Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
Lo único visible de Lysa eran los ojos, enmarcados en la pequeña ventana del liviano casco de fibra Kevlar que habían elegido. Jordan vio cómo desaparecían tras el plástico oscuro de la visera, y enseguida los añoró.
Encendió deprisa la moto para que el ruido del motor tapara ese pensamiento.
Notaba que su pasajera se movía en perfecta sincronía con las exigencias de la conducción y del camino, que imponen no huir de los propios miedos sino lanzarse hacia ellos y vencerlos. Lysa parecía saber instintivamente que en la moto lo más indicado es lo menos natural. Dejarse absorber por el vacío era el único modo de evitar que este la tragara.
Era la compañera de viaje ideal.
«El compañero de viaje ideal.»
Jordan se impuso ese malvado matiz para recordar quién y qué era él, pero sobre todo para no perder de vista quién y qué no era Lysa.
Se aferró al acelerador como un alcohólico a la botella.
Sentía la potencia del motor y la sensación de gravedad de la aceleración. Tenía el camino por delante, debajo y a sus espaldas, y a pesar de todo Lysa seguía allí, dócil y flexible en las curvas, presente y ausente, pegada a él para recordarle, a su pesar, que existía. Aunque ahora el viento hacía que su perfume a vainilla se perdiera detrás de ellos.
Salieron de Nueva York y cogieron la autopista West Side, que iba hacia el norte; luego Jordan eligió la carretera 9, que en algunos tramos corría paralela a las vías del ferrocarril a orillas del Hudson. Pasaron ante la academia de West Point, que se alzaba sobre las aguas del río, tan firme como sus principios y sus reglas. Pasaron ante la cárcel de Sing Sing, cortada en dos por el ferrocarril; allí, personas encerradas en un patio escuchaban la libertad del silbido del tren del otro lado de los muros, antes de que el pitido de los guardias los llamara de vuelta a las celdas.
Los acogió con los brazos abiertos el verde cambiante de la vegetación de finales de primavera, que renacía siempre maravillada de sí misma y que tal vez por ello lograba encantar.
Pasaron casas, bordearon pequeños amarres en los que había barcos fondeados bajo el sol, listos para salir a remontar el río durante el verano. En algún momento encontraron embotellamientos de tráfico, pero los sorteaban con un salto de esas botas de las siete leguas que eran las dos ruedas sobre las que corrían.
Jordan se sentía en paz; no pensaba en nada y deseaba que ese viaje durara para siempre.
Sin embargo, cuando se cree poder tomar el pulso al tiempo, es el tiempo el que muestra su propio pulso. Y siempre lleva reloj.
Así, también ese viaje terminó, como había empezado.
Velozmente.
Llegaron a Poughkeepsie desde el río y pasaron junto a la estación, una construcción de ladrillos rojos donde en aquel momento dormitaba un solo taxi. Entraron en la ciudad y Jordan vio desfilar, flanqueando las calles, las típicas casas de clase acomodada. Recorrieron una de las tantas avenidas Raymond que hay en Estados Unidos y pasaron ante iglesias, asociaciones de veteranos y una cantidad imprecisa de semáforos y restaurantes. Después de un cruce se encontraron ante un muro bajo. Del otro lado se entreveía a cierta distancia un edificio imponente.
Jordan supo que habían llegado al Vassar College.
Dobló a la derecha siguiendo los carteles y, mientras recorrían durante un largo trecho la calle que bordeaba el campus, se dio cuenta de que el terreno sobre el cual se extendía debía de ser inmenso.
Prosiguieron hasta que el muro dio paso a una construcción más alta, con cierto aspecto medieval, aunque no consiguió definir su estilo. Allí se abrían tres arcos, el más amplio era la entrada para vehículos del college, donde se hallaba la caseta de vigilancia.
Jordan se detuvo a la sombra y se quitó el casco. Se encontró ante un guarda que llevaba un uniforme de color avellana; tenía el pelo muy corto y un rostro rubicundo que recordaba a Patoso, el infante de marina con exceso de peso de
La chaqueta metálica
.
—Buenos días. Soy Jordan Marsalis. Tengo una cita con el rector Hoogan.
Christopher conocía personalmente a Travis Hoogan, el rector del Vassar College. La reacción del guarda confirmó a Jordan que su hermano había hecho la llamada que le había pedido, y que había conseguido lo que buscaba. Desde su puesto, el guarda dirigió a Jordan y a su pasajera una sonrisa que lo clasificaba en la categoría de personas simpáticas a primera vista.
—Buenos días, señor Marsalis. Me han avisado de su llegada. Creo que el rector está en el campo de golf; le ruega que lo espere usted en el comedor mientras le aviso con el busca.
Salió de su pequeño fuerte y señaló con la mano un lugar frente a ellos.
—Recorra el camino y al fondo gire a la derecha. Hay carteles con indicaciones. Encontrará el campo de golf a la derecha. Al frente está el salón comedor. Puede aparcar la moto en la plazoleta que encontrará inmediatamente después del refectorio.
Jordan pasó el brazo por la abertura del casco y, sosteniéndolo a la altura del codo, condujo lentamente la moto por el camino arbolado y flanqueado de parterres de flores y un envidiable césped inglés.
Frente a ellos se elevaba la enorme silueta del Vassar College, un edificio de aspecto severo, de ladrillos oscuros y grandes ventanas blancas. Tenía una parte central y dos alas que se alargaban a derecha e izquierda y que parecían construidas en una época posterior.
Sobre la fachada, dos placas recordaban que el
college
se había erigido el Anno Domini 1881, gracias a la generosidad y el talento de Matthew Vassar, su fundador.
En la parte más alta del tejado, sujeta a un asta blanca, ondeaba una bandera estadounidense. Daba la impresión de que su objetivo era el de recordar a los jóvenes que asistían al
college
qué significaba aquel lugar para ellos y para el país al que pertenecían.
El conocimiento y la seguridad.
Hubo un tiempo en el que también Jordan tuvo sus certezas. Sabía dónde estaba, quién era y a qué pertenecía. Poco a poco su identidad se convirtió en solo una probabilidad y luego se disolvió en la constante dificultad de comprender.
Cogieron el camino de la derecha y siguieron las indicaciones del guarda. Pasaron junto a otras construcciones, que unos carteles identificaban como teatro, piscina, gimnasio, pista de tenis. Al ver el campo de golf, Jordan tuvo que admitir que la cuota de cien mil dólares al año tenía su justificación.
Llegaron al aparcamiento y Jordan apagó la moto.
En cuanto bajó, Lysa se quitó el casco y respiró hondo. Su pelo oscuro se transformó en una cascada que buscaba su cauce natural, mientras la mano lo desordenaba para que recobrara su forma.
Levantó la cabeza de golpe y el pelo volvió a caer sobre sus hombros, brillante y perezoso como serpientes al sol. Por un instante Jordan tuvo la idea absurda de que tendría que mirar su cara en un espejo para no convertirse en una piedra. En efecto, cuando Lysa se volvió hacia él, pensó que su sonrisa y sus ojos brillaban de tal forma que podrían petrificar hasta a la Medusa.
Lysa miró a su alrededor. A Jordan le pareció que era feliz.
—¡Qué hermoso!
—¿Qué es hermoso?
Lysa hizo un gesto que parecía querer indicar el mundo o la vida o tal vez solo aquel momento.
—Todo. Este día, el sol, el viaje, la moto. Este absurdo lugar. Y pensar que es una universidad... Conozco gente que sería feliz con pasar aquí aunque solo fuera una semana de vacaciones.
—Pues nosotros tendremos que contentarnos con un día. Al menos es gratis.
Jordan se dirigió hacia el edificio bajo que se hallaba a pocas decenas de metros, delimitado y semioculto por un seto formado por distintas especies, meticulosamente cuidado para dar una impresión silvestre y natural. Lysa lo alcanzó y ambos recorrieron en silencio el trayecto hasta el comedor.
Por su lado pasó velozmente una chica, con unos pantalones ajustados de color rojo, una camiseta verde y un par de zapatillas de deporte a la espalda, atadas por los cordones. Llevaba unas sandalias de tipo japonés, y su pelo teñido de rojo parecía distribuido en puñados irregulares. Fuera de aquel contexto, parecería una joven indigente que todavía debe decidir cómo y dónde pasar el día. Allí, en cambio, no era más que una joven original de buena familia, en un
college
prohibitivo. Jordan pensó en su sobrino, en el mismo lugar, de la misma manera, algunos años atrás.
Quizá aquella muchacha, a su modo, era realmente una joven indigente.
La siguieron por una corta escalinata; por una puerta de cristal que daba al parque entraron en el autoservicio, un salón grande, con las paredes pintadas de amarillo claro. Algunos jóvenes se hallaban en la zona de servir; otros estaban sentados a las mesas, hablando.
Se respiraba un aire de informalidad, aunque contra la pared de la izquierda había un cajero automático. La muchacha del pelo rojo se dirigió hacia la máquina e introdujo su tarjeta. Jordan sonrió. Informales, hip-hop, artistas bohemios, pero con tarjetas de crédito generosamente otorgadas por la familia y quizá aceptadas con suficiencia.
Cuando entraron, todas las cabezas masculinas se volvieron hacia Lysa con perfecta sintonía. El suave murmullo de conversación se interrumpió de golpe. Si Jordan no hubiera estado tan concentrado observando esa actitud, habría visto que también las miradas de muchas chicas se fijaron en él del mismo modo.
En ese momento, por la puerta de cristal de un lateral entró un hombre que llevaba a la espalda una bolsa de golf con unos palos. Era casi tan alto como Jordan, y debía de tener unos sesenta años; su cabello, de color indefinible, era algo ralo en la parte superior de la cabeza y más largo de lo normal. Escondía sus ojos tras un par de gafas sin montura, y tenía el aspecto de un tío que sabe muchas cosas y por el solo hecho de saberlas está seguro de sí mismo. Un hombre tranquilo, que había visto todo lo que deseaba de la vida, y tenía la certeza de que lo que no deseaba en realidad no le servía.
Se acercó a ellos con una sonrisa.
—Jordan Marsalis, supongo. Soy Travis Hoogan, el rector de este antro de perdición.
Jordan le estrechó la mano que le tendía.
—Un placer conocerlo. Ella es Lysa Guerrero.
Los ojos de Hoogan se iluminaron con malicia mientras retenía la mano de Lysa un instante más de lo debido.
—Señorita, es una verdadera maravilla verla. Su presencia en esta tierra nos dice, a los pobres mortales, que los milagros existen. Por lo que no perderé la esperanza de mejorar jugando al golf.
Lysa rió, echando atrás la cabeza.
—Si es usted tan bueno en el campo de golf como diciendo cumplidos, creo que pronto lo veremos en algún Master.
El rector se encogió de hombros.
—Oscar Wilde decía que el problema no es envejecer por fuera, sino saber mantenerse joven por dentro. Pero créame que saberlo no me sirve de nada. Gracias, de todos modos.
Jordan no le había explicado a Lysa por qué habían ido a Vassar. Después de los cumplidos, con el tacto que la caracterizaba, Lysa le demostró que sabía que debía de tratarse de algo importante. Y que quizá los dos hombres debían hablarlo a solas.
—Creo que ustedes tienen que hablar. Mientras lo hacen, espero que no tenga usted inconveniente si echo una mirada por ahí.
Hoogan, con un gesto, le concedió una imaginaria llave del college.
—Si lo tuviera, temo que los miembros masculinos del consejo de administración pedirían mi dimisión.
Lysa fue hacia la puerta y salió. Dos jóvenes que entraban se hicieron a un lado para dejarla pasar; se quedaron un instante en el umbral, se miraron y salieron detrás de ella.
Hoogan sonrió mientras la seguía con la mirada.
—Tal vez no sea un milagro, pero se le parece mucho. Es usted un hombre afortunado, señor Marsalis.
Jordan habría querido decirle que también Lysa era un hombre y que justamente por eso él no era afortunado en absoluto.
Concluido ese pequeño intercambio, Travis Hoogan le dio a entender que estaba al corriente de la gravedad de la situación en la que se encontraban.
—Cuando me anunció su visita, Christopher me dijo que están en una situación muy difícil. Lamenté mucho lo de Gerald y espero que en su visita aquí encuentre algo que pueda serle útil para descubrir quién lo mató.
—Yo espero lo mismo.
—¿Vamos a mi despacho? Creo que allí podremos hablar sin que nadie nos moleste.
Mientras seguía a Hoogan fuera del refectorio, Jordan vio a Lysa de pie bajo un árbol, con el casco en la mano y concentrada en atraer a una ardilla que la miraba con curiosidad desde una rama.
Lysa sonreía, y Jordan de nuevo pensó que la veía feliz.
El despacho del rector del Vassar College era exactamente como Jordan lo había imaginado. Olía a piel y a madera y había en el aire un leve aroma a tabaco de pipa. Jordan se preguntó cuánto habría de verdadero en aquella estancia que parecía extraída de una ilustración del
Saturday Evening Post
. La decoración habría hecho las delicias de cualquier comerciante de muebles de colección. Las únicas notas fuera de lugar eran la pantalla de cristal líquido y el teclado del ordenador.
Hoogan se sentó tras el gran escritorio situado frente a la ventana, que daba al camino que Jordan y Lysa habían recorrido hacía un rato. Cerró las cortinas para evitar un fastidioso contraluz a la persona que se sentara ante él. Al entrar había pedido a su secretaria, una muchacha de aspecto despierto y sonrisa maliciosa, que no le pasara llamadas. La joven tomó nota y antes de que desaparecieran por la puerta tuvo tiempo de echar una mirada de aprobación hacia Jordan.
La actitud de Travis Hoogan ya no tenía la ligereza de poco antes. Jordan se dio cuenta de que era un hombre con el que se podía contar y que se ganaba el sueldo. Ahora que lo veía sentado en su despacho se confirmaba la buena impresión que le había causado a primera vista.
Se preguntó cuántos jóvenes se habrían sentado en el lugar que ahora ocupaba él, a la espera de un discurso del rector del Vassar. Quizá incluso Gerald, su sobrino, habría esperado, aburrido, hablar con el rector Travis Hoogan.
—La respuesta es sí.
—¿Cómo dice?
—Estaba usted preguntándose si su sobrino estuvo en este despacho. La respuesta es sí, más de una vez.