Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—Hice un curso avanzado sobre delitos informáticos. No soy un
hacker
, pero me defiendo.
—Estupendo.
Arrastrados por la fuerza magnética que parecía desprender Jordan, se trasladaron a otro estudio, en el ala opuesta de la casa, un lugar más amplio y lleno de aparatos electrónicos. Había ordenadores con monitores de plasma, impresoras, escáneres, fax y fotocopiadoras.
Ruben Dawson, irreprochablemente vestido y tan lacónico como siempre, estaba sentado en un sillón delante de un teclado. La entrada del trío no cambió su expresión. Jordan se preguntó si existía algo en el mundo capaz de alterar la superficie de ese lago helado que era el secretario del alcalde.
Las palabras agitadas de Christopher no hicieron mella en su impasibilidad.
—Ruben, abre mi correo personal. Tiene que haber un mensaje del Vassar College de Poughkeepsie. Después deja libre el lugar.
Dawson abrió el programa y pronto apareció en la pantalla una cascada de títulos, escritos en negrita, que indicaban los mensajes aún no abiertos. Se levantó y, sin una arruga ni en el rostro ni en la ropa, dejó su lugar a Maureen.
Maureen se quitó las gafas y se sentó ante el teclado. Encontró el mensaje que provenía del Vassar College. Lo abrió y poco después fue al sitio indicado por el enlace. Cuando se abrió y apareció la solicitud de contraseña, escribió el nombre de usuario y la contraseña que les había adjuntado el rector.
Accedieron a una pantalla donde había una secuencia de fechas que correspondían a los años académicos. La lista parecía interminable.
—¿Y ahora?
Jordan se volvió hacia su hermano, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Christopher, ¿en qué año estuvo Gerald en el
college
?
—En el 92 y en el 93, me parece.
Ese «me parece» decía mucho de las relaciones entre padre e hijo.
Arriba, a la izquierda, había una pequeña ventana con las herramientas para definir los criterios de búsqueda.
—Propongo que veamos el período entre 1992 y 1994. ¿Hay algún criterio para reducir la búsqueda? ¿Es posible separar a los hombres de las mujeres? —preguntó Jordan.
Maureen se encogió de hombros.
—Me temo que no. Es la base de datos de una universidad, no un programa de investigación. Suele existir la posibilidad de llegar a una ficha personal si se conoce el nombre, pero creo que cualquier recorrido inverso será un poco difícil.
Jordan apoyó las manos en los hombros de la mujer. No era un gesto de exceso de confianza, sino de solidaridad.
—Ahora creo que tendremos que ver algunas caras. Esperemos que entre ellas esté la que buscamos.
Empezaron a mirar una larga serie de rostros. Chicos y chicas que ya estaban en otra parte convertidos en hombres y mujeres, distribuidos por la casualidad en algún lugar, transformados en lo que habían elegido ser o debatiéndose en lo que se habían visto obligados a convertirse. En esa larga, interminable, sucesión de rostros se hacía patente la sensación del paso del tiempo y de su ineluctabilidad. Patente también era el escozor de la arena en los ojos de Maureen a causa de las emanaciones luminosas de la pantalla. Cuando en ese desfile silencioso y carente de alegría, vio las caras de Gerald Marsalis y Chandelle Stuart, Maureen intentó no pensar que para algunos de ellos el tiempo había terminado, evitó que volviera el recuerdo de Connor.
Se concentró en una lista sin fin de nombres: Alan, Margaret, Jamie, Robert, Allison, Scarlett, Loren...
—¡Aquí está! ¡Es él!
Un joven con el cabello de color castaño rojizo y unos rasgos delicados les dirigía una sonrisa tímida, congelada en una foto de hacía diez años. Maureen se estremeció al pensar que en aquel momento la versión adulta de aquella imagen se hallaba en alguna parte, sin saber que ellos estaban luchando contra el tiempo para salvarle la vida.
La voz de Jordan llegó desde atrás.
—Alistair J. Campbell, nacido en Filadelfia el...
La voz de Christopher Marsalis interrumpió la exposición de datos personales.
—Pues claro. Es el hijo de Arthur «Águila» Campbell, el campeón de golf. Su padre es inglés pero vive en Estados Unidos desde hace años. Creo que ya debe de tener la ciudadanía estadounidense. Ahora vive en Florida y juega en el circuito sénior.
Maureen completó la ficha biográfica del muchacho que seguía mirándolos sonriendo tímidamente.
—Sí, pero Alistair Campbell es también escritor. Figuró hace un par de años en la lista de los más vendidos con una novela que generó, además, bastante sensación. Me parece que se titulaba
El alivio de un hombre acabado
. La he leído. Creo que la publicó Holland & Castle.
Fue Jordan quien dijo en voz alta lo que estaban pensando todos.
—Y la frase que encontré en el piano en la casa de Chandelie Stuart recuerda a Snoopy cuando se las da de escritor.
Hubo un instante de calma tensa, el breve lapso de tiempo entre el relámpago y el trueno. Luego Jordan sacó el móvil de la chaqueta como si quemara.
Marcó un número. Expuso los hechos deprisa, pero claramente.
—Burroni, soy Jordan. Escúchame y toma nota. Tenemos otro nombre. Ex alumno del Vassar College. Es escritor. Se llama Alistair Campbell y publica en una editorial que se llama Holland & Castle. Su padre es Arthur Campbell, un campeón mundial de golf que vive en Florida. Tal vez él sea Snoopy. ¿Has tomado nota?
Se quedó escuchando y luego asintió satisfecho tras la respuesta.
—Perfecto. Búscalo, pero con discreción y sin crear alarma. Debemos encontrarlo antes que nuestro hombre.
Jordan cortó. Se hizo el silencio en la habitación. Solo se oía el ligero zumbido de una pantalla y de sus pensamientos. Ahora que la máquina se había puesto en movimiento y que había una pequeña esperanza, solo quedaba esperar y rogar que con eso bastara. Todos sabían que era un viaje en el que descubrirían si a la llegada les aguardaba otro cadáver o no.
Maureen se levantó de la silla y se volvió hacia Jordan. Instintivamente, desde el primer momento lo había considerado su único referente, como un animal cazador al que basta el olfato para reconocer a su semejante. Acaso también Jordan sentía lo mismo. Lo miró a los ojos y pareció que le leyera los pensamientos. Luego, casi como una confirmación, expresó en voz alta la hipótesis que todos tenían en la cabeza.
—Tal vez el vínculo que une a las víctimas es justamente lo que tú has dicho. Todos fueron testigos de un asesinato. Y si no conseguimos encontrar a Alistair Campbell a tiempo, quizá nunca sepamos cuál fue.
Maureen no respondió. Se puso las gafas oscuras porque le dolían los ojos y la incomodaba sentirse protagonista en ese momento y de ese modo. Con ese gesto recuperó la soledad y se volvió impermeable a las miradas de las personas que estaban presentes en la habitación. De ese modo, obtuvo la respuesta a una pregunta que nunca había hecho. Jamás se lo había preguntado a Connor, pero ahora sabía qué gélida sensación podía tenerse frente al calor de un aplauso.
—Al West Village, en la esquina de Bedford y Commerce.
Alistair Campbell dio al taxista la dirección de su casa y se relajó apoyándose contra el respaldo de un asiento que había visto tiempos y resortes mejores. El conductor se alejó de la terminal del aeropuerto JFK, donde acababa de aterrizar el avión; el taxi se sumó a la fila de coches amarillos que se dirigían hacia la ciudad.
Las luces de Nueva York estaban encendidas pero en realidad aún no habían iniciado su batalla contra la oscuridad. Después de todo el tiempo que había pasado en su casa de Saint Croix, en las islas Vírgenes, volver a encontrarse con los resplandores de colores de la ciudad lo intimidaba y lo sorprendía, como siempre. Cada regreso era un alivio y una angustia a la vez. Alistair Campbell era hombre, además de escritor. Pero era un hombre sin valor, y ello hacía de él un escritor frágil e inseguro. Como todas las personas inseguras necesitaba continuas confirmaciones, y esa ciudad iluminada que se acercaba como si quisiera tragarse el coche en el que viajaba parecía la única capaz de dárselas. Cuando las confirmaciones y los halagos agotaban su poder taumatúrgico y se convertían en necesidades apremiantes y objeto de nuevos miedos, sabía que había llegado el momento de volver a su isla.
En su casa a la orilla del mar la noche era noche y el día traía el sol y la posibilidad de levantarse y después de andar unos pasos por la arena, llegar al océano y poder mear en él.
El móvil que llevaba en un bolsillo empezó a sonar con un timbre atenuado. Lo apagó sin ni siquiera mirar el visor. Había programado el aparato para que le indicara las horas de las diversas píldoras que debía tomar a lo largo del día. Abrió la cremallera de la mochila que llevaba y sacó del compartimiento interior un comprimido de amiodarona. Hacía tiempo que su corazón manifestaba una tendencia a la fibrilación auricular, y solo con ese fármaco podía mantenerla a raya.
Se puso la cápsula en la boca y, debido a la costumbre, consiguió tragarla sin necesidad de agua.
Había tenido que adaptarse a su cardiopatía desde la infancia, cuando se vio que era un niño delgado y propenso a fatigarse. Hubo un momento en que los médicos temieron incluso que sufriera una cardiomiopatía dilatante, una patología degenerativa que hace que el corazón se agrande progresivamente hasta que impide los latidos casi por completo; entonces es necesario un trasplante.
Cuando su padre, Arthur Campbell, el gran «Águila» Campbell, el hombre que había hecho más
big shots
en la historia del golf, supo que su hijo no sería jamás un campeón ni en su deporte ni en ningún otro lo dejó a un lado como a otras tantas cosas sin importancia. Por otra parte, estaba tan ocupado en mantener viva su leyenda que no le quedaba mucho tiempo para ocuparse de la miserable realidad de quienes lo rodeaban, aunque se tratara de su propio hijo.
La madre, Hillary, se comportaba de forma exactamente opuesta y provocó, si ello era posible, daños aún mayores. Lo puso bajo sus sofocantes alas protectoras y le enseñó qué era el miedo y la huida.
Y desde ese momento Alistair no hizo más que tener miedo y huir.
El móvil volvió a sonar, esta vez con el campanilleo imperioso de una llamada. Abrió la tapa del Samsung y vio en la pequeña pantalla el nombre y la foto de Ray Migdala, su agente literario.
—Diga.
—Hola, Alis. ¿Dónde estás?
—Acabo de aterrizar. Ahora estoy en un taxi, casi llegando a casa.
—Muy bien.
—¿Has leído el material que te envié?
—Desde luego. Lo terminé anoche.
—Y ¿qué me dices?
Hubo un instante de silencio que fue como una alarma para la impaciencia y el entusiasmo de Alistair.
—Creo que debemos vernos.
—Joder, Ray, cuánto misterio. ¿Te ha gustado o no?
—Precisamente de eso quiero hablarte cuando nos veamos. ¿Te viene bien mañana por la mañana, o estás muy cansado por el viaje?
—No, hablemos ahora. Y habla claro, al menos por una vez en tu vida.
Ray Migdala tomó esas palabras como una pequeña instigación, y no le costó responder a la provocación.
—Como tú quieras. He leído tu nueva novela y es una mierda. Creo que esta vez he sido bastante claro.
—Pero ¿qué dices? ¿La has leído bien? Yo la encuentro muy buena.
—Entonces será mejor que sepas que eres el único que la encuentra muy buena. He hablado con Haggerty, tu editor de Holland & Castle, y es del mismo parecer.
Quizá en aquel momento Ray recordó el estado de salud de Alistair y se dio cuenta de que había sido demasiado duro. Cambió de tono y trató de echar un poco de bálsamo en las heridas.
—Alis, te lo digo por tu bien. Si sigues con esto los críticos te machacarán.
—Sabes muy bien cómo es la crítica, Ray. En los resultados comerciales no influyen para nada.
—En este caso, yo no estaría tan seguro. De todos modos, te informo que Ben Ayeroff, el director editorial, no tiene la intención de verificar tu afirmación.
Notó un síntoma de pánico. Ahora la ciudad que se acercaba ya no parecía un lugar donde encontrar las confirmaciones y los elogios que necesitaba, sino un sitio amenazador donde el fracaso siempre estaba al acecho. El túnel Queens Midtown, en el que estaban a punto de entrar, parecía un abismo sin salida, un gusano de la arena del planeta Dune.
Alistair respondió tratando de mantener firme la voz.
—¿Qué quieres decir?
—En pocas palabras, que no tienen intención de publicar tu libro. Incluso están dispuestos a renunciar al anticipo que ya te han dado.
—Me importa un comino. Hay otras editoriales en el mundo. Knopf, Simon & Schuster y...
Aquel arrebato de orgullo sin convicción se apagó muy pronto; bastaron unas cuantas palabras.
—Lo sé, pero esta vez soy yo quien no tiene intención de ir a presentarlo. No quiero matarte con mis propias manos.
Esta aclaración alteró ligeramente los latidos en el pecho de Alistair Campbell. Leyendo entre líneas, estaba claro que a Ray le preocupaba mucho más su reputación que la de su cliente.
—Tal vez debamos dar un paso atrás, Alis. Y perdóname si soy demasiado franco. Publicaste tu primera novela con Holland & Castle porque al mismo tiempo tu padre aceptó publicar para ellos una biografía suya. La verdad es que tu novela era muy mediocre y no le llamó la atención a nadie, pero el editor recuperó las pérdidas con los abundantes beneficios que dejaron las ventas del otro libro. Lo sabías, ¿verdad?
Alistair lo sabía demasiado bien. Recordaba la humillación que sufrió cuando su madre le informó del acuerdo y le convenció de que no era más que un paso necesario para darse a conocer.
—Desde luego que lo sabía, pero ¿qué tiene que ver? La primera era una obra juvenil, y se consideró como tal.
—Exacto. Por eso logré hacer leer la segunda. Cuando presentaste esa pequeña obra maestra que era
El alivio de un hombre acabado
, el éxito llegó. Y con el favor de la crítica...
Ray dejó la frase sin terminar; era una evidente réplica al anterior juicio de Alistair sobre las reseñas literarias.
—No sé cómo decírtelo. Tu tercera novela no parece ni de lejos escrita por la misma persona que escribió
El alivio de un hombre acabado
.
Fue una suerte que Ray, del otro lado del teléfono, no pudiera ver la expresión de Alistair. Si hubieran estado el uno frente al otro, quizá su agente hubiera visto cuánta verdad había en lo que acababa de decir.