El tercer lado de los ojos (37 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Así permaneció también ella durante un momento, inmóvil, sin decidir si secar el espejo y buscarse de nuevo bajo ese velo de agua.

Luego volvió la cabeza y terminó de secarse. Descalza, salió del cuarto de baño y fue al dormitorio. Se vistió rápidamente, con unos vaqueros y una camiseta cómoda, se puso un par de zapatillas de deporte y fue a abrir el armario de la pared. Sacó la maleta más grande que tenía y la arrojó sobre la cama. Cogió la ropa colgada en las perchas y la dejó al lado de la gran maleta negra con ruedas. Empezó a colocar las prendas en el interior, rápidamente pero con precisión.

Lysa era muy buena haciendo maletas.

Era algo que había hecho demasiadas veces como para no saber hacerlo bien.

Se quedó todo el día en casa, tendida sobre la cama, escuchando el sonido de los pasos en la planta de arriba, levantándose solo cuando tenía necesidad de ir a un cuarto de baño que, una vez más, no le imponía una elección.

Ahora, en el exterior, las sombras de la noche trepaban por los edificios. Dentro de un rato llegarían sus rivales, las luces de Nueva York, desde lo alto de los rascacielos, hasta que al día siguiente el sol las expulsara hacia los aparcamientos subterráneos, los sótanos y los subsuelos.

Lysa había decidido que ya no estaría allí para ver ese espectáculo.

Cogió de la mesita de noche el mando a distancia y lo apuntó hacia el televisor. Lo encendió y sintonizó el canal NYl, para tener algo de compañía mientras hacía las maletas. Apareció en la pantalla la imagen de un estudio de televisión con un decorado de noticiario y dos presentadores, un hombre y una mujer que Lysa no conocía, sentados tras un escritorio.

—... de modo que quedamos a la espera de más información, que les daremos en el curso del programa. Mientras tanto, parece que hay importantes adelantos en el caso del asesinato de Gerald Marsalis, el pintor hijo del alcalde, más conocido como Jerry Kho. Ahora nos hablará Peter Luzdick desde el One Police Plaza. ¿Estás allí, Peter?

La imagen cambió y apareció un reportero en plano americano con un micrófono en la mano. A sus espaldas se veía el inconfundible monumento abstracto de color rojo llameante situado a la entrada de la central de la policía.

—Sí, Damon. Estoy aquí y debo confirmar que la detención de Julius Whong que se ha realizado esta noche por el asesinato de Gerald Marsalis se ha convertido hace poco en arresto. Según fuentes no oficiales, sobre su cabeza también pende la acusación por el asesinato de Chandelle Stuart y el secuestro del escritor Alistair Campbell, ocurrido ayer por la noche y que le causó la muerte por un ataque cardíaco.

Lysa sintió que un proyectil helado golpeaba su estómago y de allí seguía a través de las venas como una infección, transformando en hielo toda su sangre. Se sentó en la cama antes de que le fallaran las piernas. Su rostro tenía la misma palidez que el mármol del cuarto de baño.

Desde la pantalla, el reportero continuó con su profesional exposición de los hechos.

—Como ya se ha dicho, estamos hablando de comentarios no oficiales, pero parece que los investigadores están a la espera de una prueba definitiva de ADN, que se realizará en tiempo récord. Al parecer, en el cuerpo de Chandelle Stuart quedaron rastros de líquido seminal, que probablemente es de su asesino. Por el momento no han trascendido otros pormenores, pero esperamos el resultado del análisis y la conferencia de prensa que se hará a continuación para aclarar algunos aspectos de este caso que aún están oscuros.

El encuadre volvió a cambiar. Apareció una foto en colores, mientras en el fondo seguía hablando la voz del presentador.

—Julius Whong, hijo de Cesar Whong, no es nuevo en las crónicas judiciales. Hace algunos años...

Lysa pulsó una tecla y quitó el sonido.

Permaneció inmóvil, mirando el televisor con los ojos muy abiertos.

La imagen de Julius Whong le devolvía una mirada fría y silenciosa desde la pantalla, que reflejaba su cara.

37

Jordan levantó los brazos de la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla, para permitir que el camarero con chaqueta oscura dejara ante él el plato que sostenía en la mano. Mientras el hombre que le había servido se apartaba y se marchaba con discreción, Jordan se quedó mirando con perplejidad la composición que tenía delante.

—¿Qué es?

Maureen sonrió desde el otro lado de la mesa, puesta con copas de cristal y un elegante mantel de lino blanco. También ella tenía delante un plato que contenía la misma comida fantasiosa y colorida.

—Pechuga de paloma con cacao y salsa de uvas.

Jordan acercó la silla a la mesa y cogió los cubiertos.

—Suena importante. Y además tiene aspecto de ser rico.

—Mi padre siempre dice que la cocina es como la literatura: el único límite es tu fantasía. Está convencido de que la comida debe satisfacer todos los sentidos: al gusto con el sabor, al olfato con el aroma y a la vista con la presentación.

Jordan alzó, irónico, una ceja.

—Un hombre que tiene pensamientos tan profundos debería ocuparse de política, no de un restaurante.

Cortó un pequeño trozo de comida y se lo llevó a la boca. Empezó a masticarlo lentamente, sin el frenesí de un devorador de bistecs.

Después de haberlo saboreado, su rostro mostró una expresión extática.

—Fabuloso. Debo decir que la fama del Martini's es merecida. Este lugar representa un auténtico conflicto de intereses.

—¿Por...?

—El cocinero es un diablo que prepara platos salidos del paraíso.

Maureen rió. Por primera vez después de mucho tiempo rió.

—Lo has hecho.

—¿Qué?

—Te has reído. Nunca te había visto hacerlo. Deberías practicarlo más a menudo.

—También tú.

Jordan cogió la copa que acababa de servirle el camarero, con un vino tinto de la reserva personal de Carlo Martini, y rozó la de Maureen.

—Es la primera vez que tomo alcohol desde hace mucho tiempo, pero creo que por ti vale la pena romper un firme propósito.

Le acudió a la mente otro brindis, reciente, hecho con una taza de café amargo en presencia de Annette, la camarera del bar que estaba cerca de su casa.

«Por los viajes frustrados», había dicho él.

«Por los viajes aplazados, solo aplazados», respondió ella.

Jordan bebió un sorbo de ese vino excelente, saboreándolo pero sabiendo que el momento del viaje aún no había llegado. Y que ya no estaba tan seguro de desearlo.

Maureen lo había invitado a cenar en el restaurante de su padre, un elegante palacete de época, de dos plantas, situado en la calle Cuarenta y seis entre la Octava y la Novena avenidas, no muy lejos de las luces de Times Square y los carteles con caras famosas de los teatros de Broadway. Jordan solo cayó en la cuenta cuando ella le dijo que era la hija del dueño de uno de los restaurantes más conocidos de Nueva York, y aceptó la invitación como un pequeño privilegio.

Maureen lo vio llegar en moto, con el casco y el pelo canoso algo despeinado, con esa forma de ser rebelde, no por el vehículo que conducía o la ropa que llevaba, sino por cómo era. Él se acercó a la mesa con su andar ágil y una sonrisa que pocas veces le había visto en el rostro y en los ojos al mismo tiempo.

Luego observó con placer cómo Jordan se entregaba al menú de degustación del restaurante, sin pedir que le trajeran ketchup.

Ahora, al parecer, celebraban la feliz conclusión de una investigación en la cual oficialmente ninguno de los dos había participado y en la cual ninguno de los dos había querido nunca participar. En realidad, el verdadero motivo de su presencia allí, juntos, era esa sensación indefinible pero sólida que los había vinculado desde el principio.

Quizá fuera solo el deseo de poner fin a un asunto desagradable, apoyándose el uno en el otro. Ambos tenían un camino difícil por delante y cada uno a su modo fingía no saberlo, quizá como un augurio de buena suerte.

Maureen continuó observando a Jordan disimuladamente, mientras fingía comer. Notó la delicadeza y la precisión con que usaba los cubiertos y por primera vez reparó en sus hermosas manos. Tenía algo que le recordaba a Connor, aunque eran muy distintos, tanto su personalidad como el aspecto físico.

Connor era la vibración de la creatividad, un duende que poseía la magia de la música. Jordan era la fuerza, la forma y el silencio constructivo, que forman parte integral de la música.

Connor tenía unas manos hermosas y largas que se estremecían con el deseo de empuñar el violín. Jordan tenía unas manos de hombre que, ahora se daba cuenta, deseaba que jamás tuvieran que empuñar una pistola.

Y no obstante, lo había hecho.

Se preguntó si en otro tiempo o en otro lugar entre ella y Jordan habría podido nacer algo. Prefirió no dar una respuesta inútil a una pregunta inútil. Siguió mirándolo de vez en cuando, disfrutando de aquel momento placentero y de la sensación de pausa que le daba la presencia de ese hombre.

Había ocurrido todo tan deprisa..., como en una sucesión de diapositivas entre la luz y la oscuridad. En la oscuridad había seguido viendo unas imágenes de muerte que no lograba borrar de su recuerdo. Al volver la luz, llegaron, sin posibilidad de elección, las imágenes que alguien no conseguía olvidar ni siquiera después de la muerte.

Jordan habló sin levantar la mirada del plato. Su voz tranquila la sorprendió en medio de estos pensamientos.

—¿He pasado el examen?

Maureen fingió que no lo entendía. Debía haber imaginado que su excesiva atención no le pasaría inadvertida.

Meneó la cabeza y sonrió, para excusarse con él y consigo misma.

—Discúlpame. No era ningún examen. Y si lo hubiera sido, lo has superado hace rato.

Como si el azar ayudara a resolver ese momento de incomodidad, Jordan notó que su móvil vibraba en el bolsillo del pantalón. Le había quitado el sonido para no molestar a los clientes del local, pero de acuerdo con Maureen no lo había apagado. Después del arresto de Julius Whong, cuando todo debía hacerse con las rígidas normas de los procedimientos oficiales, por motivos obvios ellos habían quedado fuera. Habría sido difícil explicar el papel de Jordan, y sobre todo el de Maureen, ahora que los medios de información habían entrado con violencia y exigían su tributo de verdad. Estaban obligados a seguir la historia de lejos, sin posibilidad de participar en los interrogatorios ni de tener noticias frescas, salvo las que pudieran llegar de parte de Burroni o de Christopher.

Ahora los dos miraban el móvil, esperando que fuera uno de ellos.

Jordan vio que en la pequeña pantalla del visor no aparecía ningún número. Activó la comunicación sin hacer caso de algunas cabezas que se habían vuelto hacia su mesa con expresión de reprobación por semejante falta de tacto.

—¿Diga?

—Jordan, soy James.

Jordan alzó los ojos hacia Maureen, y con un movimiento de cabeza confirmó la pregunta que leía en su cara.

—¿Hay novedades?

—Pues sí. Es él, Jo. Han hecho el análisis de ADN, a la velocidad del rayo. Coincide. Cumple sobradamente con los requisitos mínimos que exige la ley. Además, no ha podido presentar una coartada para uno de los días en que se cometieron los crímenes. Y tampoco para ayer. Dice que se quedó en casa toda la noche. Ya no hay duda, aunque sobre el resto no han logrado sacarle una sola palabra. Nuestro hombre es un tío duro. Pero después de unos años en el pasillo de la muerte de Sing Sing ya se ablandará.

Jordan guardó silencio mientras asimilaba las noticias, y ello permitió a Burroni continuar por otro rumbo.

—Jordan, no sé cómo lo has hecho para llegar donde hemos llegado. Y tampoco sé dónde entra la italiana en toda esta historia. Hay muchas cosas que no logro entender.

Jordan no podía culparlo. De acuerdo con Christopher, habían decidido no informar a Burroni de las novedades aportadas por Maureen en el transcurso de la investigación. Y mucho menos de cómo las habían obtenido.

—Por si te interesa, tampoco yo.

—Lo que quiero decirte tiene que ver con otra cosa, Jordan. En un sentido estrictamente personal, me alegro de haber trabajado contigo. Y no lo digo solo porque gracias a esto mis problemas parece que han terminado. Ahora me doy cuenta de que ha sido una verdadera injusticia lo que te ha pasado.

—No hay problema, James. No te preocupes. Mantenme informado y saludos a tu hijo.

Jordan cortó la comunicación y contó a Maureen lo que acababa de decirle Burroni.

—Parece que es él. El análisis de ADN lo incrimina. Para Julius Whong, todo ha terminado.

Durante unos segundos se miraron en silencio. Luego Jordan dijo lo que estaban pensando los dos.

—Pero tú sabes que para nosotros no ha terminado, ¿verdad?

Maureen respondió en voz baja, unas sílabas que quedaron suspendidas entre ellos como una admisión de culpa.

—Sí, lo sé.

—Has visto algo que nos ha llevado hasta Julius Whong. No tengo la menor idea de cómo ha podido suceder, pero tú y yo sabemos que es cierto. Así que también debe ser cierto el asesinato que dices haber visto cuando los muchachos llevaban las máscaras de Snoopy. ¿Crees que podría ser Whong la persona que has visto con el cuchillo en la mano?

—No lo sé, Jordan. Lo vi solo un instante, y de espaldas. Ahora que lo he visto creo que el físico podría corresponder.

Maureen hizo una seña con la mano a un camarero que se acercaba para retirar los platos. El hombre comprendió, dio media vuelta y se alejó, dejándolos solos.

Jordan prosiguió con su discurso, que Maureen sabía muy bien dónde terminaría.

—Ahora que la historia de Snoopy ha llegado al conocimiento público, dejemos que se ocupen de ese aspecto los investigadores calificados para hacerlo. Nosotros, en cambio, debemos averiguar qué sucedió en esa habitación, aunque no sepamos dónde, cuándo ni por qué. Ese podría ser el motivo de los asesinatos. Pero no podemos hablar del tema con nadie, porque cualquiera, incluido Burroni, se nos reiría en la cara o llamaría a la unidad psiquiátrica más próxima.

Maureen asintió, mientras una sensación de pánico llenaba su estómago. Al recordar la noche anterior tuvo la fuerza para no bajar la cabeza, pero Jordan pudo ver un brillo en sus ojos.

—No sé si puedo hacerlo, Jordan.

Él alargó una mano y la posó sobre la suya. A Maureen le pareció increíble que un gesto tan simple pudiera resultar tan tranquilizador.

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