Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
«No parece ni de lejos escrita por la misma persona.»
De haber podido, Alistair Campbell se habría reído.
En la gran casa de Vermont donde estaban casi siempre solos él y su madre, había una especie de factótum que casi habían heredado del propietario anterior. Se llamaba Wyman Sorhensen y vivía en una casita al final del parque. Desde que Alistair le recordaba, había estado siempre igual. Un hombre con el pelo blanco, alto y flaco, que daba la impresión de haber nacido viejo y haber vestido siempre una ropa que parecía una talla más grande que la que correspondía a su cuerpo.
Pero tenía una voz tranquila y la sonrisa y los ojos más serenos del mundo.
Para Alistair se convirtió en la única y verdadera referencia, ya que la presencia paterna era cada vez más borrosa y su madre lo había aislado por completo de todos, cubriéndolo con las redes de su afecto y su preocupación. Wyman era la única persona que no lo trataba como a un enfermo sino como a un niño normal y lo compensaba de la prohibición de jugar, sudar y reír con otros niños.
Le enseñó todo lo que sabía, con la complicidad de dos náufragos que se enfrentaban al resto del mundo, ese mundo que a Alistair le estaba vedado y a Wyman no le interesaba para nada. Parecía un personaje de ciertas novelas de Steinbeck, un hombre que se había construido una cómoda morada en su personal
Tortilla Flat
.
De él aprendió el amor por los libros y la lectura, él le hizo descubrir un universo de evasión y viajes, sin moverse un palmo de su silla colocada bajo el pórtico de la pequeña casa del parque. Gracias a él entendió la importancia de las palabras y la fantasía, aunque no estuviera muy familiarizado con ellas. Gracias a él, mucho tiempo atrás, maduró en Alistair la idea de matricularse en el Vassar College para orientarse hacia la escritura; esa fue la primera decisión que tomó contra la voluntad de su madre.
El viejo murió tranquilamente en su cama cuando él tenía catorce años; pasó de la vida a la muerte a través del filtro indoloro de la noche y el sueño. Alistair todavía pensaba con ternura que el viejo Wyman Sorhensen había merecido con creces ese privilegio.
No le dieron permiso para asistir al funeral porque, según Hillary Campbell, podía ser una emoción demasiado fuerte y perjudicial para la endeble constitución de su hijo. De modo que aquella mañana vagó por el parque, sintiéndose por primera vez verdaderamente solo. Llegó a la casa de su amigo y encontró la puerta abierta. Entró, un poco incómodo, como si violara la intimidad y la confianza de una persona que ya no podía defenderse. Pese a ello, comenzó a curiosear entre las cosas de Wyman, mientras se preguntaba adónde iría a parar todo aquello, ya que el viejo no tenía parientes.
Después abrió aquel cajón.
En el interior de madera había una pesada carpeta con la tapa negra, atada con un cordel rojo. En la cubierta había una etiqueta blanca con un título escrito con pluma:
El alivio de un hombre acabado
.
La sacó del cajón y la abrió. En el interior había centenas de hojas numeradas, escritas a mano con una caligrafía nerviosa y menuda. Parecía casi imposible que en la era de los ordenadores alguien hubiera podido escribir a mano semejante cantidad de páginas, con la paciencia y la dedicación de otra época.
Alistair cogió la carpeta y la llevó a su habitación, donde la escondió entre sus objetos más íntimos. Leyó aquella novela, que Wyman había escrito a lo largo de todos aquellos años sin mencionarla jamás a nadie. Alistair no la entendió del todo, pero la cuidó como un secreto precioso, primero como la reliquia de su mejor amigo y después como un pequeño tesoro que podría utilizar en el futuro.
Y, efectivamente, la utilizó.
Después de la indiferencia del público y la crítica hacia su primera novela, decidió publicarla con su nombre, tras hacer unas pequeñas modificaciones necesarias para adaptar la historia a su época y a su manera de expresarse.
La entrada en el túnel de Queens interrumpió la comunicación. La desaparición de la voz de Ray lo rescató de sus pensamientos. Esperaría a llegar al otro lado antes de reanudar una conversación que le había causado ansiedad y que ahora lo aterraba.
Cuando salieron al aire libre pulsó la tecla de llamada del móvil como si estuviera sentado en una silla eléctrica y ese fuera el botón que la accionaba.
Ray atendió al primer timbrazo.
—Disculpa, entramos en el túnel y se cortó.
—Te decía que no hay por qué preocuparse. Ayeroff fue duro pero no taxativo. Creo que si me esfuerzo hasta estarán dispuestos a darte el tiempo necesario para que escribas una novela como tú sabes.
«No, yo no sé. La persona que sabía murió hace mucho tiempo y ahora soy yo el hombre acabado, pero sin alivio alguno.»
Debería haberlo gritado hasta romperse las cuerdas vocales, pero guardó silencio, como había hecho siempre en su vida.
—Ya verás como todo se arregla. Hay cosas peores. ¿Te has enterado de lo que ha pasado aquí, en Nueva York?
—No. Ya sabes que cuando estoy en Saint Croix desconecto por completo.
—Pues se ha desatado una locura. Han asesinado al hijo del alcalde. Y también a Chandelle Stuart.
Alis Campbell tuvo una impresionante serie de extrasístoles, y luego un sudor helado cubrió su frente. Sintió que la mano con que sostenía el móvil se humedecía, como si del teléfono hubiera salido un vapor de hielo seco.
Hizo una pregunta cuya respuesta ya sabía, pero no quiso renunciar a una pequeña esperanza.
—¿Quién? ¿La hija de esa familia del acero?
—Sí. No se sabe casi nada, pero parece que ha sido el mismo asesino. Podría ser un buen punto de partida para una novela policíaca.
Alistair Campbell se encontró de pronto sin voz; su lengua parecía de esparto.
—¿Todavía estás ahí?
—Sí, aquí estoy. ¿Cómo ha sucedido?
—Repito: oscuridad absoluta. No se ha filtrado ninguna indiscreción. Solo se sabe lo que te he dicho. Es comprensible, dado que está de por medio el hijo de Christopher Marsalis.
La voz de Ray Migdala expresó al fin una ligera preocupación por el cambio de tono de su voz.
—¿Qué pasa, Alis? ¿Te encuentras bien?
—Discúlpame, solo estoy un poco cansado. Tranquilo, estoy bien.
Pero no estaba bien en absoluto.
De golpe volvía a sentir el sabor a vinagre del miedo y el ilusorio placebo de la huida como remedio. Habría querido decirle al taxista que diera la vuelta y regresara al aeropuerto, así podría volver a la quietud de su isla. Solo se lo impidió la certeza de que hasta el día siguiente no habría aviones que pudieran llevarlo.
—Bien, entonces hablamos mañana y estudiamos la situación.
—De acuerdo. Hasta mañana.
Cerró la comunicación mientras el taxista cogía la Primera Avenida y luego la calle Treinta y cuatro. Se apoyó contra el respaldo. Desde ese momento, con los ojos muy abiertos y fijos en una ventanilla sucia que no veían, el trayecto hasta su casa se llenó de imágenes desenfocadas, estelas de carteles luminosos y coches en movimiento.
Sentía una molesta pulsación en las sienes y volvió a coger la caja de píldoras que llevaba en la mochila. Con la misma brusquedad que antes cogió un comprimido de Ramipril para la presión, sin ni siquiera mirar los avisos horarios del teléfono.
Dos nombres continuaban rebotando en su cabeza como un salvapantallas de un ordenador enloquecido.
«Gerald y Chandelle.»
Y una palabra.
«Asesinados.»
No tuvo tiempo de abandonarse a los recuerdos y al pánico que podían provocar. El taxi se detuvo ante su casa casi sin que se diera cuenta de la distancia recorrida. Pagó la carrera y bajó del coche. Mientras buscaba las llaves en la mochila, se dirigió hacia la casa baja de madera clara y aspecto acogedor y a los tres escalones que subían a la puerta de entrada con su picaporte de bronce.
Bedford era una calle estrecha y corta, una transversal de Hudson, algo escondida, y a aquella hora estaba tranquila y en silencio. La única luz encendida era la de una sastrería anacrónica, en la esquina de Commerce. La luz indicaba que alguien estaba trabajando todavía, pero en ese momento Alistair Campbell estaba tan absorto que no le prestó atención. Tampoco prestó atención a un viejo coche aparcado un centenar de metros más atrás, que se ponía en marcha y avanzaba despacio, con los faros apagados. No oyó ni vio que el coche se detenía, con la puerta abierta, ni al hombre que se apeaba y se acercaba. Llevaba un chándal con la capucha puesta y cojeaba levemente de la pierna derecha. Alistair Campbell había subido los escalones y estaba metiendo la llave en la cerradura; en ese momento vio un brazo que entraba en su campo visual. Sintió un paño húmedo contra la nariz y la boca. Trató de soltarse, pero su agresor lo apretaba con fuerza mientras le rodeaba el cuello con el otro brazo.
Intentó respirar pero notó en las fosas nasales un penetrante olor a cloroformo. Sintió un leve ardor en los ojos y su vista se empañó; poco a poco sus piernas cedían. Su cuerpo delgado se aflojó en los brazos del agresor, que lo sostuvo sin esfuerzo.
Un instante después el hombre lo dejó en el asiento posterior de un desvencijado Dodge Nova. Luego, con el rostro oculto por la capucha se sentó al volante y, sin encender los faros, el coche se apartó de la acera y fue a mezclarse sin prisa con las luces y los demás coches.
Alistair Campbell estaba desnudo y aterrorizado.
Su cuerpo aterido estaba sumido en la oscuridad del maletero de un coche que olía a calcetines usados y a cloaca y que avanzaba velozmente, con la dureza de una suspensión estropeada. Después de la agresión frente a la puerta de su casa, no llegó a perder el conocimiento; le entró un extraño sopor que hacía más pesado su cuerpo, como si de pronto los huesos se hubieran transformado en plomo.
Las primeras y bruscas curvas que trazó el conductor le hicieron resbalar del asiento gastado al suelo del coche. Con el olor polvoriento del tapete bajo la nariz, circularon durante un rato que le pareció interminable; desde abajo veía las luces de la ciudad que desfilaban encima de sus ojos hasta desvanecerse casi del todo. En cierto momento se detuvieron en una zona desierta donde había poca luz.
Se veía un resplandor amarillo e intermitente a cierta distancia. Quizá fuera un faro que indicaba el camino del puerto a los marineros, o una señal de peligro para los aviones, o simplemente las lágrimas de un hombre aterrado que velaban la imagen de una estrella en la noche.
Oyó el golpe de la puerta delantera que se abría y poco después notó una ráfaga de viento que entraba por la puerta de su lado. El aire olía a herrumbre y algas, y a pesar de su embotamiento logró tener un pensamiento lúcido. Se dio cuenta de que debían de encontrarse en algún lugar cercano al agua, aunque jamás conseguiría saber o recordar cuál.
En su campo visual empañado por el narcótico y la oscuridad apareció un hombre vestido con un chándal barato de felpa y con la cara cubierta por un pasamontañas con aberturas por las que se entreveían los ojos y la boca. Lo cogió con dos manos enfundadas en guantes negros, lo levantó con la misma facilidad con la que habría cogido un paquete ligero y lo hizo sentarse en el asiento posterior, con las piernas hacia fuera. Alistair sintió que sus piernas pendían en el vacío con la lasitud antinatural de un muñeco sometido por completo al poder del ventrílocuo.
Sin otra reacción posible más que el miedo, vio que su agresor sacaba de un bolsillo un rollo de cinta adhesiva y un grueso cúter. No sabía dónde, pero en esa semioscuridad de claridades lejanas la hoja encontró luz suficiente para lanzar un centelleo amenazador; con unos gestos rápidos y precisos el hombre le tapó la boca con un pedazo de cinta y le ató las manos, con los brazos delante del cuerpo.
Lo cogió y lo sostuvo sin esfuerzo mientras lo arrastraba hacia la parte posterior del coche. Apuntaló al prisionero apoyándolo contra su cuerpo duro y macizo y lo mantuvo en esa posición sosteniéndolo con un brazo alrededor de la cintura, mientras con la mano libre abría la cerradura del maletero.
Lo metió dentro de un empujón. Alistair sintió que la mano de su secuestrador le levantaba las piernas y colocaba el resto del cuerpo en el oscuro hueco. La luz de una linterna lo deslumbró. Caía sobre él desde lo alto como algo mortal, extraterrestre, una luz sobrenatural que llegaba de ese lugar maldito donde se esconden todas las pesadillas que la locura humana decide hacer reales.
Vio que la hoja del cúter entraba en el cono de luz delante de sus ojos. Su corazón desbocado no dejó espacio para la vergüenza; su cuerpo se libró de cualquier inhibición y se orinó y defecó encima.
Finalmente emitió un alarido desesperado que el hombre no tuvo en cuenta, como tampoco dijo una palabra cuando vio la mancha oscura que se ensanchaba en sus pantalones. Con calma pero con destreza empezó a cortar las prendas livianas que llevaba su prisionero. Alistair sentía un estremecimiento, que no solo era de frío, cada vez que la hoja rozaba su piel.
Lágrimas que no despertaban ninguna piedad seguían saliendo de sus ojos. Corte tras corte, estremecimiento tras estremecimiento, gota tras gota, quedó desnudo frente a esa luz estéril, rodeado de esos trapos que olían a orina, mierda y miedo, que ahora eran su única vestimenta. El cierre de la puerta sumó oscuridad a la oscuridad y lo dejó solo en compañía de su terror y su hedor.
En el silencio, oyó ruido de puertas que se cerraban y luego el arranque del motor; entonces supo que aquel no había sido más que un alto pero no el destino final. El Dodge volvió a ponerse en marcha, y ahora él viajaba encerrado en el retumbo desquiciado del coche y de sus pensamientos.
¿Quién era ese hombre?
¿Qué quería de él?
Volvieron a su mente las palabras de Ray, que hacía poco —¿una hora?, ¿un siglo?— había oído que salían del teléfono con el ruido del hielo que se rompe bajo los pies.
Gerald Marsalis y Chandelle Stuart habían muerto.
Aquellos a los que en otros tiempos conocía como Linus y Lucy habían sido asesinados por alguien que los había buscado y encontrado. Y ahora él estaba encerrado, atado y desnudo en el maletero de un coche que tal vez lo llevaba hacia el mismo destino.
Sintió que, bajo la cinta adhesiva que le cubría la boca, sus dientes comenzaban a castañetear con el ritmo incontrolable del miedo. Por algo sucedido mucho tiempo atrás, su alma de cobarde había programado el remordimiento del mismo modo que él programaba el móvil para que le recordara cuándo debía tomar sus píldoras.