Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
»... estoy de pie delante del espejo y mi cara me mira, una cara roja como si estuviera cubierta con la sangre de mis heridas. Me observa desde el recuadro brillante que da hacia otro mundo, que parece haber hecho de la locura su regla elemental. Mis labios se mueven mientras apunto un dedo como una pistola hacia mi imagen y...
»... voy hacia la puerta del fondo de esta enorme habitación tan luminosa y la abro y en la sombra del rellano hay una figura inmóvil que ahora avanz...»
Maureen se encontró de rodillas en el suelo con las manos apretadas contra las sienes, de nuevo hundida en la oscuridad. Estaba exhausta, como después de una pesadilla o de un orgasmo. Probablemente era esta última sensación. Se sentía vacía como si el placer que había experimentado en ese momento de desfallecimiento hubiera sido real, pero con la percepción antinatural de haberlo vivido con el cuerpo de un hombre. La mano que había sentido que se deslizaba sobre el pene era la suya, al igual que había sentido cómo se precipitaba el chorro de líquido seminal para salir prepotente y presuntuoso por una parte del cuerpo que no debía y no podía tener.
Se inclinó despacio hacia delante hasta apoyar la frente caliente, febril, sobre el refrescante mármol del suelo.
«No es posible. No es posible...»
La puerta de la habitación se abrió un momento antes de que sucumbiera al pánico, que hace de la oscuridad el mejor lugar donde tender sus emboscadas.
—¡Madre de Dios! ¿Qué le sucede, señorita? Espere, que la ayudo.
Oyó la voz alarmada y el paso suave de Estrella, que se le acercaba. Desde una parte lejana del piso le llegó el sonido rítmico de los tacones de su madre.
Después, el consuelo de dos manos fuertes y por suerte conectadas a unos ojos seguros.
—Venga usted, señorita, apóyese en mí; la llevaré a acostarse en la cama.
Estrella la ayudó a erguirse y la guió por la habitación apoyándola contra su cuerpo robusto, mientras Maureen intentaba, sin lograrlo, que su corazón latiera más pausadamente. La voz enérgica de Mary Ann Levallier la sorprendió a mitad de camino.
—¿Qué ocurre, Maureen? ¿Te has hecho daño?
Ahí estaba: impaciencia contra suficiencia.
—No es nada, mamá. He tropezado y me he caído.
—Estrella, pero ¿cómo es posible? Creí que había sido clara. La señorita no debe quedarse sola ni un instante.
Maureen meneó la cabeza.
—No es culpa suya. Es solo mía. He querido ir sola al baño, y he resbalado. Ya estoy bien.
Pasada la angustia, percibía en la voz de su madre un enfado que sobrepasaba el alivio.
—Me sorprende que en tu estado todavía tengas ganas de hacer estas demostraciones de valentía. No puedo creerlo. ¿Qué sentido tiene?
Habría querido explicarle el sentido de eso que ella definía desde siempre como «demostraciones de valentía». Muchas veces lo había intentado, desde que era una niña, pero Mary Ann Levallier siempre se había negado a besar el sapo que su hija le tendía con orgullo. Para ella era solo un asqueroso animal que jamás tendría la posibilidad de convertirse en príncipe.
Los cuentos solo eran cuentos.
Maureen pensó que era inútil intentar hacérselo entender ahora. La dejó con su escepticismo y cambió de tema.
—¿Qué hora es?
—Las nueve y media. Creo que ya es hora de que te prepares. Sabes que a las once tenemos una cita con el doctor Roscoe.
«¿Cómo podría olvidarlo? He estado contando cada segundo.»
—Sí, ya me visto.
—Perfecto. Yo voy a pedir un coche para las diez y media. Estrella, quédese aquí, y esta vez preste atención a lo que hace.
La discusión con la madre y el breve descanso en la cama la distrajeron de la angustia que le había provocado la imprevista aparición de esas imágenes salidas de la nada. Se levantó y buscó el apoyo de la criada, más para que se sintiera útil tras las palabras de la dueña de la casa que porque realmente lo necesitara.
Se dejó guiar hasta el cuarto de baño y aceptó los comentarios latinos de Estrella mientras la ayudaba a desnudarse.
—Qué bonito cuerpo tiene, señorita. Ni un gramo de grasa. Parece una estrella de cine.
Maureen guardó silencio mientras imaginaba a la voluminosa mujer y su cara madura, que debía de haber sido hermosa en otros tiempos. Abrió el grifo y salió agua tibia, en lugar de la ducha helada que le había caído encima poco antes. Siempre rodeada de los cautos cuidados de Estrella, se obligó a hablar con ella para no pensar más en lo que había sucedido ni en lo que sucedería dentro de poco.
Se secó con una toalla que era solo un tejido sin color, se vistió con prendas que había aprendido a reconocer al tacto y se peinó el pelo con unas manos que no eran las suyas y que aceptaban el veredicto de ojos diferentes de los suyos.
—Listo, señorita. Confíe en mí, está usted guapísima.
Las palabras de Estrella extrañamente le recordaron a Duilio, el encargado del garaje donde guardaba su coche en Roma. Quizá ese hombre existía todavía, al otro lado de aquella inmensa habitación oscura en la que ella estaba confinada. Quizá aún existía Roma. Quizá existía todavía el mundo.
«Quizá exista yo todavía...»
Cuando su madre, con la voz y los tacones de siempre, acudió para avisarle de que el coche ya esperaba en la calle, la siguió para intentar obtener una respuesta a esa pregunta.
Salió de la casa para ir a descubrir si había recuperado la vista y trató de dejar encerrado a sus espaldas el terror de haber perdido la razón.
Maureen aceptó el asiento y el rechinar de la silla de ruedas como un alivio para su sentido del equilibrio. En cuanto se apeó del coche, ella y su madre fueron recibidas por un enfermero que las esperaba. Luego otro hombre desconocido, con un perfume dulzón y aliento a dentífrico, la empujaba ya por los pasillos del hospital Holy Faith, donde la habían operado. Maureen no estaba muy segura de tener presente la arquitectura del edificio. Los hospitales suelen mirarse un instante y se borran enseguida, para olvidar que existen. Conocía Nueva York lo bastante bien para recordar que el Holy Faith quedaba en el Lower East Side, un poco más abajo de la mancha verde del Tompkins Square Park. Muchas veces, durante su breve estancia, se había preguntado si desde su ventana se verían las copas de los árboles. Y cada vez se respondía que tal vez no las vería nunca más desde ningún lugar.
Después de la charla con Estrella, Maureen hizo todo el viaje en silencio y dejó a su madre la tarea de dirigir al chófer, que hablaba inglés con un fuerte acento ruso y que para ella era solo una más entre tantas voces.
Trató de imaginar qué cara podía tener.
Esa cadencia de tonos guturales le trajo a la memoria otra, vinculada irremediablemente a la imagen de un pendiente en forma de cruz con un pequeño diamante en el centro. Maureen trató de pensar en otra cosa, del mismo modo en que se cambia de tema en una conversación, pero cuando se habla con la propia mente casi nunca es posible. El recuerdo se fundió con la extraña experiencia de hacía rato, y pronto volvió a enfrentarla al miedo. Dudaba si hablar de ello con el profesor Roscoe, pero al final decidió no hacerlo. En ese teatro en que se había convertido su cabeza, la escena era tan clara y nítida como esa especie de alucinación que la había sorprendido en la puerta del cuarto de baño. Imaginaba al cirujano, al que había dado un rostro provisional, incómodo mientras buscaba las palabras adecuadas para aconsejarle la ayuda de un buen psicólogo. Y lo último que necesitaba en ese momento era estar rodeada de personas que dudaran de si la experiencia sufrida había hecho mella de algún modo en su raciocinio.
Avanzaron por el pasillo en un silencio acolchado, solo interrumpido por los pasos de alguien con quien se cruzaban
«¿un médico?, ¿un enfermero?, ¿otro ciego como yo?»
y algún intermitente y fugaz olor a medicinas. El Holy Faith era un hospital pequeño y no tenía una sección de primeros auxilios, por lo que no había altavoces que hicieran llamadas de urgencia a los médicos. Se trataba, principalmente, de un instituto de investigaciones avanzadas, provisto de un número de camas muy limitado. Las curas y las intervenciones que se practicaban con las técnicas más modernas se dirigían exclusivamente a problemas oftalmológicos. El doctor William Roscoe era uno de los principales especialistas del mundo en este campo. Pese a que aún era joven, según algunos colegas sus investigaciones en células estaminales totipotentes le acercaban a pasos agigantados al premio Nobel.
Y, si todo marchaba como él había predicho, también ocuparía un lugar de honor en el santuario privado de Maureen Martini.
La silla de ruedas frenó suavemente y las manos expertas del que la empujaba la hicieron trazar una curva hacia la derecha. Oyó el ruido de una puerta que se abría y la silla entró en una habitación donde de pronto notó la mano de su padre que ya se tendía para acariciarle la mejilla. Ni siquiera aunque se pasara un siglo haciendo cursos de oratoria lograría disfrazar la angustia de su voz.
—Hola, tesoro.
—Hola, papá.
—Verás como todo saldrá bien.
La voz del profesor Roscoe se mezcló con la de Carlo Martini, igual, si no en el timbre, al menos en la intención.
—Estoy absolutamente de acuerdo, señorita. ¿Cómo se siente?
—Bien, supongo.
—Apuesto a que anoche no durmió mucho.
Maureen se preguntó cómo podía notarse con tanta claridad la sonrisa en una voz aunque no se viera a la persona que hablaba.
—Creo que ha acertado —bromeó Maureen.
—Es normal que esté un poco alterada. Señora Wilson, dele un ansiolítico.
—Preferiría que no lo hiciera.
—En medicina no existe la democracia, señora comisario. Y dado que yo prefiero que sí, estoy seguro de que le hará bien tomarlo.
La voz de su madre llegó en apoyo del médico.
—Te ruego, Maureen, que hagas exactamente lo que te dice el doctor.
Oyó los pasos de una persona que se acercaba. La enfermera le puso en la mano un vasito de plástico con una píldora y otro vaso lleno de agua, y la ayudó a tomarla.
La voz de Roscoe sonaba satisfecha.
—Muy bien. Señora Wilson, ¿será tan amable de bajar las persianas y encender al mínimo esa pequeña luz que hay sobre mi escritorio?
Maureen oyó el ruido del taburete que el médico acercaba para situarse frente a ella.
—Muy bien. Ahora vamos a ver qué hemos hecho.
Una presión bajo el mentón le levantó la cara, y poco después sintió dos manos expertas que despegaban con delicadeza los esparadrapos.
Primero uno...
«señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego»
... y después el otro.
«señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego»
Maureen notó una sensación de liberación y el aire fresco sobre el ligero sudor de los párpados cerrados. En ese momento el tiempo pareció detenerse. Al igual que su respiración. Le parecía que todos los habitantes del mundo se hallaban del otro lado de la ventana espiando el juego que el destino estaba practicando en aquella estancia.
—Ahora, señorita, abra lentamente los ojos.
Maureen lo hizo.
«¡señorteloruegoseñorteloruegoseñorteloruego!»
Y seguía viendo oscuridad.
Sintió que el corazón estallaba dentro de su pecho en un latido enorme, como si hubiera querido darle una última y estruendosa señal de su presencia allí antes de dejar de latir para siempre.
Después de esa oscuridad llegó una luz inesperada y vio una figura de hombre inclinada sobre ella con las manos alzadas hacia su rostro. Un solo instante. Tal como había llegado, esa milagrosa claridad se apagó, como en la secuencia de una película proyectada al revés.
Y todo volvió a ser negro.
Maureen oyó que su voz le salía de la boca reseca sin la presión del aliento. También su muda plegaria la había engullido la noche.
—No veo.
La voz del profesor Roscoe llegó luminosa con un mensaje de calma y esperanza.
—Espere un instante. Es normal. Debe dar a sus ojos tiempo para acostumbrarse a la luz.
Maureen cerró de nuevo los párpados, molesta por un ligero ardor, como si tuviera arena en los ojos.
Cuando volvió a abrirlos vio el amanecer más hermoso del mundo. Vio una luz rosada y tenue que surgía en el hechizo de una consulta médica y un hombre con el mismo rostro de antes , inclinado sobre ella con una bata blanca y la mancha coloreada de los cuadros en la pared y una bendita lámpara encendida como un faro sobre un escritorio y una enfermera con el pelo rojo en el fondo de la sala y su madre con un conjunto azul y su padre con una colmada esperanza en la cara y la acostumbrada corbata a rayas en el cuello y al fin logró concederse, después de todo lo ocurrido, el lujo de unas pocas, preciosas lágrimas de alegría.
El hombre de la bata blanca le sonrió y le habló; al fin el profesor Roscoe, además de una voz, tenía un rostro.
—¿Cómo se siente ahora, señorita?
Permaneció un instante en silencio antes de darse cuenta de que ese retumbo que sentía en los oídos provenía de algún lugar del interior de su pecho.
Pero también ella sonrió.
—Doctor, ¿le han dicho alguna vez que es usted un hombre guapísimo?
William Roscoe se enderezó y dio un paso atrás. Una mueca tiñó de ironía su rostro bronceado.
—Más de una vez, Maureen, más de una vez. Pero es la primera vez que una mujer lo hace después de que la haya curado. En general, en cuanto me ven bien dejan de decirlo. Discúlpeme la confianza, pero ante ciertos resultados todavía tengo tendencia a entusiasmarme un poco.
Mary Ann Levallier y Carlo Martini guardaron silencio, con la expresión del que ve pero no comprende qué está sucediendo. Cuando comprendieron el sentido de ese diálogo entre Maureen y el médico, se precipitaron a estrecharla entre los brazos, sin darse cuenta de que se estaban abrazando también entre ellos.
Maureen dejó que la emoción de sus padres la contagiara. Un cuento de hadas que esta vez se había hecho realidad. Había besado al sapo, y el sapo se había convertido en príncipe, y ella al fin lograba verlo.
—Bien, señores, después de este comprensible arrebato, ¿puedo continuar con mi trabajo?
Roscoe se hizo lugar entre los seis brazos y tendió una mano a Maureen.
—Venga, por favor. Permítame echarle una mirada un poco más a fondo. Póngase lentamente de pie. Puede que sienta un ligero vahído, después de tanto tiempo sin ver.