Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
Había en el aire un olor a ladrillos y a cal, y esa sensación de provisionalidad que tienen todas las obras de construcción. Jordan vio la escalera y subió a la primera planta por unos escalones de cemento y sin barandilla. Cuando llegó al rellano, tropezó con un recipiente de plástico oscuro, casi invisible en la penumbra, que alguien había abandonado en el suelo. Estaba lleno de herramientas de trabajo, y se volcó con un ruido metálico que, en el silencio, a Jordan le pareció más fuerte que un choque frontal entre dos camiones.
Permaneció un instante conteniendo el aliento, con las mandíbulas apretadas, asimilando la sorpresa, el temor de haber llamado la atención de alguien y un dolor en la tibia, donde le había pegado el recipiente.
Ninguna señal de vida.
Se relajó. Desde la galería donde se encontraba echó una mirada hacia el jardín de la casa de enfrente, hasta donde se lo permitían el muro y las ramas de los árboles. En la oscuridad protegida por el follaje, le pareció ver el reflejo de una puerta de cristal, pero desde donde estaba no podía distinguir nada más.
Se volvió, para observar lo que lo rodeaba. A su izquierda había una pila de largos tablones de madera, que probablemente servirían para prolongar el andamio de la planta superior.
Fue a coger uno y, valiéndose de la barandilla tubular de la plataforma para balancear el peso, lo apoyó y lo deslizó hasta alcanzar el borde del muro. Se aseguró de que quedara firme. Cogió otro e hizo lo mismo; lo superpuso al primero, rogando haber calculado bien y que fuera del largo necesario para lo que se proponía hacer.
Fue a buscar entre las herramientas que había volcado y encontró lo que buscaba. Cogió una piqueta, de las que se usan para desclavar los tablones del cemento armado, y se la puso en la cintura de los pantalones.
Avanzó por el precario puente suspendido en la penumbra, que iba desde el suelo de madera del andamio hasta el muro de la casa del doctor Roscoe. Adelantó un pie y lo apoyó en el tablón, al tiempo que se agarraba a un pilar de los andamios. Luego abandonó el punto de apoyo del tubo de metal y dio el primer paso sobre el inestable tablón.
Jordan nunca había tenido vértigo, y rogó no empezar en ese momento.
Con la mirada fija al frente y colocando un pie detrás del otro, como un equilibrista que tuviera arena y sacos de cemento como red de seguridad, llegó a la otra parte de su improvisado puente. Se dio cuenta de que había hecho todo el recorrido conteniendo el aliento y dejó salir de los pulmones un largo suspiro de alivio. Se sentó a horcajadas sobre el muro como en el asiento de la moto, y, sujetándose con las piernas, deslizó hacia delante el segundo tablón, hasta que tocó tierra. El esfuerzo para apoyarlo en el suelo sin hacer ruido y al mismo tiempo impedir que se le resbalara de las manos hizo que la sangre latiera violentamente en sus sienes; tuvo que detenerse un segundo para recobrar el aliento y reponerse de un ligero mareo.
Verificó, hasta donde podía, la solidez del apoyo del tablón contra el muro sobre el que estaba sentado. Se proponía usarlo como un plano inclinado, tenderse encima y deslizarse, valiéndose de la fuerza de los brazos, hasta tocar tierra.
Sin embargo, cuando trató de poner en práctica su plan, el apoyo resultó menos fiable de lo previsto. En cuanto apoyó en el tablón todo el peso del cuerpo, la parte apoyada en el suelo resbaló de golpe hacia delante. Instintivamente, Jordan trató de aferrarse al borde del muro, pero la mano izquierda se escurrió sobre los ladrillos cubiertos de musgo, y quedó colgado solo de una mano. Su cuerpo se torció de golpe hacia el otro lado y Jordan oyó con claridad el crac de la articulación que cedía y vio cómo el hombro se dislocaba. La violenta punzada hizo que se soltara. Su caída la amortiguó una mata de pittosporum pero lo empujó rodando hacia delante, mientras sentía lo que parecían puñaladas en el hombro dislocado.
Se quedó tendido en el suelo, jadeando, sobre un costado del cuerpo. Esperó hasta que el dolor se hizo más soportable, y luego trató de sentarse.
Notó un cambio perceptible en la luz. Las copas de los árboles y el muro atenuaban bastante la claridad de las farolas, de modo que tuvo que esperar a que sus ojos se adaptaran a la luz. Cuando pudo ver lo que lo rodeaba, se levantó y se acercó al tronco de un árbol, en busca de un punto de apoyo que le permitiera poner en su sitio el hombro. Se apoyó en la corteza áspera de un arce y dio un golpe seco. El dolor casi hizo que se desvaneciera. Se examinó el hombro con la mano sana. Probablemente el precedente de la noche de la agresión de Lord había debilitado los ligamentos, por lo que la maniobra no dio los resultados esperados. Seguía sintiendo un fuerte dolor y el hombro no había vuelto a su lugar, lo que le inmovilizaba casi por completo el brazo.
Soltó un profundo suspiro y trató de no pensar en ello. Se dijo que tal vez Maureen se hallaba en peligro, de modo que él no tenía tiempo para sentir dolor. Volvió a prestar atención al lugar donde se encontraba.
Al otro lado del jardín, como ya había entrevisto, se veía el reflejo de un ventanal. Avanzó hacia allí con cautela sobre el terreno blando y, cuando se aproximó lo suficiente, vio que la superficie posterior de la casa, a todo lo largo del jardín y en un tercio de su ancho, estaba ocupada por una galería con grandes ventanales, que continuaba las paredes formando una especie de jardín de invierno. A la luz tenue, los cristales dejaban entrever en el interior siluetas de plantas y una decoración compuesta por muebles y sillones. La galería comunicaba con el interior por medio de tres puertas correderas, una de las cuales estaba parcialmente iluminada. Jordan se puso de frente y trató de ver más allá del umbral. Había un pasillo alumbrado por un recuadro de luz que llegaba de la pared de la derecha, y al fondo otra zona luminosa, enmarcada por algo que parecían unas cortinas abiertas.
Sacó la piqueta y, con cierta dificultad a causa del brazo inservible, la introdujo entre los dos batientes de madera de la puerta corredera. Se oyó un chasquido seco, aunque no demasiado fuerte. Las dos hojas se deslizaron fácilmente sobre unas guías bien engrasadas, y Jordan entró en la casa.
Cruzó la galería, evitando la trampa de una mesita baja, y llegó ante la puerta corredera iluminada. Antes de utilizar de nuevo la piqueta probó a girar el picaporte, y para su gran sorpresa el batiente se abrió.
Atravesó el umbral y se adentró en el pasillo. A los pocos pasos se encontró junto a la fuente de luz que había visto desde fuera, una puerta abierta que daba a una escalera iluminada que bajaba. Jordan se dijo que en ese sótano debía de haber algo realmente importante, dado el blindaje de la puerta y su sistema de abertura, un lector de huellas digitales. Bajó el primer escalón y oyó que algo se rompía bajo la suela, con un ruido seco.
Levantó el pie y cuando bajó la mirada vio un par de gafas oscuras sobre la superficie áspera del escalón. Se agachó a recogerlas y sintió una nueva punzada en el hombro. Cuando las tuvo en la mano, las reconoció de inmediato, pese a que las lentes polarizadas estaban destrozadas.
Eran las gafas de Maureen.
La casa desierta podía o no ser una señal, pero esas gafas en el suelo desde luego lo eran.
En el silencio, le pareció oír voces que provenían de abajo.
Empezó a bajar con cautela, de lado y sujetándose el brazo derecho con el sano para evitar golpes dolorosos. Llegó a un primer rellano. Allí la escalera doblaba a la derecha y seguía otro tramo.
Ahora las voces eran más fuertes, aunque todavía tan confusas que resultaba imposible distinguir las palabras.
Jamás Jordan había echado tanto de menos tener una pistola. Nunca había sido aficionado a las armas, ni en los tiempos de la academia, ni cuando estaba de servicio. Tenía buena puntería por instinto, no por ejercicio, ya que practicaba en el polígono solo lo estrictamente indispensable para cubrir el expediente.
Sin embargo, en aquel momento habría pagado a peso de oro la 38 que había devuelto junto con la placa. Empezó a bajar también el segundo tramo y a cada escalón que dejaba atrás el volumen de las voces aumentaba. Poco después dejaron de ser un confuso fondo sonoro y Jordan consiguió separar la voz de un hombre de la de una mujer. Llegó por fin al rellano siguiente, agradecido por la suela silenciosa de sus Reebok.
Ahora las voces se habían convertido, en sus oídos y en su mente, en el rostro conocido de dos personas.
Una era la de Maureen; la otra, la había oído una sola vez pero aun así la reconocía.
Las voces llegaban de una puerta abierta que daba a una estrecha galería interior, algo elevada con respecto al semisótano, a la cual se accedía doblando a la izquierda y bajando dos o tres escalones.
Desde su puesto de observación, la parte que alcanzaba a ver parecía un laboratorio. La pared que se alzaba frente a él, que continuaba hasta debajo de la barandilla de la galería, estaba llena de aparatos e instrumentos que a Jordan le recordaron la sede de la brigada científica, en la que había gascromatógrafos y otros aparatos para análisis muy complejos.
Se apoyó en la pared y se asomó por el umbral. Lo que vio no le gustó en absoluto.
En la parte opuesta de la enorme estancia, al otro lado de una mesa de trabajo que ocupaba buena parte del espacio central, estaba Maureen, con la cara vuelta hacia la puerta donde se hallaba él, sentada en un sillón de oficina, con los brazos inmovilizados detrás.
De espaldas, la figura de un hombre al que Jordan había visto hacía un rato, en una filmación, atravesando con sigilo el vestíbulo del Stuart Building en dirección a la salida después de haber matado a Chandelle Stuart.
Había una sola diferencia. Ahora estaba presente en carne y hueso y apuntaba con una gran pistola al estómago de Maureen.
Maureen acababa de oír la sentencia sibilante de William Roscoe, cuando por encima del hombro vio que Jordan se asomaba por el umbral de la puerta de la galería. Maureen bajó de golpe la cabeza, como por el efecto de la amenaza de su carcelero. Cuando volvió a alzarla, se obligó a no desviar ni siquiera un instante la vista y continuar mirándolo a los ojos, para no traicionar la presencia de Jordan.
Sin embargo, debía indicarle de algún modo que sabía que él había llegado para ayudarla. Dijo algo que para Roscoe podía ser la continuación de lo que habían dicho antes, y elevó un poco la voz, para que lo oyera Jordan.
—Ahora que sabes que te vi, creo que también yo merezco una explicación, ¿no crees?
Jordan comprendió. Se asomó un poco, le hizo una seña con el pulgar levantado y poco después movió la mano con un gesto de rotación, para indicarle que hiciera hablar a Roscoe para distraer su atención.
El médico no se había dado cuenta de nada, pero se puso de lado, para poder controlar visualmente tanto a Maureen como la entrada del laboratorio. Era totalmente imposible, en aquella situación, que Jordan pudiera entrar, sorprenderlo por detrás y neutralizarlo.
Roscoe dirigió a Maureen una expresión condescendiente.
—Me parece justo. Hace un momento me has pedido que comenzara desde el principio. Para que puedas entenderlo, es preciso que comience justamente desde ahí.
Hizo una pequeña pausa, como si debiera prepararse antes de emprender por enésima vez un camino entre las ruinas de su vida.
—Hace muchos años, en un seminario que hacía en un hospital de Boston, conocí a una enfermera. Era una joven negra, que se llamaba Thelma Ross. Nos enamoramos enseguida, a primera vista, como si nos hubieran puesto sobre la tierra con ese único fin. Era lo más hermoso y puro que jamás había sentido en mi vida. ¿Sabes qué significa encontrarte ante una persona y darte cuenta de que a partir de entonces nadie más podrá importarte de la misma forma?
Maureen sintió que los ojos se le humedecían y las imágenes de Connor se superpusieron por un instante a las del asesino que la amenazaba con un arma que no le daba ningún miedo.
«Sí, maldito cabrón, claro que lo sé.»
Pareció que Roscoe le leía el pensamiento. Hizo una ligera seña afirmativa con la cabeza, un movimiento habitual en él.
—Sí, veo que lo sabes. Comprendes lo que quiero decir.
El médico prosiguió su relato con otro tono de voz, como si ese conocimiento hubiera creado entre ellos cierta complicidad.
—Entonces yo me encontraba en un momento delicado de mi carrera. Era el preferido y el primer ayudante del profesor Joel Thornton, que en esa época era el mayor experto mundial de mi especialidad. Todos, incluso él, me señalaban como su legítimo heredero, el astro naciente de la microcirugía ocular y de la investigación científica en el campo de la oftalmología. Además, era también mi suegro, porque hacía poco que me había casado con Greta, su hija mayor. Thelma estaba enterada de mi situación y no quería hacer nada que pudiera poner en peligro mi carrera. Me dijo que si me pedía que eligiera, ella pagaría las consecuencias, porque a la larga yo no se lo perdonaría. Thornton, en efecto, tenía el poder de arruinarme. Acarrearme su enemistad en aquel momento habría significado cerrarme todos los caminos.
Roscoe salió del recuerdo y se permitió un pequeño sarcasmo.
—Estados Unidos no es ese país tan democrático que tratamos de exportar como modelo. Un blanco que deja a la hija de un famoso barón WASP de la medicina para liarse con una mujer negra...
No terminó la frase; dejó que Maureen sacara sus conclusiones.
—Thelma y yo seguimos viéndonos a escondidas, hasta que ella se quedó embarazada. De común acuerdo decidimos tener el niño, y así llegó Lewis. Yo le había encontrado un empleo como primera ayudante de quirófano en el hospital Samaritan, en Troy, una pequeña población cerca de Albany. Era el lugar perfecto. Lo bastante cercano para permitirme verlos, a ella y al niño, siempre que me era posible, y lo bastante apartado para pasar inadvertidos. En todo caso, todo se hizo con mucha discreción, tanta que ninguno de sus amigos me ha visto nunca ni ha sabido de mi existencia. Para todos, Thelma era una joven divorciada, que había vivido una mala experiencia de la que no quería hablar. Para Lewis, yo era una especie de tío que los quería y que llegaba de vez en cuando cargado de juguetes. Les había alquilado una casa aislada, y cuando iba a verlos no nos arriesgábamos nunca a que nos vieran juntos. Pasaron cinco años. Thornton murió y las cosas entre Greta y yo habían empeorado tanto que ella me pidió el divorcio. Se lo concedí de buena gana y ese día, ese día maldito fui a Troy a anunciar a Thelma que pronto sería libre y que podríamos vivir juntos.