Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
La ayudó a llegar hasta unas máquinas situadas en el fondo de la consulta. Hizo que se sentara en un taburete y apoyara el mentón en un soporte.
—Tranquila. Impresiona un poco pero no es doloroso.
Roscoe se sentó frente a ella y comenzó a hacer un examen concienzudo, con unas cortas luces azules e instrumentos que le rozaban los ojos dejándole un pequeño escozor y provocando un lagrimeo natural.
—Muy bien.
Se levantó y la ayudó a salir de aquellas máquinas que recordaban a las de una historia de ciencia ficción.
—Como le dije, durante un tiempo deberá usar gafas oscuras. La sensación de molestia que experimenta se atenuará gradualmente. La señora Wilson le dará un antibiótico en gotas y un colirio que deberá aplicarse tal como he escrito en la receta. Nada de ordenador y poca televisión. Trate de no cansarse demasiado, duerma todo lo que pueda y vuelva a verme dentro de una semana, para un control. Según vaya la recuperación decidiremos cuándo insertar las otras células.
Tendió las manos en un gesto de artista de circo tras un doble salto mortal.
—Bien, señores, esto es todo. Por mí, pueden marcharse.
Mientras se desarrollaba el ritual de los saludos y los agradecimientos, Maureen se tomó unos instantes para fijar definitivamente en su memoria la figura del profesor William F. Roscoe. Era unos diez centímetros más alto que ella y su cara era la de hombre no hermoso pero sí atractivo; tenía las sienes algo canosas y el color sano del que hace mucha vida al aire libre. No le sorprendería verlo, con su físico enjuto, al timón de un velero. Además tenía una sonrisa contagiosa y una capacidad natural para comunicarse.
Salieron de la consulta. El camino de regreso a casa fue para Maureen un espectáculo fantástico. Las baldosas de color verde claro del hospital Holy Faith le parecieron los mosaicos de piazza Armerina, el sol que la esperaba fuera tenía la luz de las Maldivas, y el chófer de la limusina que la había llevado solo era un inofensivo hombre de cierta edad con un curioso acento ruso.
Despidió con un abrazo a su padre, que ahora podía regresar a Roma en un estado de ánimo totalmente distinto al del viaje a Nueva York. Durante el trayecto hacia Park Avenue los ojos de Maureen se tomaron la revancha. Mary Ann Levallier iba en silencio, mientras su hija absorbía los colores y las imágenes junto a cualquier estímulo externo a través de ese sentido durante tanto tiempo anulado. Le parecía ver los ruidos del tráfico, los olores y los perfumes de la ciudad mientras recorrían el Bowery. El reloj electrónico de Virgin, en Union Square, parecía una obra de arte y no un simple monumento al tiempo que pasa, y la Grand Central Station era un lugar mágico con trenes que partían quién sabía hacia dónde.
Cuando entraron en el piso las recibieron la alegría y la emoción de Estrella, que la siguió aprensiva hasta su habitación, como si todavía necesitara una guía. Maureen le pidió que la dejara sola y que bajara un poco las persianas antes de salir.
Aunque no compartía los gustos de su madre en cuanto a decoración, esa habitación en penumbras le pareció maravillosa. Tras toda aquella tensión, ahora se sentía agotada. Se sentó en la cama y comenzó a quitarse los zapatos. Se acostó y decidió concederse una pequeña y breve transgresión, después de un período de oír voces sin cara por la radio.
Cogió el mando a distancia, encendió el televisor y lo sintonizó en el Eyewitness Channel.
—Continúan las investigaciones en torno al misterioso homicidio de Chandelle Stuart, única heredera de la fortuna de los magnates del acero, a quien encontraron muerta hace dos días en su piso del Stuart Building, en Central Park West...
En la pantalla aparecía la imagen de una mujer con el pelo oscuro y un rostro afilado. La boca era un pliegue duro que le daba un aspecto lascivo.
—A pesar de la extrema reserva que mantienen las autoridades, fuentes fidedignas vinculan este crimen con el de Gerald Marsalis, más conocido como Jerry Kho, el pintor que era hijo del alcalde y al que se encontró asesinado en su estudio hace tres semanas. Una conferencia de prensa...
Las palabras del locutor se perdieron en el limbo del que Maureen acababa de salir. En el televisor había aparecido el rostro de un hombre, y ese rostro anuló de golpe todas las buenas sensaciones que le habían regalado los últimos instantes vividos.
Maureen conocía ese rostro.
Lo había visto aquella misma mañana, durante lo que ella había tomado por una alucinación.
Era el hombre que le había hecho vivir la sensación antinatural de poseer un pene y le había impuesto su sonrisa cruel en un espejo asomado a un mundo sin más allá, con el semblante de un color rojo demoníaco, como si estuviera cubierto con la sangre de mil heridas.
El taxi se detuvo al final del parque Carl Schurtz, a la altura de Gracie Mansion. Después de haber pagado la carrera a un taxista con turbante que parecía haber hecho del ajo su único alimento, Maureen se apeó con alivio y se dirigió por el sendero asfaltado, en leve pendiente, que llevaba a la residencia oficial del alcalde de Nueva York. Desde su izquierda llegaban los gritos de unos niños, desde la zona de juegos del pequeño parque. Más abajo había una plazoleta con una estatua de Peter Pan que se había utilizado en centenares de películas. Pensó que en realidad todo Nueva York era un enorme plató cinematográfico, lleno de lugares que uno había visto tantas veces como para perder las ganas de conocerlos de verdad.
Con estas reflexiones, Maureen llegó a un banco y se sentó, con la sensación alienante de ser obligada contra su voluntad a ocupar el lugar que alguien le había asignado en una historia de locos. Vista desde fuera, parecía solo una mujer guapa sentada en el parque, que descansaba unos instantes antes de proseguir su jornada.
Y exactamente era esto lo que Maureen debería ser en aquel momento. Una persona normal con una vida normal, sin recuerdos y sobre todo sin recuerdos que no fueran suyos. En un primer momento, el descubrimiento que hizo el día anterior la trastornó: aquellas imágenes violentas habían llegado como mensajes de un lugar desconocido, y luego tuvo la intuición de que quizá llegaban de un lugar donde se había cometido un crimen.
Y de nuevo la víctima era ella.
De nuevo y todavía.
Primero a través de sus ojos y ahora a través de los ojos de otro, que, sin ningún sentido y por un motivo que no conseguía explicar, ahora eran los suyos.
Maureen se quitó las gafas y las dejó a un lado, sobre el banco, para poder llorar sin obstáculos en el refugio seguro de sus manos apoyadas contra la cara. El día anterior, tras ver en la televisión las imágenes de ese joven asesinado y descubrir quién era y qué le había sucedido, tardó pocos minutos en salir del estado en el que estaba. Su raciocinio acudió en su ayuda, y se aferró a él como a una cuerda de salvación tendida sobre un abismo.
Cogió el teléfono y llamó al doctor Roscoe al hospital Holy Faith. Cuando oyó su voz tuvo una sensación de seguridad, como la presencia reconfortante de un amigo en una situación desesperada.
—Hola, Maureen. ¿Pasa algo malo? ¿Se encuentra usted bien?
En la voz del médico había una ansiedad que Maureen creyó justo disipar.
—No, todo está bien. Ningún problema físico, si a eso se refiere. Simplemente quería preguntarle algo, si es posible.
—Dígame.
—¿Usted conoce la identidad del donante? ¿Sabe a quién pertenecían las córneas que me ha implantado?
Hubo un instante de reflexión al otro lado. Maureen no logró interpretar el sentido. Tal vez Roscoe le diría que no lo sabía, tal vez lo sabía y no se lo diría.
—No. Recibimos la comunicación de que había órganos disponibles y cuál era la tipología genética del donante, pero su identidad nos es absolutamente desconocida. La extracción se hace en otra parte y, por motivos que podrá usted comprender fácilmente, se mantiene en una reserva absoluta.
Maureen se quedó perpleja. Probablemente, como médico ya se había enfrentado a preguntas semejantes, tanto de un lado como del otro. Personas que querían saber quién era el donante, o parientes que pedían conocer la identidad de quien se había beneficiado con la desaparición de un hijo, un marido, un hermano del que habían recibido un órgano, y hacerse así la ilusión de que al menos una parte de él aún seguía viva.
—Maureen, sé qué está sintiendo. Es comprensible, y más aún para usted, que ha llegado a esto después de una terrible experiencia. Esta no es la mejor actitud. Trate de no pensar en nada más que en usted misma. A veces los recuerdos son monstruos. Depende de usted y del tiempo la posibilidad de domarlos día tras día.
Maureen sintió de nuevo la tentación de hablar con él de la experiencia que acababa de vivir. Ansiaba la liberación que podía dar una confidencia así, pero sospechaba que entonces pasaría de una jaula a otra y estaría rodeada de personas que la creerían una alucinada y tendrían en sus manos las llaves de esas jaulas.
No, era algo que por el momento debía manejar sola.
—Tal vez sea como usted dice.
—Sin duda lo es. No lo digo por presunción, sino por experiencia. Relájese y acepte lo que le ha dado la vida. Y si no le gusta, con toda seguridad encontrará dentro de usted la fuerza para cambiarlo.
Se despidió del doctor Roscoe, la persona que sin saberlo la había salvado de una pesadilla y la había metido en otra. Colgó el teléfono. Paseó la mirada por la habitación y se preguntó con los ojos de quién estaba mirando. Se encontraba, por motivos diferentes, en el mismo estado de ánimo que el día anterior, mientras esperaba saber si recuperaría la vista.
Con una sola diferencia.
Esta vez pudo ver al otro lado de los cristales cómo la noche se dirigía hacia el alba, sin sueños porque no había dormido ni siquiera un instante. Durante un rato vagó entre sus pensamientos como en un bosque impenetrable, y cada vez que creía haber hallado una salida se encontraba ante la decepción de volver al punto de partida.
Al fin, lo irracional la llevó a aferrarse a lo único que le quedaba de racional. Era policía y tenía la posibilidad de contribuir a resolver un crimen. Cómo, todavía lo ignoraba. Y mucho menos con quién.
Su miedo a la reacción de aquellos ante quienes se encontraría aún persistía, pero era un riesgo que debía correr. Era el único camino que le quedaba. O al menos el único que creía que debía recorrer, para no volverse loca de verdad. Este era el motivo por el cual en aquel momento se hallaba sentada en un banco pintado de verde en el parque que se extendía frente a Gracie Mansion. Sabía que el alcalde Marsalis conocía bien a su madre y esperaba que eso, además de cualquier información que pidiera sobre su hoja de servicio en Italia, mitigaría en cierta medida la enormidad de lo que se proponía exponer.
Pero ahora que estaba a punto de llegar a su meta no encontraba el valor para levantarse, entrar en aquel lugar y decir lo que tenía que decir.
Se preguntó si un culpable, antes de ir a entregarse, se sentiría del mismo modo. Cogió las gafas y se las puso para, por lo menos, pensar que en efecto la protegían. Se levantó y se dirigió hacia la verja y hacia el vacío que se abría ante ella.
—Pero ¿es posible que no se pueda encontrar el menor indicio en esta historia de mierda?
Christopher Marsalis se levantó del escritorio de su despacho y se quedó de pie como si no supiera qué epílogo dar a su inesperado arrebato. Se había remangado, por lo que podían verse sus robustos antebrazos, y llevaba el cuello de la camisa desabrochado. La corbata era una mancha de color sobre la chaqueta oscura, que estaba arrojada descuidadamente sobre el respaldo de la silla.
Se pasó una mano por el pelo blanco y miró a los dos hombres que lo observaban en silencio sentados frente a él. Volvió a sentarse, con expresión afligida.
—Disculpadme. Creo que estoy un poco nervioso.
Jordan no dijo nada. Nunca había oído a su hermano pedir disculpas por nada. Era bastante significativo que lo hiciera justo en aquel momento.
El detective James Burroni, en cambio, se sintió aludido.
—Señor alcalde, le garantizo que hemos seguido todos los caminos posibles. Desde que Jordan tuvo esa intuición en cuanto a Chandelle Stuart, hemos dado un pequeño paso adelante. Algunos hombres del departamento están interrogando discretamente a los profesores que formaban parte del cuerpo docente del Vassar College en la época de los hechos. Estamos investigando incluso en la United Feature Syndicate, la editorial de Snoopy. Gracias a ellos hemos iniciado una investigación entre los herederos de Charles Schulz, para ver si hay algo útil entre las notas y cartas que ellos tienen.
Christopher apartó la silla del escritorio para ponerse más cómodo. Estaba ojeroso. Jordan se dio cuenta de que no debía de haber dormido mucho desde que había empezado aquel asunto.
—Detective, estoy seguro de que están ustedes haciendo todo lo posible. Lo que me enfurece es que no hagamos más que girar los pulgares mientras hay un maldito asesino en serie que está planeando otro homicidio.
Jordan hizo oír al fin su voz, al tiempo que se levantaba de la silla.
—Quizá tengas razón, pero no me convence del todo. A los asesinos en serie les gusta la publicidad, quieren que sus actos se hagan públicos, para obtener de los medios la gratificación que buscan. En nuestro caso no hay la menor señal de un intento de romper el secreto que hasta ahora hemos conseguido mantener sobre estos delitos.
—Tal vez sea como tú dices, pero no logro encontrar una definición mejor para alguien que anda por ahí matando a personas inspirándose en tiras cómicas que se hicieron para divertir a la gente.
—La clave de todo está precisamente ahí, en mi opinión. Solo que no logro comprender cómo.
Al usar el verbo en singular había cargado sobre sí la responsabilidad de ese estancamiento, y Burroni se lo agradeció. Desde el momento en que entró en esa habitación no había podido quitarse de encima cierta incomodidad. No todos los días un simple policía era admitido en el sanctasanctórum del alcalde, lo cual, además de la falta de resultados, era el principal causante de su estado de ánimo.
Jordan empezó a andar por la sala, en ese modo suyo de reflexionar en voz alta que Burroni ya reconocía y valoraba. Escuchó en silencio su frío análisis de los hechos, que era impersonal como si una de las víctimas no hubiera sido su sobrino ni se hallara en presencia del padre. El detective solo entendía instintivamente aquella capacidad de concentración.