El tercer lado de los ojos (40 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Pensó en Cesar Whong y en Christopher Marsalis, dos hombres muy ricos y muy influyentes que, pese a todo, no habían conseguido evitar que sus hijos mataran o fueran asesinados.

Y en cuanto al poder de Dios...

A pocos metros del Saint Vincent, colgadas en la alambrada de un aparcamiento abandonado, había cientos de pequeñas placas de colores hechas por los niños de las escuelas primarias en recuerdo de las víctimas del 11 de septiembre.

Ante semejantes testimonios le resultaba difícil creer en la existencia de un Dios infinitamente bueno, que amaba a los seres humanos como a sus hijos. ¿Cuántas personas se habían encontrado en una sala de espera de aquel edificio de ladrillos oscuros, rezando con toda su fe por la suerte de un ser querido, y habían recibido como respuesta a sus plegarias a un médico que salía del quirófano meneando la cabeza?

Jordan aparcó la moto en la calle, pese a estar casi seguro de que cuando fuera a buscarla no la encontraría. Una vez en la entrada, la puerta automática de cristal se abrió y Jordan la cruzó mientras se quitaba el casco; volvía a ofrecer su rostro a la mirada de la gente, sin preocuparse ya por los dioses, cualesquiera que fuesen.

Pasó por su lado una monja, dando pequeños pasos, blanca como las paredes, venida de quién sabía dónde, perdida en su humanidad en busca de la santidad.

La siguió con la mirada mientras trataba de orientarse; cuando la figura inmaculada salió de su campo visual, vio sentada en un sillón a su derecha a Annette, todavía vestida con el uniforme del restaurante.

La camarera se levantó, se acercó y respondió a la pregunta muda que Jordan llevaba escrita en los ojos.

—Todavía nada.

Jordan se obligó a creer en la filosofía fácil de «si no hay noticias, buenas noticias».

—Gracias, Annette. Ya puedes irte; ahora me quedo yo.

La mujer le indicó con un gesto tímido la recepción, donde había una empleada con un traje sastre azul sentada tras el mostrador y con el monitor de un ordenador a un lado.

—Creo que hay algunos trámites burocráticos que cumplir. Me han preguntado cosas que no sabía.

—Tranquila, yo me encargo.

Jordan bajó el tono de voz e hizo la pregunta sin mirarla a los ojos, no por temor sino para permitirle reaccionar como mejor le pareciera.

—¿Te han dicho que es un hombre?

Las palabras y el titubeo de Jordan no hicieron ningún efecto en el rostro de Annette, que era el de alguien que ya no se asombra de nada.

—No, no me han dicho nada. Pero si es así, puedo decirte que como hombre es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Luego se metió una mano en el bolsillo del delantal y le devolvió el teléfono.

—¿Los has cogido, al menos? A los que os dispararon, me refiero.

—Sí. Y puedo asegurarte que ya no dispararán a nadie.

—Amén —fue el lacónico comentario de Annette.

Hubo un breve momento de silencio, que Annette resolvió levantando un brazo para mirar el reloj.

—Bien, creo que ya es hora de que me marche.

Jordan sacó dinero.

—Annette, permíteme por lo menos pagarte el taxi.

Ella le apartó el brazo con una mano.

—Jordan, ni que tuviera que ir a pie de aquí a Brooklyn. Creo que puedo coger el metro, como siempre.

Se dirigió hacia la puerta, pero lo pensó mejor. Se volvió con una sonrisa maliciosa; era la primera vez que Jordan le veía esa expresión. Se le acercó.

—De todas formas, si quieres darme las gracias podrías llevarme un día a dar una vuelta en tu preciosa moto.

Jordan le respondió con otra sonrisa, apenas esbozada pero teñida de sorpresa. Annette hizo un gesto muy elocuente con la mano.

—Ay, hombres...

Reforzó su comentario meneando la cabeza con ironía, desarmada ante la sorpresa de él.

—Querido, a mi edad yo ya estoy fuera de juego, pero justamente por eso permíteme decirte una cosa. Aunque sospecho que lo sabes de sobra...

—¿Qué?

—También tú, como hombre, eres uno de los más guapos que he visto en mi vida. Suerte para ti y para esa pobre chica.

Sin añadir nada más, dio media vuelta y se marchó. Jordan se quedó mirándola hasta que la puerta se cerró tras ella.

Poco después fue a la recepción. Dio a la empleada —una mujer de cierta edad, amable y elegante, que la identificación que llevaba en la chaqueta oscura definía como la señora Francisca Jarid— los datos generales de Lysa, de los cuales Annette no sabía nada. Aunque estaba al tanto de la confusión entre el aspecto físico y los datos personales de Alexander Guerrero, la mujer no dio muestras de que le importara demasiado.

Jordan ignoraba si Lysa tenía algún servicio médico privado. Por el momento dejó en la administración su tarjeta de crédito, con la promesa de ir a buscar el carnet al día siguiente a su apartamento.

La amable Francisca Jarid miró un momento la tarjeta; después le miró la cara y le indicó la fila de sillones situados a su izquierda, una zona que estaba desierta a aquella hora. Le indicó que tomara asiento allí y aguardara, y le aseguró que le avisarían en cuanto hubiera alguna novedad.

Eso había hecho, y aún seguía esperando.

En ese momento, la tempestad que estaba atravesando en una cáscara de nuez se hallaba tan lejos de él como la estrella más alejada de la tierra. Jordan solo tenía en la mente los ojos extraviados de Lysa tendida en el asfalto y la sorpresa y el miedo que expresaron mientras buscaba los suyos.

Echó una mirada a su alrededor; no faltaba el leve olor a desinfectante que hay en todos los hospitales. Imaginó la llegada de la ambulancia, el suero que terminaba en una aguja introducida en una vena, la prisa eficiente de los enfermeros, la carrera de una camilla que transportaba a Lysa, que, si aún estaba consciente, vería con los ojos semicerrados cómo salían y se ponían uno tras otro los pequeños soles de las luces del techo.

Se dio cuenta de que no habían hablado nunca. La única vez que lo habían hecho solo se habían contado fragmentos suavizados de sí mismos: él estaba demasiado metido en su caso de asesinato, y ella, demasiado inexpugnable en su táctica de guerrilla, que la llevaba a mostrarse solo de vez en cuando y a esconderse la mayor parte del tiempo.

Nunca habían conversado sobre un libro ni comentado una comedia al salir del teatro, nunca habían escuchado música, salvo la que imponía el inquilino del piso de abajo, que últimamente estaba obsesionado con su homenaje personal a Connor Slave.

«Te deseo mucho más que a aquel coche.»

Esas palabras que le dijo aquel día en el restaurante sobre el río la hicieron huir. Solo ahora Jordan comprendía que Lysa no escapaba de él, sino del miedo a lo que ella misma representaba.

En el pasillo de su derecha, borrosas por el vidrio esmerilado de las puertas, aparecieron dos siluetas vestidas de blanco. Salieron dos jóvenes enfermeras que decepcionaron el vuelco del corazón que había tenido Jordan. Pasaron ante él hacia el lado opuesto a la entrada, hablando de cosas de chicas, y se alejaron sin dejar de charlar. Jordan siguió esperando, sin tener ninguna curiosidad por saber qué había hecho la más alta con Robert aquel fin de semana y qué le había escrito en la tarjeta de cumpleaños.

Ese fragmento de conversación, por asociación de ideas, le hizo recordar algo.

Se pasó una mano por el pecho y oyó en el bolsillo de la camisa el crujido del sobre, el que había cogido de la chaqueta de Lord, sin ni siquiera saber por qué. Lo sacó y lo examinó. Era un simple sobre blanco sin nada escrito y, mientras lo tenía en la mano, en un primer momento tuvo la impresión de que estaba vacío.

Lo abrió y descubrió dentro un pequeño talón de papel de color. Lo sacó y se quedó mirando sorprendido una orden de pago por veinticinco mil dólares, emitida por el Chase Manhattan Bank, cortada más o menos por la mitad de un tijeretazo, en diagonal. El nombre del beneficiario no estaba completo, ya que una parte del nombre había quedado en la mitad que faltaba, pero bastaba para que Jordan dedujera su identidad.

... ay Lonard

DeRay Lonard, alias Lord, al que alguien, en aquel momento, estaba metiendo en el frigorífico de un depósito de cadáveres. Ese mierda era para Jordan el único posible motivo para creer en Dios o en el paraíso: la esperanza de que el Padre Eterno le hubiera reservado un lugar en primera fila para recibir los sufrimientos de su peor infierno.

Se quedó sentado en una silla, con los codos apoyados en las rodillas, mirando ese pedazo de papel de color que tenía entre los dedos, sin poder entender cómo y por qué.

En el limitado horizonte del suelo aparecieron dos fundas verdes de plástico, de las que se ponen los cirujanos sobre los zapatos en el quirófano.

—Disculpe, ¿es usted Jordan Marsalis?

Jordan levantó de golpe la cabeza y se encontró ante un médico que llevaba todavía el uniforme del quirófano. Era bastante joven, tenía un cuerpo menudo pero sus ojos oscuros transmitían eficiencia y tranquilidad. Jordan se puso de pie; aunque le superaba en estatura por una cabeza, tuvo la impresión de ser mucho más pequeño.

—Sí.

—Me llamo Melwyn Leko y soy el cirujano que acaba de operar a su amiga.

—¿Cómo está?

—La bala ha entrado y salido sin dañar órganos vitales. Si cree usted en milagros, esta es la ocasión para reconocer uno. Ha perdido mucha sangre y habrá que mantenerla en observación antes de dar un pronóstico, pero la paciente tiene excelente salud y creo poder decirle con razonable certeza que se recuperará.

Jordan aspiró aire y alivio al mismo tiempo. Trató de disimular su impaciencia.

—¿Puedo verla?

—Por el momento sería mejor que no. Está en postoperatorio y saliendo de la anestesia, pero creo que la tendremos en estado de narcosis farmacológica y en cuidados intensivos hasta mañana por la mañana.

Enseguida el médico dejó a un lado lo específicamente clínico y se convirtió en un hombre que intentaba tranquilizar a otro hombre, lo cual confirmó la impresión positiva que había causado en Jordan desde el primer momento.

—Créame, ahora no hay nada que pueda hacer aquí. Si quiere puede irse a casa. Quédese tranquillo; está en buenas manos.

Con una serie de movimientos de cabeza, Jordan dio a entender al doctor Leko que había comprendido y que confiaba en él.

Le tendió la mano y el médico se la estrechó.

—Gracias —dijo simplemente.

—Es mi trabajo —respondió el doctor Leko con igual sencillez.

El médico se alejó con las manos a la espalda. Jordan recogió el casco que había dejado sobre una silla junto a aquella otra, que quemaba, en la que había permanecido sentado hasta aquel momento. Llegó a la puerta automática y salió. En cuanto estuvo fuera, se encontró con el segundo pequeño milagro de la noche: su moto todavía seguía allí. Lo tomó como un buen augurio y, a la luz de las buenas noticias que acababa de darle Leko, se concedió una pequeña reflexión irónica.

Mientras se ponía el casco se preguntó con una sonrisa pícara quién habría resuelto el problema de dónde alojar a Lysa: en la sala de mujeres o en la de hombres.

40

Maureen se despertó con la sensación de estar más cansada que cuando se acostó. Pese a haber tomado un somnífero la noche anterior, había pasado una noche agitada, llena de sueños y angustia, sin tan siquiera el consuelo de saber con seguridad que las imágenes creadas en su subconsciente en esa fragmentada actividad onírica eran exclusivamente suyas.

«Ni siquiera soy dueña de mis propios sueños.»

Miró el reloj digital apoyado en la superficie de mármol gris de la mesita de noche. Los números rojos indicaban que era casi mediodía.

Apartó la sábana arrugada, se levantó de la cama, cogió las gafas oscuras y se las puso antes de abrir las pesadas cortinas que dejaban la habitación en penumbra. Corrió también las más ligeras y dejó entrar la luz del sol. Abajo se extendía Park Avenue, cubierta por el mosaico multicolor de los techos de los coches detenidos en un embotellamiento. Maureen sintió envidia por toda esa gente que conducía sus automóviles, andaba por las aceras, se desplazaba por la ciudad y que, al mover los ojos, se veía rodeada solo por las imágenes de un mundo que para ellos estaba allí y ahora; no había ningún mensaje de un lugar incomprensible y desconocido que solo para ella representaba otro momento y otro lugar.

Después del indiscutible descubrimiento de que los fragmentos que de vez en cuando veía pertenecieron a la vida de Gerald Marsalis, decidió, como si tuviera que pagar una deuda, ir a ver las obras de Jerry Kho en una muestra retrospectiva organizada en una galería del Soho. Paseó sola por las salas, con calma, extrañamente fría, sin experimentar la sensación de haberlas visto ya sino esperando de un momento a otro un nuevo episodio de

«¿de qué en realidad?, ¿qué nombre tiene esto que me está pasando?»

Pero no ocurrió nada. Mientras se paraba ante las manchas de colores de los cuadros, una sensación de inquietud se apoderó poco a poco de ella. En esas telas vio la muerte y la destrucción, las heridas de grandes desgarrones y el grito de dolor de una mente consumida por las pesadillas, como el cuerpo de un hombre entre las pirañas.

Jerry Kho, como Connor Slave, era un artista que había desaparecido antes de tiempo, quizá en el apogeo de su etapa creativa, asesinado por la locura humana. Pero Connor era también un hombre, mientras que el otro se había negado a serlo. Quizá Gerald ya estaba muerto mucho antes de que la muerte física le llegara de la mano de otro hombre que se encontraba en la misma situación.

Se apartó de la ventana; las cortinas ligeras cayeron suavemente para restablecer un sutil velo desenfocado entre ella y el mundo exterior. Se acercó al sillón situado junto a la ventana y, mientras se ponía los pantalones de un chándal, oyó tintinear el teléfono en alguna parte de la casa.

Para no perturbar su descanso, Mary Ann Levallier había dado la orden de desconectar el sonido del aparato de la habitación donde ella dormía. Poco después la puerta se abrió sin ruido y asomó la cara morena de Estrella.

—Ah, señorita, ya está despierta. Póngase al teléfono; es una llamada para usted, de Italia.

Maureen fue hasta la mesita de noche, de estilo imperio, situada junto a la cama y se puso al teléfono mientras se preguntaba quién podría ser. Intrigada, cogió el auricular.

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