sino reviviendo en su mente la secuencia de imágenes evocadas por su relato.

—Lewis jugaba en el jardín, y Thelma y yo estábamos en la casa. Mientras le explicaba lo que había pasado, oímos que Lewis gritaba y poco después entró en la casa llorando y tendiendo hacia mí un brazo, en el que había muchas picaduras. Por el tamaño de los habones, parecían ser de avispas. Yo sabía que la picadura simultánea de muchos de estos insectos puede provocar un choque anafiláctico muy grave. Mientras observaba a Lewis, pedí a Thelma que sacara el coche para llevarlo enseguida a urgencias. Mientras se dirigía hacia el pasillo oímos el timbre. Thelma abrió la puerta y allí estaban ellos.

Maureen vio que las mandíbulas de Roscoe se contraían y el odio, un odio puro, destilado con el cuidado meticuloso del tiempo, desfiguró sus facciones.

—Eran cuatro personas vestidas con camisetas y pantalones oscuros, tres hombres y una mujer, que llevaban en la cara las máscaras de otros tantos personajes de Snoopy. Linus, Lucy, Snoopy y Pig Pen, para ser exactos. Uno de ellos, no sé cuál, la empujó violentamente hacia dentro. Thelma cayó al suelo y ellos entraron apuntándonos con las pistolas. Nos juntaron a los tres en la habitación y nos ordenaron que no nos moviéramos. Intuimos lo que iba a pasar, porque poco después un coche de la policía se detuvo frente a la casa y dos agentes llamaron a la puerta. El de la máscara de Pig Pen, que parecía el jefe, apuntó la pistola a la cabeza de Lewis y ordenó a Thelma que abriera y los echara como fuera.

Roscoe levantó la cabeza hacia el techo blanco y aspiró hondo, como si buscara en sus pulmones más aire para poder proseguir su relato.

—No sé cómo lo hizo Thelma para resultar creíble en semejante situación, pero lo cierto es que los policías se convencieron de que allí no sucedía nada raro. Volvieron a su coche y se marcharon. Mientras, Lewis había empeorado y le costaba respirar. Yo sabía lo que ocurría: las picaduras de las avispas le habían provocado un espasmo laríngeo que poco a poco obstruía las vías respiratorias. Les imploré que dejaran que nos fuéramos, les dije que yo era médico. Les expliqué lo que le estaba pasando a Lewis, y que necesitaba ayuda. Les juré con lágrimas en los ojos que no los denunciaríamos, me arrodillé ante el de la máscara de Pig Pen. No sirvió de nada. Todavía recuerdo su voz indiferente, sus palabras a través de la máscara. Me dijo: «Si eres médico, ya sabes qué hacer». Me permitió moverme libremente, pero para evitar sorpresas ordenó a Lucy y a Snoopy que cogieran a Thelma y la llevaran a otra habitación mientras yo me encargaba de mi hijo. Lewis, a esas alturas, se había desmayado y ya no podía respirar. Para evitar que se asfixiara, cogí un bisturí de mi maletín y allí, sin anestesia, sin instrumentos, como un carnicero, apuntado por dos pistolas, me vi forzado a practicar una traqueotomía a mi hijo y tratar de darle aire metiéndole en la abertura de la garganta el canuto de un bolígrafo.

De los ojos de Roscoe caían lágrimas de rabia y de dolor. Maureen sabía, por experiencia propia, qué difícil era saber cuáles quemaban más.

—Fue inútil. No logré salvarlo. Cuando sentí que el corazón ya no latía, levanté los brazos y me puse a gritar, mientras la sangre de mi hijo resbalaba por mis manos.

De pronto Maureen descubrió otro detalle de las imágenes desgranadas de sus visiones.

«Era él al que vi de espaldas, no a Julius. Lo que confundí con un cuchillo era en realidad un bisturí.»

—Poco después uno de ellos, no sé cuál, me pegó en la cabeza y me desvanecí. Cuando volví en mí, se habían ido. Habían cogido nuestro coche y habían huido, dejando tras de sí el cadáver de mi hijo tendido sobre la mesa, y a Thelma atada a una silla en la otra habitación. Cuando la desaté y vio lo que había ocurrido, se precipitó sobre la mesa y se abrazó al cuerpo de Lewis con tanta fuerza como si quisiera metérselo en su propio cuerpo para devolverle la vida. Fue una visión que no he olvidado nunca, que me ha mantenido en pie, como una droga, todos los años siguientes: las lágrimas de mi mujer mezcladas con la sangre de mi hijo.

—¿Por qué no los denunciaste?

—Fue Thelma quien lo decidió. Fue ella quien me convenció de que me marchara, de que no dejara que me encontraran allí. De pronto, después del dolor, se volvió fría como el hielo, mientras me explicaba por qué quería que actuara así. Me dijo que si los cogían pasarían un tiempo en la cárcel y después quedarían de nuevo libres para hacer más daño. Me hizo jurar que los encontraría y los mataría con mis propias manos. Si eso significaba que no nos viéramos más, sería un precio que pagaría de buena gana. Por eso decidimos declarar que la traqueotomía la había hecho ella.

A causa del nerviosismo, Roscoe abría y cerraba rítmicamente la mano libre, como para calmar un calambre.

—He vivido con el único fin de vengarme, mientras veía cómo Thelma perdía poco a poco la razón y se hundía en un limbo donde su mente se había refugiado para no sufrir. Ahora está internada en una clínica para enfermos mentales. Hace años que no la veo...

La voz cambió de tono y se perdió en los meandros de la amargura. Por un instante Maureen sintió compasión por ese hombre que había sacrificado su presente y su futuro por un pasado que ninguna venganza podría borrar.

—Dediqué casi diez años de esfuerzos, tiempo y dinero, sin obtener nada. Nada de nada. Aquellos malditos parecían haberse disuelto en el aire, no haber existido nunca. Después, un día, el azar se puso de mi lado. Chandelle Stuart, por consejo de un colega mío que era su médico de cabecera, vino a mi consulta para que la operara. Le eliminé una miopía con una operación láser, una intervención casi de rutina pero que, en su megalomanía, quería que realizara el mejor profesional de la especialidad. Durante una visita de control cometió un error...

Hizo una pausa, con los ojos perdidos en el vacío.

—¿Qué error?

Roscoe volvió bruscamente la cabeza hacia ella, como si la voz de Maureen lo hubiera despertado de un momento de trance extático.

—Me preguntó el nombre de un cirujano plástico que pudiera quitarle un tatuaje de la ingle. Me dijo que era un recuerdo de una persona que había sido muy importante para ella, pero que ahora quería borrar de su vida. Se bajó los pantalones y cuando me lo mostró me quedé de piedra. El día que murió Lewis, en un momento de nerviosismo, Pig Pen se levantó la manga de la camiseta negra que llevaba. Fue un instante, pero pude ver que en el antebrazo llevaba un gran tatuaje, un demonio con alas de mariposa. El que me mostraba Chandelle Stuart era exactamente igual. Ella no podía saber que yo había visto el de Pig Pen, porque en ese momento Lucy estaba en la otra habitación con Snoopy y Thelma. Entonces, sin intuir en absoluto lo que pasaba por mi cabeza, y confundiendo mi expresión con una manifestación de libidinosidad, esa puta de Chandelle Stuart, de pie frente a mí con los pantalones bajados, tuvo el valor de cogerme la mano y pasársela entre las piernas.

Roscoe tenía las mandíbulas apretadas y una expresión de desprecio en la cara. Su mano era un puño apretado con fuerza, con los nudillos blancos por la tensión.

—A partir de entonces mi vida cambió. Vivía frenético, como si cientos de voces me hablaran al oído al mismo tiempo. Tenía una pista, tan débil que era casi inexistente, pero era mi única esperanza. Dedicaba todo mi tiempo libre a investigar, destinaba a esa busca todo el dinero que ganaba. Contraté a detectives extranjeros, pagué cifras exorbitantes para no verme obligado a salir al descubierto. Me remonté al momento de los hechos y descubrí que en esa época Chandelle estudiaba en el Vassar College de Poughkeepsie. Uno por uno, identifiqué a Gerald Marsalis y a Alistair Campbell. Julius Whong fue más difícil, porque no asistía al
college
, pero conseguí darle una cara y un nombre también a él, el más decidido y feroz. A medida que los veía en persona, los conectaba con la máscara que llevaba cada uno aquel día.

Ahora Roscoe sonreía. Tal vez estaba reviviendo el emocionante momento que forma parte de la vida de todo investigador, el del descubrimiento después de años de vanos intentos. Solo que esta vez el fin no era derrotar a la muerte, sino infligirla.

—Cuando me enteré de que Julius Whong era Pig Pen, sentí el deseo de ir directamente a por él, golpear a su puerta y meterle un balazo en su cara de depravado. Pero después conseguí calmarme; reflexioné y tomé una decisión. Decidí matarlos a todos, uno por uno, y hacerlo de manera que la culpa recayera en Julius Whong. A Chandelle Stuart, Gerald Marsalis y Alistair Campbell les concedí morir; a él no. Él debía pagar más que todos los otros, debía pasar el resto de su vida en el corredor de la muerte, sabiendo que cada día que transcurría le acercaba al momento en que alguien le metería una aguja en la vena y empujaría el émbolo de una jeringa llena de veneno.

Maureen decidió actuar, al menos en lo que podía. Aprovechando la distracción de Roscoe, que estaba concentrado en su relato, apoyó los pies en el suelo y cautelosamente empezó a desplazar el sillón con ruedas al que estaba atada, de modo que si quería mirarla a la cara debería volverse y dar la espalda a la puerta detrás de la cual estaba oculto Jordan.

—Empecé a organizarme. La suerte que durante tanto tiempo me había vuelto la espalda ahora me favorecía. A Julius Whong lo habían operado hacía poco del menisco y de los ligamentos, y durante un tiempo anduvo con muletas. Cuando las dejó, le quedó una ligera cojera. Duraría poco, pero a mí me bastaba.

Un centímetro.

Otro.

Otro más.

—Me di cuenta de que Julius y yo teníamos la misma complexión y, salvo los rasgos asiáticos, un físico parecido. Maté primero a Linus, es decir, a Gerald Marsalis. Cuando llegué me reconoció enseguida. Lo obligué a sentarse en una silla, le até las muñecas y los tobillos con cinta adhesiva y lo estrangulé, de manera que sufriera lo más posible. Mientras moría le preguntaba si ahora entendía qué había sentido mi hijo cuando el aire ya no llegaba a sus pulmones. Después lo puse contra la pared con una manta pegada a la oreja, como Schulz dibujaba a Linus en las tiras, y escribí ese estúpido mensaje. Sabía que lo descifrarían enseguida, pero necesitaba que creyeran que el asesinato era obra de un psicópata. Tenía intención de hacerme notar de algún modo cuando me marchara renqueando, pero mientras estaba escondido en la escalera, del piso de Gerald salió una mujer que dejó la puerta entreabierta. Desde el rellano oí que telefoneaba a alguien y lo citaba en su casa. Eso significaba que tenía menos tiempo del previsto, pero también era una buena ocasión para dejar un indicio. Cuando la persona llegó y llamó al timbre, cogí el ascensor y me lo crucé en la entrada. Me coloqué detrás, para hacerme notar pero con cuidado de que no se me viera la cara.

—Pero ¿no pensaste que los otros, sabiendo cómo habían matado a Gerald, podían sospechar?

Roscoe respondió a la pregunta de Maureen con un encogimiento de hombros.

—Gerald era el hijo del alcalde. Pensé que al tratarse de una investigación tan particular los detalles se mantendrían en la más rigurosa reserva, como en efecto sucedió. Decidí usar los personajes de Snoopy porque sabía que tarde o temprano se remontarían a muchos años atrás. Eso podía ofrecer un móvil. Julius quería vengarse de un abandono o algo así.

Un centímetro más.

Aprovechando la mirada ausente de Roscoe, que por un instante se dirigió hacia abajo, hizo otro pequeño desplazamiento.

Cuando volvió a mirarla a los ojos, Maureen vio una expresión dura y complacida.

—Después le tocó a Chandelle. Y no me avergüenza decir que matar a ese ser inútil fue un verdadero placer e incluso un pequeño lujo. Llegué a su casa después de haber atravesado el vestíbulo del Stuart Building con el mismo chándal y con la cojera con que me había hecho notar en casa de Gerald. Intenté andar, en lo posible, de forma furtiva, escondiéndome detrás de alguna persona, pero en realidad traté de que me captaran las cámaras, porque sabía que sería lo primero que iban a comprobar. Le dije a Chandelle que quería hablarle de una novedad referente a su operación, y me hizo subir a su casa. ¡Cómo se sorprendió esa furcia cuando me vio frente a ella con la pistola en la mano! Con Linus tuve que darme prisa, pero con Chandelle tenía mucho más tiempo a mi disposición. La hice hablar; le dejé creer que le perdonaría la vida. Descubrí muchas cosas. Me confesó que había tenido una relación con ese maníaco sexual de Julius y que habían involucrado a los otros dos en el proyecto del robo. A Gerald por su locura, a Alistair Campbell por su debilidad y su dependencia psicológica de Julius. Al final me reveló el absurdo motivo por el que ocurrió todo. Esos condenados cometieron el robo solo como un juego, para sentir emociones fuertes. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? Mi hijo murió porque ellos, por aburrimiento, habían decidido sentir algo diferente. Además, esa puta me reconoció en cuanto entró en mi consulta, y estuvo a mi lado disfrutando con la enferma sensación de saber lo que yo ignoraba, quizá hasta se excitó al pensar en lo que me había hecho. Cuando me acerqué a ella y le apreté el cuello con las manos, mientras me rogaba que no la matara, le susurré al oído las mismas palabras que me dijo Julius: «Soy médico; sé lo que hago». Después la pegué al piano como un dibujo de Lucy, dejé la nota que daba la pista de la víctima siguiente y me fui.

Al fin Roscoe se desplazó. Con un movimiento casi distraído, giró y apoyó la pelvis en el largo mostrador de trabajo, como si estuviera cansado de permanecer de pie y necesitara reclinarse en algo. La pistola, sin embargo, parecía un bloque inmóvil y el cañón seguía apuntando a la cabeza de Maureen.

—Pero antes dejé un nuevo indicio, el decisivo. Hice creer que el asesino había violado a Chandelle después de haberla matado. Y para eso utilicé un pene de caucho que encontré en un cajón de ella. Le puse un preservativo lleno de líquido seminal de Julius Whong. Elegí uno de esos que retrasan el placer del hombre y estimulan el de la mujer, en primer lugar porque deja un residuo químico muy evidente y en segundo lugar porque el uso de un profiláctico así en un cadáver se adecuaba a la perfección con el perfil psicológico de un psicópata. Lo agujereé para que dejara un pequeño residuo de esperma y pareciera que había utilizado un preservativo defectuoso.

—¿Y cómo lo conseguiste?

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