Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
»... estoy de nuevo delante de la puerta entreabierta de esta habitación tan luminosa y la abro y en la sombra del rellano hay una figura que avanza hacia mí y lleva un chándal y al fin consigo verla y entiendo que me habla aunque no consigo apartar la mirada de la pistola que empuña y su cara sonríe y...»
Tal como había llegado, el momento pasó.
Maureen volvió a encontrarse tendida en el suelo, sin fuerzas, como le había sucedido siempre que los espectros de Gerald Marsalis volvían a través de ella para pedir unos instantes más de vida. Con la respiración agitada, apoyándose en los brazos, se incorporó hasta ponerse a gatas. Permaneció un momento en esa posición, con la cabeza baja, el pelo cayendo como sauces llorones junto a la cara, tratando de recobrar un ritmo normal para su corazón, que sentía latir en los oídos con el sonido sordo de un tambor.
En esa visión definitiva, Maureen logró verle la cara a la persona que mató a Jerry Kho, el pintor maldito, en el preciso instante en que entró en su casa apuntándole con una pistola.
Levantó despacio la cabeza.
Vio ante sus ojos la misma imagen de hacía un instante, esa imagen llegada en el momento inoportuno en que había perdido la noción del tiempo y del espacio. Era el mismo hombre que ahora estaba de pie frente a ella y la miraba con la cabeza ligeramente ladeada y una expresión de perplejidad. Vestía de otra forma pero, como la imagen que había visto, la apuntaba con una pistola.
Harmon Fowley, el responsable de Codex Security, esperaba a Jordan de pie delante de la entrada principal del Stuart Building. Parecía cosa del destino que tuvieran que verse siempre en ese lugar y a últimas horas de la tarde. Cuando Harmon vio que el hombre sentado en la moto roja que se había parado junto al bordillo era Jordan, se acercó y aguardó a que la apoyara en el soporte y apagara el motor.
Retrocedió un par de metros para admirar la 999 mientras Jordan se apeaba.
—Italiana, ¿eh? Una buena máquina.
Jordan se quitó el casco y se arregló el pelo. Estrechó la mano que le tendía el otro.
—Pues sí, una buena máquina.
—¿Cuánto coge?
Jordan hizo un gesto de duda.
—Lo bastante para que los de tráfico no puedan apuntar el número de la matrícula.
Harmon Fowley lo miró con incredulidad, como si de pronto le hubieran salido en la cabeza un par de antenas verdes.
—¡Joder! El intachable teniente Marsalis violando la ley.
Jordan se acordó del agente Rodríguez y de su incondicional admiración.
—Pareces uno de mis chicos. ¿Tengo que repetir que ya no soy teniente?
Fowley levantó una mano para subrayar mejor lo que iba a decir.
—Tal vez no oficialmente, pero el viejo fuego todavía arde bajo las cenizas. Creo que mereces una felicitación. Nadie ha mencionado tu nombre, pero no creo equivocarme si digo que tú has tenido mucho que ver en ello. Me enteré de que lo han cogido.
—Eso parece. Ya sabes cómo son estas cosas. En general la explicación más simple es la más acertada.
—Pero si estás aquí, sospecho que esta vez las cosas no son así.
—Exacto. Necesito comprobar un detalle esencial, y solo puedo hacerlo con tu ayuda. Te agradezco que me hayas esperado. Me estás haciendo un gran favor.
Fowley restó importancia a las palabras de Jordan encogiéndose de hombros.
—No hay de qué. Desde que me divorcié tengo mucho tiempo libre.
—¿Cómo dice el refrán? Cuando el gato no está, los ratones bailan...
Fowley le devolvió una sonrisa sin alegría.
—Me parece que en estos momentos el gato está bailando demasiado.
—¿La echas de menos?
Fowley respondió a una pregunta que quizá ya se había planteado en diversas ocasiones.
—Pues... qué sé yo... He pasado los últimos tres años soñando con la libertad, y ahora que la tengo no le veo ninguna gracia a llegar tarde a casa con unas cervezas de más. No tener que quitar las marcas de pintalabios de la camisa resta mucho interés a las aventuras.
Mientras hablaban, pasaron por la puerta giratoria y entraron en el vestíbulo del Stuart Building, protegido por grandes cristales. Vistos desde fuera, no eran más que dos figuras demasiado pequeñas para el enorme televisor en el que salían.
Terminados los cumplidos, llegó el momento de hablar de cosas serias.
—Por tu llamada me ha parecido que tenías mucha prisa. ¿En qué puedo ayudarte?
—Harmon, necesito echarle otra ojeada a la filmación de aquella noche. ¿Crees que es posible?
—No hay problema. Además, tienes suerte. Está de servicio Barton, el de la otra vez. Es de confianza; con él podemos estar tranquilos.
Mientras subían la escalera que llevaba al puesto de control, Jordan revivió la noche del registro de la casa de Chandelle Stuart. Volvió a ver su cuerpo delgado pegado al piano y la amargura de Randall Haze, un hombre que se creía fuerte y que, como él, había encontrado su debilidad donde menos la esperaba. El relato de Lysa, durante su último encuentro, le había herido tanto como la bala a ella. Por otro lado, había puesto en movimiento su cerebro a la velocidad máxima que puede alcanzar el pensamiento de un ser humano.
Y unos minutos después se había dicho que era un idiota.
La primera vez, cuando vieron en la filmación la figura coja de Julius Whong que cruzaba el vestíbulo del Stuart Building, llevados por el celo de los buenos investigadores y la satisfacción por las pistas que poseían, se obcecaron con aquellas certezas y descuidaron otras posibilidades. Como ocurre a menudo, optaron por las conjeturas más complicadas y olvidaron las más simples.
Sobre todo una, y era la que Jordan no se perdonaba haber pasado por alto.
Lo habían visto entrar, pero no lo habían visto salir.
Cuando todavía era un policía en funciones, se ejercitaba para no caer en esas trampas. Ahora que ya no lo era, tal vez se había descuidado. O tal vez estaba olvidando de nuevo la hipótesis más simple y sencillamente le importaba un bledo ser policía.
Sin embargo, debía cerrar aquella historia antes de...
«¿antes de qué?»
Llegaron frente a la mesa a la que estaba sentado Barton, y con ello evitó tener que despejar una incógnita que lo perseguía.
Fowley se volvió hacia el hombre sentado al escritorio, cuyo rostro estaba iluminado por el reflejo de las pantallas.
—Barton, mi amigo quisiera mirar las filmaciones de la noche en que mataron a Chandelle Stuart. De todas las entradas. ¿Es posible hacerlo ahora?
—Sí. Venid conmigo.
Barton se levantó del sillón de piel y los precedió hacia un despacho situado a la izquierda del puesto de control. Dentro, sobre la pared opuesta a la puerta, había unos estantes sobre los cuales estaban ordenadas las cubiertas de las filmaciones. En el centro de la sala había un escritorio con un monitor encendido y un ordenador conectado a un aparato que parecía un lector digital.
—Esta es la oficina donde conservamos los discos y donde los formateamos para volver a utilizarlos.
Barton se acercó a los estantes y poco después dejó sobre el escritorio dos estuches de plástico negro.
—Aquí están. Estas son las imágenes de las cámaras de las dos entradas esa noche.
Jordan se acercó a un sillón de oficina puesto contra la pared y lo giró hacia el escritorio.
—Muy bien. Creo que ahora me las arreglaré solo. No hace falta que os quedéis conmigo; estaré un buen rato y no quiero robaros tiempo.
Tanto Fowley como el otro empleado captaron que Jordan prefería mirar las filmaciones a solas. Barton señaló el ordenador.
—¿Sabes cómo funcionan estos programas?
—Creo que sí.
—Para reproducir las filmaciones funciona más o menos como un lector doméstico común.
Jordan se sentó en el sillón y encendió el ordenador y el monitor.
—Creo que sabré arreglármelas.
Con un gesto de asentimiento con la cabeza, Barton salió de la oficina. Fowley vio que Jordan estaba absorto y ya no estaba con ellos. Apoyó una mano en su hombro.
—Bien, Jordan. Sea lo que fuere lo que buscas, espero que lo encuentres... o no lo encuentres, según más te convenga.
Antes de continuar, mientras esperaba que el ordenador acabara de iniciarse, Jordan hizo girar el asiento de modo que pudiera verle la cara.
—Te lo agradezco, Harmon. Eres un amigo.
—No hay de qué. Le diré a Barton que te dé cualquier cosa que necesites.
Jordan se quedó mirándolo hasta que cerró la puerta a sus espaldas. Poco después se volvió y cogió el estuche de la primera filmación; sacó el disco y lo introdujo en el lector. Inició el programa señalado en la pantalla con el icono «DVD Player» y dio comienzo a la reproducción.
Para ahorrar tiempo, examinó los dos discos con el avance rápido. Por suerte era un programa excelente, combinado con un aparato excelente, y las imágenes se veían sin los saltos habituales de los aparatos domésticos.
Poco más de una hora después había terminado.
Fue grotesco y trágico a la vez volver a ver de ese modo la figura coja del asesino, que la reproducción acelerada hacía ridícula, mientras se dirigía a cumplir su misión de muerte.
Observó cada detalle de las filmaciones de doce horas que repetían hasta entrada la noche la imagen de las puertas desiertas, excepto alguno que otro noctámbulo que regresaba a casa tras una noche de juerga. Según la hora que indicaba el reloj de la filmación, solo hacia la mañana la escena comenzaba a animarse.
Había corredores que salían al alba hacia Central Park, hombres vestidos de gris con un maletín en la mano, una pareja con maletas y aspecto de salir de vacaciones, y otras muchas diversas y coloridas escenas.
A medida que se acercaba la hora de apertura de las tiendas y las oficinas, las entradas y salidas se intensificaban, hasta convertirse en las habituales en un lugar como el Stuart Building.
Jordan no encontró rastros de lo que buscaba. Ninguna figura coja, quizá semiescondida tras alguna otra, que intentara pasar inadvertida por alguna de las entradas.
Según lo que había visto, ese hombre había entrado en el edificio pero no había salido.
A menos que...
Jordan volvió a pasarlo todo desde el principio. Otra vez proyectó el primer disco y redobló la atención, hasta que en cierto momento le atrajo algo que le hizo pulsar de golpe la tecla de pausa.
Volvió atrás y comenzó a reproducir la filmación a velocidad normal. Miró la hora que indicaba la pantalla. Las imágenes que veía correspondían a las siete y media de la mañana.
Una figura de hombre, con un traje oscuro, cruzaba la entrada principal hacia la salida, intentando dar siempre la espalda a la cámara. Jordan había reparado en él —aunque se confundía entre la gente que comenzaba a llenar el vestíbulo— por el modo ilógico en que se veía obligado a avanzar para mantener esa posición.
Y en determinado momento ocurrió algo.
Un tío robusto y calvo que venía en dirección contraria, hablando con una persona que lo acompañaba, distraído o quizá engañado por ese modo de andar imprevisible, dio con la espalda contra el hombre del traje oscuro que se dirigía hacia la puerta giratoria. El golpe hizo que se volviera y mostrara por un instante la cara a la cámara.
Jordan se apresuró a poner el lector en pausa y llevó la imagen hacia atrás, fotograma a fotograma, hasta tener ese rostro en el centro de la pantalla.
Tardó un instante en encontrar en la barra de herramientas la función del zoom y, tras un par de tentativas, logró llevar hasta el primer plano la figura que había detectado. A pesar del grano de la ampliación, se encontró ante una cara que conocía.
El corazón le dio un vuelco.
Si todo había ocurrido como sospechaba, esa persona había esperado toda la noche en la escalera para poder salir sin que la vieran, mezclándose con la gente de la mañana. Un montón de pequeñas confirmaciones y detalles pasados por alto cayeron como un lubricante sobre el mecanismo que tenía en la cabeza, que en ese momento manejaba hipótesis y pensamientos.
Para llegar a una conclusión con un razonable porcentaje de acierto, todavía había algo que necesitaba confirmar, y para hacerlo debía subir al piso de Chandelle Stuart.
Salió de la oficina y se acercó al puesto de control, que estaba lleno de pantallas que repetían imágenes similares a las que él acababa de ver.
—Barton, ¿el piso de la señora Stuart todavía está sellado?
—No, lo quitaron hace unos días.
—¿Tienes el código?
—Sí.
—Necesitaría echar una ojeada. Si lo prefieres, manda a alguien que me acompañe; no quiero causarte problemas.
Barton cogió un pequeño papel amarillo que tenía delante, apuntó deprisa un número y se lo dio.
—El señor Fowley dijo «cualquier cosa». Salvo mi culo, esto también entra en la lista.
—Gracias, Barton. Eres un buen tipo.
Poco después, tras una pequeña sacudida, el ascensor lo dejaba en el piso de Chandelle Stuart. Entró en la sala y se encontró con las marcas blancas dejadas por la brigada científica que delineaban la posición del cadáver.
Tenía razón el médico forense. Realmente parecía un gag de Mister Bean.
Era la primera vez que en la escena de un crimen veía que, junto con la silueta del cuerpo, habían dibujado también la de un piano. Echó una mirada a su alrededor. La casa seguía siendo la misma, pero ya no flotaba una sensación de espera en el aire. Solo una ligera capa de polvo sobre los muebles, que crecería cada vez más hasta que el apartamento se subastara y su valor aumentara el patrimonio de la Fundación Stuart.
Sin dignarse echarle una ojeada pasó ante el cuadro de Gericault y se dirigió hacia el estudio y la parte de los dormitorios.
También esta vez, lo que buscaba era tan normal que nadie se habría molestado en esconderlo, e incluso intentaría tenerlo lo más a mano posible. Comenzó por los cuartos de baño, luego pasó a los dormitorios y a continuación examinó todos los muebles de la casa que tuvieran cajones.
Nada.
Pero, mientras buscaba lo que no encontraba, encontró lo que no buscaba.
En un cajón del estudio había algunos historiales médicos. Jordan los observó un momento; luego los cogió y los puso sobre la mesa. Los examinó uno por uno. La mayoría eran informes de análisis y controles periódicos, pero, para su sorpresa, encontró uno que podía explicar muchas cosas.