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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (46 page)

En segundo lugar, cuando el compañero de Lord disparó, no falló.

La bala no estaba destinada a él, sino a Lysa.

45

El taxi dejó a Maureen frente a la marquesina roja que resguardaba la entrada del número 80 de Park Avenue. Pagó la carrera que la había llevado a su casa desde el helipuerto de East River y bajó del coche. Estaba a punto de entrar en el vestíbulo cuando se encontró ante la figura maciza del señor Hocto. Maureen todavía veía la reacción de terror y el rastro trastornado de Thelma Ross, esa pobre mujer rehén de la cárcel dorada de The Oaks y prisionera tras los barrotes oxidados de su mente. Estaba tan concentrada analizando los inquietantes datos de su visita a Saratoga Springs, que no lo vio llegar.

Hocto, con su habitual traje oscuro que intentaba contener su físico de culturista, se puso a su lado y habló con voz suave y amable, con un acento extranjero que Maureen no logró identificar. Parecía que por un capricho de la naturaleza él y su patrón, Cesar Whong, hubieran intercambiado sus voces.

—Señorita Martini, le ruego me disculpe. Creo que al señor Whong le gustaría hablar con usted.

Hizo un gesto y le indicó el imponente coche oscuro que había a sus espaldas y que aguardaba junto al bordillo con la puerta abierta.

—Por favor.

Sin decir nada, Maureen siguió a Hocto, que la precedió hacia el vehículo. Por instinto pensó en rechazar la invitación, pero ganó la curiosidad de saber qué quería de ella el discutido y discutible hombre de negocios.

Después de cerrar la puerta, Hocto se puso al volante y ella se acomodó en el asiento de piel clara junto a Cesar Whong, que la recibió con su sobriedad habitual y su sonrisa cortada a cuchillo en su rostro de cera.

—Buenas tardes, señorita Martini. Le agradezco infinitamente que me haya concedido usted esta charla, aunque sé que no le caigo muy simpático.

El hombre cortó con un gesto cualquier reacción de Maureen.

—No hace falta que se justifique; sé muy bien quién soy y qué puedo esperar de la gente. Desde que era joven siempre he tratado de ser más temido que querido. Quizá ese fue mi error. Sobre todo con Julius...

La afirmación no permitía comentarios, y Maureen no los hizo. Se limitó a escuchar en silencio el resto del discurso.

—Usted no tiene hijos, señorita. Me veo obligado a caer en el lugar común de asegurarle que, cuando los tenga, la perspectiva sobre el mundo que la rodea cambiará, aunque usted se esfuerce por evitarlo...

La frase quedó de nuevo en suspenso. No había rastro de emoción en la voz de Cesar Whong, pero ahora miraba fijamente hacia delante. Mientras tanto el coche se apartó del bordillo y se introdujo en las luces y las sombras del tráfico vespertino. Probablemente Whong había pedido a Hocto que diera una vuelta por los alrededores mientras duraba la conversación.

El hombre se volvió hacia la mujer sentada a su derecha y habló con una inesperada precipitación. Maureen se dijo que, en el fondo, también él era un ser humano.

—Mi hijo es inocente.

Maureen se permitió una expresión ingenua y una pregunta fácil.

—¿Acaso no lo son todos los hijos?

Whong esbozó una sonrisa.

—No se deje usted engañar por lo que acabo de decirle. He cometido muchos actos discutibles en mi vida, pero tiendo a creer que siempre he actuado con astucia, si no con inteligencia. El hecho de que Julius sea mi hijo no me ciega.

Extrajo del bolsillo un pañuelo inmaculado y se enjugó las comisuras de la boca.

—Sé que está enfermo. Sufre fuertes perturbaciones de personalidad, por las cuales hemos tenido muchos problemas en el pasado. He logrado por milagro evitar que fuera a la cárcel en un par de ocasiones, pero no me parecía que pudiera llegar al asesinato. En todo caso, me apresuré a ponerlo bajo control, tarea que encargué al señor Hocto.

Whong señaló con un movimiento de cabeza al hombre que conducía.

—Él estaba encargado de vigilar a Julius de lejos, de modo que no se metiera en problemas. Las noches en que se cometieron los asesinatos, Julius estaba en casa. Aparte de que no sabía que lo vigilaban, podría haber despistado a Hocto una vez, pero las tres me parece muy improbable.

—¿Por qué no declara en el juicio, entonces?

Maureen vio que asomaba en el rostro de su interlocutor la expresión paciente del que tiene que explicar algo a un niño.

—Señorita, yo soy lo que soy, y el señor Hocto tiene un pasado del que no puede enorgullecerse. Y entre sus pecados de juventud hay una condena por falso testimonio. Además, está a mi servicio. Para invalidar su declaración en un tribunal no hace falta un fiscal; bastaría con el que hace la limpieza en el despacho de su madre, señorita.

Maureen no comprendía adónde quería llegar.

—Usted ya ha elegido para su hijo una de las mejores abogadas que hay en la ciudad. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto?

De inmediato se dio cuenta de que Cesar Whong no había conseguido el éxito por casualidad. Su expresión se endureció y el tajo de cuchillo de la boca dejó salir una hoja afilada.

—Es exactamente la pregunta que iba a hacerle yo.

Ese instante de gélida determinación pasó casi enseguida. El hombre recobró su sonrisa, su voz se relajó y se apoyó cómodamente en el respaldo.

—Lo sé casi todo de usted, comisario Martini. Sé qué le pasó en Italia y por qué vino a Estados Unidos. También estoy enterado de que está metida en la investigación que ha llevado al arresto de mi hijo, aunque hasta el momento ignoro de qué manera...

Las palabras de aquel hombre hicieron que se sintiera expuesta, desnuda en una plaza llena de gente desconocida. Sincronizado perfectamente con el fin del encuentro, el coche volvió a detenerse ante la marquesina roja que tenía escrita en oro a ambos lados «80 Park Avenue».

Cesar Whong clavó en Maureen la mirada helada de sus ojos. Maureen no podía descongelarla, pero sí sentir su frío.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó sin bajar la mirada.

—Del mismo modo que ha colaborado en su arresto, quisiera que contribuyera a probar su inocencia.

—Tal vez me sobrestima, señor Whong.

—No, tal vez usted se subestima, Maureen. Conozco las debilidades de las personas; sobre ese conocimiento he construido mi fortuna. Y en usted veo pocas.

La voz de Cesar Whong se suavizó, y si Maureen no hubiera captado en ella cierta sinceridad, la habría comparado con el reptar sinuoso de un reptil sobre la arena.

... huellas de serpientes frías e indolentes con su lento andar antinatural…

—Ayúdeme, señorita. No la ofenderé ofreciéndole dinero, porque sé que no tiene ninguna importancia para usted. Sin embargo, le aseguro que de algún modo sabré pagar mi deuda. Todavía no sé cómo, pero le garantizo que lo haré.

La pared del lado de Maureen desapareció y se encontró junto al gris nocturno del bordillo. Hocto estaba allí de pie, sosteniendo la puerta abierta.

Maureen apoyó un pie en la acera.

—Le creo, señor Whong, aunque no me encuentro en condiciones de ganarme su gratitud. Ni siquiera estoy segura de querer hacerlo. No tengo nada contra su hijo, pero por naturaleza y por trabajo soy una persona que trata de llegar a la verdad, aunque a veces no sea lo más simple ni lo más cómodo. Tendré en cuenta lo que me ha dicho y también lo que no me ha dicho, cosa que le agradezco.

—¿Y qué es?

Maureen bajó del coche y se agachó un poco, para que el hombre pudiera verle la cara.

—En toda nuestra conversación no ha citado ni un solo proverbio chino. Buenas tardes, señor Whong.

Se apartó del coche y en pocos pasos llegó a la entrada de su casa, que en ese momento no estaba vigilada. El servicio de portería terminaba a las seis y media, así que tuvo que buscar entre sus llaves. Le costó un rato porque no las conocía bien y estaba distraída por la conversación que acababa de tener. Sin lógica y probablemente sin motivo, interpretaba positivamente lo que le había dicho Cesar Whong.

Durante todo el trayecto en ascensor siguió reflexionando acerca de ese encuentro tan difícil de definir. No se preguntó dónde había obtenido Whong la información que poseía. Era un hombre prudente, y sabía que el conocimiento de los hechos, pero sobre todo saber manipularlos, era esencial para quien se proponía conseguir algún objetivo. Y el mundo estaba lleno de gente dispuesta a aceptar dinero.

Entró en casa y la encontró desierta. Su madre no estaba. Como no le gustaba tener personal doméstico fijo, Estrella, como todos los días, había cumplido su horario hasta las siete y se había marchado.

Permaneció un momento en la entrada, donde había visto a Cesar Whong por primera vez. Luego, tras un instante de reflexión, se dirigió hacia el estudio de su madre.

Sin dejarse impresionar por aquella austera decoración que en realidad reflejaba el éxito de Mary Ann Levallier en su actividad profesional, se acercó al elegante escritorio de madera situado en el centro de la estancia.

Sobre la superficie de malaquita encontró enseguida lo que buscaba; estaba segura de que su madre lo guardaba en casa: una gruesa carpeta con el nombre de Julius Whong en la tapa. Abrió la pesada cubierta de plástico verde y comprobó que contenía toda la documentación necesaria para que su madre pudiera estudiar la mejor manera de plantear la defensa.

Se sentó al escritorio y hoja tras hoja revisó el material relativo al caso. Copias de declaraciones, informes médicos y pruebas de laboratorio. Al cabo de más o menos una hora había examinado todos los documentos que contenía la carpeta. Aunque su madre, como todos los abogados, era una buena equilibrista, esta vez tendría que hacer saltos mortales para evitar la pena de muerte a su cliente.

Todas las pruebas que poseía la policía lo incriminaban sin ninguna duda. Por un lado estaba la presencia en el lugar de los diversos crímenes de un hombre que cojeaba de la pierna derecha, que se debía a una operación del menisco y de los ligamentos que le habían practicado hacía poco. Además, tanto el atraco cometido junto con las víctimas como los asesinatos, estaban unidos por el hilo común de los personajes de Snoopy y combinaban a la perfección con el perfil psicológico de Julius Whong, acusado en diversas ocasiones de violencia sexual, lesiones, pedofilia, y que además abusaba del alcohol y de los estupefacientes.

Por último, el análisis de ADN coincidía con el líquido seminal encontrado en la vagina de Chandelle Stuart. Hasta el almacén donde había intentado transformar a Alistair Campbell en una grotesca parodia de Snoopy pertenecía a su padre, que había adquirido esos aviones para donarlos a la ciudad una vez restaurados.

Lo único que no estaba claro era el móvil. Las autoridades que se encargaban de la investigación creían que quizá se trataba de un viejo resentimiento provocado por el robo del banco, puede que por el reparto del dinero. Julius Whong había incubado ese sentimiento durante mucho tiempo hasta que al fin había estallado y había querido vengarse.

Y sin embargo...

«Mi hijo es inocente.»

Seguía oyendo la voz de Cesar Whong, firme como un monolito en su certeza. Experimentaba una instintiva sensación de repulsión por las personas como el hijo del empresario, pero una de las primeras exigencias del trabajo que había elegido era la de no permitir que le influyeran sus opiniones personales y atenerse lo más posible a los hechos objetivos.

«Mi hijo es inocente.»

Había una posibilidad contra cien de que fuera verdad, y mil posibilidades contra cien de que Cesar Whong hubiera mentido. Volvió a pensar en las últimas palabras que había intercambiado con su madre: «para mí, hasta que se demuestre lo contrario toda persona es inocente», y con un suspiro se levantó del escritorio y salió del estudio de la abogada Mary Ann Levallier.

Se dirigió hacia su habitación, pero antes de coger el pasillo que llevaba a la zona de los dormitorios se detuvo un momento en la cocina. Se dio cuenta de que no tenía ganas de comer sola. Por un instante pensó en llamar a Jordan, para contarle el encuentro con Cesar Whong y quizá reflexionar juntos durante la cena. No obstante, apenas aterrizó el helicóptero, Jordan parecía ansioso por saltar a su moto, cosa que hizo de inmediato. Maureen recordaba muy bien su actitud esquiva la noche de la cena en Martini's, cuando recibió aquella llamada telefónica. En los tiempos en que estaba de servicio debía de haber sido un excelente policía, pero en las cuestiones personales le parecía transparente como el agua. Como mujer, Maureen supo enseguida que detrás de su turbación debía de haber una historia que le importaba mucho en lo afectivo. En el fondo, Maureen no sabía nada de él, no sabía si había alguna mujer o si tenía esposa. Le gustaba ese hombre, sentía que era un amigo y no quería importunarlo en su vida privada con llamadas telefónicas inoportunas.

Llegó a su habitación, se quitó los zapatos y descalza fue directamente a echarse sobre la cama, disfrutando de ese momento de pereza. Aplazó el placer de una ducha; por el momento, se limitó a imaginarlo.

Permaneció acostada sobre el cubrecama de piqué, mirando el techo. Sentía una extraña calma; no tenía esa sensación de ansiedad que la había acompañado desde el momento en que se dio cuenta del don oscuro que llevaba como un cuervo sobre el hombro.

Estaba despierta, alerta, serena.

Una por una, repasó en su mente todas las imágenes que había visto de la desdichada vida de Gerald Marsalis. El cuerpo teñido de rojo, el rostro de demonio en el espejo, la cara de la mujer azul bajo él, deformada por el placer, la extraña sensación de tener un pene y experimentar qué intenso es el orgasmo para un hombre. Recorrió algunas escenas fijadas de manera indeleble en su memoria: el dibujo inocente de un niño, la ira de Christopher Marsalis, el rostro trastornado de Thelma Ross, el hombre de espaldas con el cuchillo ensangrentado, el atraco y las máscaras de Snoopy y esa figura amenazadora en la sombra del rellano, que se desvanecía un segundo antes de salir al descubierto y mostrar la cara...

Eran imágenes que la habían aterrorizado, que la habían hecho vacilar y pensar que estaba loca, hasta que supo que no eran alucinaciones de una mente enferma sino instantes de una vida que se habían quedado en sus ojos para perpetuar el recuerdo del que los había vivido.

Ahora que parecían pertenecerle para siempre, podía ordenarlos y observarlos sin miedo. Aunque no estaba en condiciones de llegar a una explicación, al menos podía llegar a aceptarlos.

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