El tercer lado de los ojos (26 page)

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Authors: Giorgio Faletti

—No.

—Es un chiste, pero es un buen ejemplo. El soñador construye castillos en el aire, el loco vive en ellos y el psiquiatra cobra el alquiler.

Jordan se dio cuenta de repente de que debía hablar claro con aquella mujer. Y no le gustaba lo que se proponía decirle, porque sabía que tampoco le gustaría a ella.

—Hay algo que debo decirte.

Lysa revolvió delicadamente con el cuchillo una parte del pescado que tenía en el plato.

—Te escucho.

—Creo que tendré que buscar otro lugar donde quedarme.

—Entiendo.

Seca, breve, casi indiferente.

Jordan meneó la cabeza.

—No, no creo que lo entiendas.

Apoyó los cubiertos sobre el plato. No quería perder la atención de Lysa, ni que la distrajera cualquier gesto que no fuera su voz.

—Cuando era pequeño, vivía con mi familia en Queens. En la casa de al lado vivía otro niño, Andy Masterson. Como es natural, a menudo jugábamos juntos. Un día sus padres le regalaron un cochecito eléctrico. Recuerdo cómo andaba por ahí sentado en esa maquinita de plástico rojo, con los ojos brillantes de alegría. Yo sabía que no podía tener uno igual y me quedaba mirándolo con el deseo de dar al menos una vuelta, cosa que no sucedió nunca.

—Tu amigo Andy no era un niño demasiado generoso.

—Creo que no. Pero no se trata de eso.

Jordan fijó los ojos en los de Lysa.

—Recuerdo cuánto deseaba ese cochecito rojo. Lo deseaba desesperadamente, con todas mis fuerzas. Lo deseaba con la intensidad y la melancolía que solo puede sentir un niño.

—Me parece que para un niño debió de ser un problema muy serio.

Jordan respiró hondo, como antes de una apnea profunda.

—No, fue un problema pequeño. El problema serio es que ahora te deseo a ti mucho más que a aquel coche.

Enseguida se dio cuenta de que no había seguido el consejo del rector Hoogan. Mientras pronunciaba esas palabras bajó la mirada.

Cuando volvió a alzarla, vio la profunda mirada de Lysa; sus ojos no habían cambiado de expresión. Luego endureció el semblante y se levantó de la mesa. Sabía que él no había terminado y trataba de adelantar ese fin.

Habló sin mirarlo, con una voz que expresaba el cansancio de un déjà-vu.

—Creo que tienes razón. Quizá sea mejor que busques otro lugar donde quedarte. No tengo más hambre. Si me disculpas, te espero junto a la moto.

Se alejó con el pelo bailando sobre la espalda, movido por su andar y por la brisa que llegaba del río. Jordan se quedó solo, como jamás se había sentido en la vida; solo con sus pequeños remordimientos y sus miserables vergüenzas de hombre insignificante.

Esperó unos instantes; luego llamó al camarero y pagó la cuenta. El muchacho comprendió, por su expresión, que algo había cambiado entre ellos. Aceptó la propina y le dio las gracias sin recurrir a su habitual buen humor.

Jordan bajó por la pasarela, buscando a Lysa con la mirada. Un poco más adelante vio la mancha roja de la Ducati, y al lado la figura de ella, con la cara ya oculta bajo el casco. Como ya había sucedido antes, sintió nostalgia de su rostro, pero sabía que en ese momento no había sonrisa bajo la visera oscura. Ni para él ni para nadie.

Sin decir nada, Jordan se refugió a su vez en la protección del casco, subió a la moto y encendió el motor esperando sentir detrás de sí la presencia de su pasajera.

Cuando supo, por el ligero movimiento del asiento, que ella se había sentado, puso la marcha y aceleró. Iniciaron un mudo viaje de regreso a Nueva York, dejando pronunciar al viento las palabras que ellos no eran capaces de decirse; ese viento que con el mismo gesto distraído dispersa las nubes y los perfumes.

25

Maureen Martini se despertó con una fuerte sensación de escozor en los ojos. Se pasó suavemente los dedos sobre las gasas sujetas con esparadrapo, como si ese leve gesto pudiera aliviar la molestia. Le habían advertido que sucedería, pero eso solo no bastaba para hacer cesar el irritante hormigueo.

Después de la operación, las heridas habían cicatrizado con una rapidez que sorprendió hasta al profesor Roscoe, el cirujano que realizó el trasplante. Aquella rápida recuperación había acentuado el buen humor general, y ese día descubrirían si estaban o no en lo cierto. A las once en punto le quitarían las vendas y la dejarían sola ante el futuro.

Un futuro que podría vivir, pero quizá a tientas.

Por ese motivo, durante la noche durmió poco y mal. Oscuridad, sábanas y una carrera de obstáculos entre el optimismo y el pesimismo, una alternancia continua de todos los estados de ánimo que cabían en el estrecho espacio entre el quizá sí y el esperemos que no. El sueño, a su modo, tenía la tarea de restablecer las justas proporciones; durante unas horas la unía al resto del mundo en un lugar sin color donde volvería a encontrarse sola al llegar el día.

En uno de los pocos instantes en que se deslizó en una suerte de duermevela, se encontró inmersa en un extraño sueño, que le impresionó por la extraordinaria nitidez de las visiones y del que incluso ahora, después de haberse despertado, recordaba la secuencia de imágenes.

Se hallaba en la habitación de un niño. No era el cuarto de su infancia en Roma, porque no reconocía los muebles y por la ventana se veía vegetación y la orilla de un río. En el sueño, estaba sentada tras un escritorio y veía sus manos que dibujaban. El dibujo representaba a un hombre y a una mujer. La mujer estaba apoyada en una mesa, y el hombre, de pie detrás de ella. Pese a los trazos infantiles, el dibujo era muy preciso y se veía claramente que los dos estaban haciendo el amor. Luego se abría una puerta a su izquierda y entraba en la habitación un hombre con bigote. Ella le mostraba el dibujo con el orgullo y la inocencia que solo puede tener un niño. El hombre lo miraba y luego se enfadaba muchísimo. Ella veía cómo se movían sus labios y también cómo se enfurecía mientras agitaba la hoja ante sus ojos. El hombre rompía el dibujo; luego la cogía de la mano y, arrastrándola, la metía en un cuarto trastero. Maureen recordaba con todo lujo de detalles la cara del hombre que desaparecía en la oscuridad tras la puerta que se cerraba.

Luego se despertó, empapada en sudor, y se encontró con la misma oscuridad.

Estaba en Manhattan, en el piso de su madre, en la última planta de un edificio de ladrillos oscuros, en el número 80 de Park Avenue, no muy lejos de la Grand Central Station. Maureen habría preferido quedarse en el piso que tenía su padre en el centro, pero era evidente que, en su estado, durante la convalecencia necesitaría la ayuda de otra mujer.

Así, después de la operación aceptó a regañadientes pasar un tiempo en casa de Mary Ann Levallier. Pese a la natural preocupación de su madre por lo que le había ocurrido, Maureen no quiso hacerse excesivas ilusiones sobre la relación de ambas, que en su mente podía resumirse en pocas y sintéticas palabras: impaciencia contra suficiencia. Entre ellas había un afecto atávico, genético, casi institucional, que sin embargo no contemplaba un sentimiento parecido a la amistad.

Atenuados por los cristales dobles, desde abajo le llegaban los ruidos del tráfico de Nueva York. Era la ciudad que mejor conocía, después de Roma. Y en esas dos ciudades, entre millones de seres humanos, un día encontró a alguien que por fin lograba conocerla. La suya había sido siempre una historia suspendida entre dos mundos diferentes: formaba parte de ambos, pero en realidad no pertenecía a ninguno de ellos. La única persona capaz de hacer de intermediaria era alguien que experimentara lo mismo, movida por una música que aspiraba al cielo aunque estuviera obligada a permanecer en esta tierra. Una persona que había descrito las mentiras de la oscuridad y que en esa oscuridad se había convertido en la única verdad.

Una única persona.

Y ahora...

Desde el momento en que despertó en la policlínica Gemelli, después de aquella horrible experiencia, su vida fue una continua sucesión de sensaciones monocromáticas. La oscuridad que vendaba sus ojos exigió a todos los demás sentidos que entendieran por aproximación lo que sucedía a su alrededor. Incluso el viaje de Roma a Nueva York consistió en una serie de emociones fragmentadas, sin el hilo que proporcionan las imágenes y que constituyen el esqueleto del recuerdo.

Solo ahora que ya no la tenía se veía obligada a reconocer el peso determinante de la vista. Los desplazamientos se habían convertido en ruidos de motores y turbinas de aviones; los aromas y los olores, en extraños incidentes del trayecto. Las personas no eran más que voces y perfumes. A veces un contacto con otra piel hacía que se sintiera todavía un ser humano. En esa oscuridad sin paredes, el pendiente de Arben Gallani seguía su centelleante balanceo y el cuerpo ensangrentado de Connor no había cesado ni un solo instante de caer en el polvo.

En todo ese tiempo, en su mente, Maureen no había dejado de gritar.

La voz del profesor William Roscoe, el cirujano que la operaría, era solo una voz más que por un momento había sobresalido por encima de ese largo grito silencioso. Grave, de barítono, agradable, daba seguridad al sonido de un acento que Maureen no conseguía identificar pero que no era el seco y penetrante de Nueva York. Notaba su presencia al lado de la cama. Olía a bata limpia y a hombre recién afeitado.

—Señorita Martini, la intervención a la que la someteremos es relativamente simple y tiene un postoperatorio rápido. Le implantaré dos córneas nuevas y utilizaré el cultivo de células estaminales para evitar cualquier problema de rechazo relacionado con su peculiaridad genética. Pienso que en pocos días estaremos en condiciones de quitarle las vendas, y en cuanto a la posibilidad de que vuelva usted a ver, puedo anticiparle que es casi una certeza. La única complicación es que después deberá someterse a un par de pequeñas intervenciones más, que servirán para reforzar con otras células estaminales la estabilidad definitiva de las córneas nuevas. Por otra parte, temo que después de la intervención tendrá que llevar durante un tiempo unas gafas oscuras, pero eso no hará más que añadir un toque de misterio a su encanto natural. ¿He sido suficientemente claro, o hay algo que desee que le explique?

—No, todo está absolutamente claro.

—Quédese tranquila. Como le he dicho, a lo sumo en una semana volverá a ver.

Maureen pagó con optimismo el optimismo del médico.

—Seguro que volveré a ver —respondió con confianza.

«Seguro que volveré a ver. No para lo que quiero ver, sino para lo que debo ver. Y será una cara frente al cañón de una pistola...»

La operación no fue más que el chirriar de las ruedas de una camilla, más olor a desinfectante, voces en una sala de operaciones llena de luces de las cuales sentía solo el calor, el pinchazo de una aguja en el brazo y después la nada. En definitiva, la anestesia solo fue un salto a una oscuridad más profunda, durante la cual pudo permitirse el lujo de no pensar.

Cuando despertó de la anestesia, la esperaban las voces y las manos de su padre y de su madre. Y el perfume de ella, discreto y exclusivo. Maureen trató de imaginársela, sentada junto a la cama, elegante pese a todo y cuidada hasta en el menor detalle. Una mezcla de clase y dominio de sí misma. En otros momentos lo habría definido como frialdad, pero ahora, en ese trance, volvía a concederle el beneficio de la duda. Sin embargo, le habría gustado que una repentina amnesia fruto de la preocupación maternal hubiera hecho que descuidara, al menos por una vez, la simetría de los pliegues de su fular.

Decidió no encender la radio que habían colocado en la mesita situada junto a la cama. En parte para que su madre y la criada no supieran que se había despertado, pero sobre todo para no dar con un programa en el que un pinchadiscos cualquiera se empeñara en un despiadado homenaje a la vida y la música de Connor Slave.

Un par de días atrás oyó que se proponían organizar un gran homenaje en el Carnegie Hall. Gracias a la tecnología digital y a un complejo programa de ordenador, era posible manipular las imágenes de vídeo y de las apariciones televisivas de Connor y crear una figura suya tridimensional. Habría proyectores holográficos que, en cascada virtual sobre el escenario, sincronizarían las imágenes virtuales con un concierto real, con una orquesta compuesta por músicos de carne y hueso.

Era un suplicio del que Maureen no se recuperaría jamás.

Verlo en el escenario con la consistencia de un fantasma, saber que era solo un títere animado por los hilos de una máquina, y aun así, sentir el impulso de subir corriendo a abrazarlo y tocar con las manos sus cabellos, para comprobar que solo era aire teñido de ilusión.

El escozor en los ojos se había calmado, y sintió ganas de ir al lavabo. Esa necesidad tan física y banal hizo que se sintiera viva. No quería llamar a su madre, y menos aún quería someterse a las atenciones de Estrella, la criada de origen español que la cuidaba, mientras pronunciaba palabras confusas con suave acento latino alternadas con términos en español.

Hasta esa pequeña obstinación en valerse por sí misma era una conquista. Conocía la habitación, aunque no muy bien. La había visto en otros momentos, cuando todavía no había aprendido a usar la memoria de murciélago por la que ahora se veía obligada a dejarse guiar.

Se levantó de la cama y, tanteando, se dirigió despacio hacia el cuarto de baño con pasos atentos. Eludió un mueble y rodeó un sillón. Puso una mano sobre la superficie fría y lisa de la pared y la deslizó hasta alcanzar la puerta. Buscó el picaporte y lo hizo girar hasta conseguir abrirlo. Empujó la hoja y guiándose por ella la siguió hacia el interior. Un solo paso inseguro y de golpe...

«... hay luz y la cara de una mujer teñida de azul debajo de mí. Estamos tendidos en el suelo y alrededor todo es blanco y hay manchas de color y yo estoy sobre el cuerpo de ella y siento una parte que no sabía que poseía que se mueve dentro y fuera de ella caliente y húmeda y veo su cara violácea que se va destiñendo poco a poco. La veo pero no me llega su voz. La observo mientras se pierde con un gemido que no puedo oír entre las volutas de humo del orgasmo y también yo de golpe me incorporo y debajo de mí está la sorpresa de un pene que agarro y sacudo y veo gotas de esperma que salpican todo mi alrededor mientras también yo caigo en la trampa sin fondo de un placer fuerte y desconocido. Después estoy en el suelo y...

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