El tercer lado de los ojos (47 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tendida bajo ese techo azul que formaba parte del mundo real al igual que todo lo que la rodeaba, finalmente y sin aviso llegó el relámpago. Se encontró de pronto sentada en la cama con la sensación de que el colchón había desprendido una enorme llamarada de calor.

De golpe vio lo que hasta entonces había llevado dentro de sí como una imagen descompuesta en un calidoscopio y que aún no había conseguido reconstruir. Ahora todo estaba claro, e incluso parecía demasiado simple. Maureen se dijo que había sido una estúpida por no haberlo sabido antes.

Aunque no llegaba a entender por qué, sabía quién había matado a Gerald Marsalis y a Chandelle Stuart y causado la muerte de Alistair Campbell.

En el mismo instante en que tuvo esta intuición, no pudo evitar ver lo paradójico que era.

En realidad, lo había sabido siempre.

46

La oscuridad y la espera tienen el mismo color.

Maureen, sentada en las sombras como en un sillón, ya había tenido bastante de ambas como para tenerles miedo. Había aprendido demasiado bien y muy a su pesar que a veces la vista no es algo exclusivamente físico, sino mental. De pronto, los faros de un coche que pasaba dibujaron un recuadro luminoso que recorrió las paredes con rápida y furtiva curiosidad, como buscando un punto imaginario. Después, tras el cautiverio de la habitación, ese retazo de luz encontró la libertad a través de la ventana y volvió fuera para perseguir al coche que la había generado. Más allá de las cortinas, de los cristales y de las paredes, en la amarillenta oscuridad de miles de luces y tubos de neón, se encontraba todavía aquella locura incomprensible que llaman Nueva York, la ciudad que todos dicen detestar pero que todos continúan recorriendo obstinadamente, solo para darse cuenta de cuánto la aman. Aunque con el terror de descubrir qué poco correspondidos son. Así, descubren que son solo seres humanos, iguales a los que pueblan el resto del mundo; simples seres humanos que se niegan a tener ojos para ver, oídos para oír y una voz que oponer a otras voces que gritan con más fuerza.

Sobre la mesita que se encontraba junto a la silla en la que estaba sentada Maureen había una Beretta 92 SBM, una pistola con una empuñadura de dimensiones algo reducidas con respecto al tamaño habitual, fabricada especialmente para adaptarse a una mano femenina.

Era de su madre.

Sabía que poseía una y, poco antes de salir de casa, la había cogido del cajón donde la guardaba.

Antes de apoyarla sobre la superficie de cristal introdujo con gesto decidido la bala en el cargador; el ruido del obturador rebotó en el silencio de la habitación con el sonido seco de un hueso que se rompe. Poco a poco, sus ojos se adaptaron a la oscuridad y tuvo una clara percepción del lugar en el que se encontraba, incluso con las luces apagadas. La mirada de Maureen estaba fija en la pared de delante, donde adivinaba, más que veía, la mancha oscura de una puerta. En una ocasión, en el colegio, aprendió que, si se mira con intensidad una superficie de color, cuando se aparta la vista queda en las pupilas una mancha luminosa del color complementario al que se acaba de mirar.

Maureen imaginó en las sombras su amarga sonrisa.

Los colores complementarios son aquellos que mezclados entre sí dan como resultado un gris sucio. Esto no puede suceder con la negrura. La oscuridad solo genera más oscuridad. En ese momento, sin embargo, la oscuridad no era el problema. Cuando llegara la persona que ella estaba esperando, llenaría de luz la habitación. Tampoco este era el problema, y tampoco su solución.

Después de recorrer un camino aparentemente interminable para matar o para no ser matados, después de un largo viaje en ese túnel donde apenas unas ridículas luces señalaban el camino, dos personas estaban al fin a punto de salir al sol. Y eran las únicas que poseían esa condición mental que representa por sí sola la palabra, el oído, la vista: la verdad.

Una era ella, una mujer demasiado asustada para saber que la poseía.

La otra, por supuesto, era la persona que ella estaba esperando.

Él, el asesino.

Un instante después de saber quién era, Maureen se apresuró a llamar a Jordan, pero el móvil estaba apagado. Jordan era la única persona a la cual podía explicarle el mecanismo por el cual había llegado a intuir la verdad. Además de él, el único que sabía lo que le sucedía a Maureen era el hermano, pero en aquel momento el alcalde Christopher Marsalis estaba demasiado cegado por su ansia de vengarse del asesino de su hijo para aceptar una hipótesis que refutara las aplastantes pruebas que incriminaban a Julius Whong.

Cualquier otra persona implicada en la investigación —Burroni, en primer lugar— después de oírla le diría que no se preocupara y que esperara donde se encontraba; poco después aparecerían unos enfermeros con una camisa de fuerza.

Tras buscar un nombre en el listín telefónico, encontró un número de teléfono y una dirección, en Brooklyn Heights. Llamó y dejó que sonara, en vano, antes de colgar.

Salió de su casa como si el mundo se acabara en pocos segundos. En la puerta se cruzó con su madre, tan guapa e impecable como si fuera a salir. La abrazó, intentando que no notara el bulto sólido de la pistola que llevaba en la cintura de los vaqueros.

La besó en una mejilla y luego la miró a los ojos.

—Tú tenías razón, mamá.

Un instante y ya había cerrado la puerta tras de sí; Mary Ann Levallier se quedó de pie en la entrada, mirando a su hija como si estuviera poseída.

Durante todo el trayecto en taxi, Maureen siguió llamando a Jordan, aunque sin éxito. Finalmente, decidió dejarle un mensaje en el contestador automático, para explicarle lo sucedido y decirle adónde se dirigía y qué se proponía hacer.

El taxista la dejó en la dirección que le había dado, en la esquina de Henry y Pierrepoint. En cuanto bajó del taxi, Maureen intentó de inmediato evaluar la situación. La calle Henry estaba iluminada por farolas redondas que desprendían una luz suave, pero en el último tramo, inexplicablemente, estaban apagadas. La primera farola de la transversal se hallaba una decena de metros más allá del límite de la casa y a aquella hora el tráfico era casi inexistente.

Bien.

De haber tenido elección, no habría podido pedir una situación mejor.

De pie, protegida por la oscuridad, observó detalladamente la fachada principal de la gran casa de dos plantas, de ladrillos rojos, que las sombras, la intemperie y la pesada arquitectura neogótica volvían lóbrega. En otro momento, Maureen la habría juzgado excesiva. Ahora, el aspecto exterior de ese edificio le parecía lo más adecuado a esa serie de acontecimientos absurdos, esa especie de Halloween al revés que en lugar de golosinas solo había traído muerte.

La entrada estaba cubierta por una marquesina rectangular, lo bastante ancha para resguardarse incluso del temporal más violento. Tras subir unos escalones se accedía a la puerta, de madera, que tenía en la parte superior un recuadro de cristal biselado con decoraciones que recordaban las de las catedrales.

Maureen la palpó y descubrió que cumplía una función puramente estética y que no estaba hecha a prueba de golpes. Eso simplificaba mucho las cosas. Tal vez la puerta se abría a un vestíbulo desde el cual se accedía al resto de la casa. Era bastante improbable que hubiera una alarma, porque cualquier imbécil con ganas de bromear podía dispararla con solo arrojar una piedra contra el cristal.

Maureen sacó del bolsillo posterior de los vaqueros un estuche de piel, que en su momento bautizó «Casa Kit», parafraseando el nombre de una vieja cadena italiana de tiendas de decoración. Se lo había regalado Alfredo Martini, un anciano señor con un aspecto muy distinguido pero con las manos muy largas. No tenía nada que ver con ella, salvo que compartían el mismo apellido y que periódicamente se encontraban en la comisaría, cada vez que le sorprendían en apartamentos a los que no le habían invitado. En una ocasión, cuando ya se sabía que el cáncer se lo llevaría en poco tiempo, Maureen le evitó la enésima temporada en la cárcel. En señal de gratitud, él le regaló su equipo y le enseñó a usarlo. Ahora Maureen se alegraba de que lo hubiera hecho.

Normalmente lo guardaba en un compartimiento del neceser. Antes de irse de Italia, la persona que le preparó las maletas, probablemente sin saber qué era, lo dejó allí. Maureen pensó que era un auténtico golpe de suerte.

Sacó las herramientas necesarias y sin excesivo esfuerzo abrió la cerradura de la puerta, que prometía mucho más de lo que cumplía. La abrió conteniendo el aliento pero, tal como había supuesto, ninguna sirena de alarma se disparó.

Se encontró en un vestíbulo bastante amplio, con el techo alto, decorado con sobriedad. Había varias plantas ornamentales y cuadros que no alcanzaba a distinguir. En la pared que había frente a la entrada se entreveía una mesita entre dos sillas y, al lado, un cortinaje, de color indistinguible. En las paredes de la izquierda y la derecha había dos puertas de aspecto sólido por las cuales se accedía al resto de la casa.

Mientras abría la cerradura no había dejado de repetirse que lo que estaba haciendo no era prudente, no era lógico y no era legal. Cuando cerró la puerta a sus espaldas, se dijo que era humano y que con eso bastaba. No le preocupaban las consecuencias: lo que necesitaba, después de haber descubierto quién, era saber por qué.

La sala permanecía completamente a oscuras. Sin problemas, Maureen alcanzó la silla y se sentó a esperar. Tenía consigo todas las armas que necesitaba: la pistola, el factor sorpresa y la verdad.

Ahora solo faltaba él.

El tiempo pasaba con una lentitud desesperante. Sin embargo, esa espera paciente tuvo su premio.

Anunciado por una repentina claridad en el cristal, un coche se detuvo en la calle justo frente a la entrada. Oyó el ruido de una puerta que se cerraba de un golpe y poco después vio la luz de los faros que se alejaban. Luego pudo oír el eco de unos pasos que subían los escalones de la entrada y el roce de una llave introducida en la cerradura, que se abrió con un chasquido. Con la perfección de la casualidad, pasó otro coche para aportar su contribución luminosa, y en la transparencia del cristal esmerilado Maureen vio una figura de hombre que se dibujaba, incierta, a contraluz. Era así como lo había visto siempre en su imaginación: una forma vaga, descompuesta por la refracción, a la cual no había logrado dar un rostro y un nombre hasta que se abrió la puerta de su mente.

Exactamente como estaba a punto de suceder ahora. Con calma, estiró la mano y cogió la pistola que había dejado sobre la mesita; tensó los músculos del brazo para soportar el peso. El arma la tranquilizó; era solo un pedazo de metal inerte, pero también algo tangible que en ese momento necesitaba, después de todos sus obligados viajes a lo irreal.

Pasó otro coche por la calle; la puerta de cristal se abrió silenciosamente y dibujó la sombra de un hombre en el cuadrado de luz proyectado por los faros sobre el suelo. Maureen vio que el haz luminoso llegaba hasta sus pies, y rápidamente se retiró, mientras el hombre cerraba la puerta.

Luz y sombra, como en toda aquella historia sin razón ni explicación.

Después de entrar, el hombre no encendió enseguida los interruptores. Cuando lo hizo, estaba de espaldas y no vio inmediatamente a la mujer sentada junto a la pared, frente a la puerta. Maureen agradeció ese instante de pausa, que permitió que sus ojos se acostumbraran al cambio de luminosidad.

Cuando el hombre se volvió, la vio sentada ante él con una pistola en la mano, y por un instante la sorpresa lo inmovilizó. Un segundo después Maureen vio que su cuerpo se relajaba y su cara se distendía, como si estuviera viviendo un momento que de algún modo esperaba y para el cual se había preparado.

Era un asesino; sin embargo, Maureen no pudo sino sentir admiración por su sangre fría. Esa simple reacción bastó para confirmarle que sus suposiciones eran ciertas.

El hombre señaló la pistola con un gesto de la cabeza y dijo dos únicas palabras, con incredulidad.

—¿Por qué?

Maureen, con la misma sencillez y la misma voz tranquila, respondió:

—Es lo mismo que he venido a preguntarte yo.

—No entiendo.

—Gerald Marsalis, Chandelle Stuart, Alistair Campbell.

El hombre hizo unos breves movimientos de cabeza para confirmar que había entendido. Luego se encogió de hombros e hizo un gesto como si se rindiera ante lo evidente.

—A estas alturas, ¿tiene importancia?

—Para mí, sí.

El hombre se permitió querer satisfacer una pequeña curiosidad personal.

—¿Cómo has entrado en esta historia?

—Jamás lo creerías.

El hombre sonrió. Tenía los ojos fijos en ella, pero Maureen se dio cuenta de que no la veía.

—No tienes ni idea de las cosas que estoy dispuesto a creer...

Maureen intuyó que estas últimas palabras las había dicho más para sí mismo que para ella. La imagen que había surgido en la mente del hombre, cualquiera que fuera, desapareció tal como había llegado y él volvió a la habitación, frente a ella.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Por el principio; siempre es el mejor comienzo.

—De acuerdo. Ven, vayamos allí. Estaremos más cómodos.

Manteniéndolo en la mira de su pistola, Maureen se levantó; entonces sintió que estaba a punto de suceder de nuevo. Llegó el largo y frío estremecimiento que tan bien conocía, y su piel se erizó como si de pronto se hubiera vuelto demasiado pequeña para contener su cuerpo. A su cabeza acudió el mismo pensamiento inútil de aquella otra noche: «Dios ahora no te lo ruego Dios ahora no ahora no» y después esa sensación familiar de algo que iba llegando rodando y rodando desde lejos y el ruido metálico de la pistola que caía al suelo y...

«... estoy de pie en medio de una gran habitación llena de luz que viene de las ventanas de lo alto de las paredes y camino hacia la pared del fondo y al bajar la mirada veo mis pies de color rojo contra los mosaicos claros del suelo y me aproximo a la puerta que da a la escalera y...

»... estoy en un dormitorio donde Julius está tendido sobre el cuerpo de Chandelle y la abofetea mientras se la folla, y está Alistair con los pantalones bajados mientras espera su turno y se hace una paja y también yo me estoy masturbando y...

»... estoy ante otra puerta que se abre y está el rostro bonito e incrédulo de Thelma Ross que aparece en la mirilla y poco después la empujan dentro y cae en el suelo gritando y en mi campo visual entra una mano que sostiene una pistola y...

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