El Terror (21 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Y lo peor de todo, al menos para Goodsir, era que la Tierra del Rey Guillermo, o la isla del Rey Guillermo, como averiguaron más tarde, fue la mayor decepción de toda su vida.

La isla de Devon y la de Beechey, hacia el norte, eran inhóspitas para la vida y barridas por el viento, en el mejor de los casos, y estériles salvo por el liquen y las plantas bajas, pero eran un verdadero Jardín del Edén comparadas con lo que encontraron los hombres en la Tierra del Rey Guillermo. Beechey al menos tenía algo de tierra, un poco de arena, imponentes acantilados y una especie de playa. Nada de todo aquello se podía encontrar en la Tierra del Rey Guillermo.

Media hora después de cruzar la barrera de icebergs, Goodsir no sabía si estaban sobre tierra firme o no. Estaba preparado para celebrarlo con los demás, porque sería la primera vez que alguno de ellos ponía los pies en tierra firme desde hacía más de un año, pero el mar de hielo dejaba su lugar, más allá de los icebergs, a enormes montones de hielo costero, y resultaba imposible decir dónde cesaba el hielo de la costa y dónde empezaba ésta. Todo era hielo, nieve sucia, más hielo y más nieve.

Finalmente llegaron a una zona barrida por los vientos y libre de nieve, y Goodsir y varios de los marineros se arrojaron hacia la grava, poniéndose a cuatro patas sobre la tierra, como señal de agradecimiento, pero aun allí las pequeñas piedrecillas estaban completamente heladas, tan firmes como los guijarros londinenses en invierno y diez veces más fríos, y aquel frío se transmitió a través de sus pantalones y otras capas de ropa que cubrían sus rodillas y luego hacia sus huesos y subió por sus guantes hasta sus palmas y sus dedos como una silenciosa invitación a los círculos infernales y helados de los muertos que estaban debajo.

Les costó más de cuatro horas encontrar el mojón de Ross. Un montón de rocas que tenía casi dos metros de alto, en el cabo Victoria o sus alrededores, tenía que haber sido fácil de encontrar, el teniente Gore se lo había dicho a todos antes, pero en aquel cabo tan expuesto, los montones de hielo a menudo tenían casi dos metros de alto, y los potentes vientos habían derribado hacía mucho tiempo las piedras superiores y más pequeñas del mojón. El cielo de finales de mayo nunca acababa de oscurecerse por la noche, pero el resplandor bajo y constante hacía excepcionalmente difícil ver nada en tres dimensiones o juzgar las distancias. Las únicas cosas que sobresalían eran los osos, y sólo gracias a su movimiento. Media docena de esos seres hambrientos y curiosos les habían seguido todo el día. Más allá de ese ocasional movimiento oscilante, todo se difuminaba en un resplandor de un blanco grisáceo. Un serac que parecía estar a un kilómetro de distancia y aparentaba tener quince metros de alto realmente estaba sólo a veinte metros y tenía algo más de medio de metro de alto. Un trozo de grava y arena desnuda que parecía estar a treinta metros de distancia resulta que estaba a kilómetro y medio en la punta barrida por los vientos. Pero finalmente encontraron el mojón, casi a las 22.00 según el reloj de Goodsir, que todavía funcionaba, y todos los hombres estaban tan cansados que les colgaban los brazos como a los simios de los cuentos de los marineros; toda habla había sido abandonada entre su inmenso cansancio, y el trineo había quedado a menos de un kilómetro hacia el norte del primer lugar donde habían tocado la costa.

Gore retiró el primero de los dos mensajes (había hecho una copia del primero para colocarlo en algún otro lugar más al sur, a lo largo de la costa, siguiendo las instrucciones de sir John), rellenó la fecha y puso su nombre. Lo mismo hizo el segundo oficial Charles des Voeux. Enrollaron la nota, la introdujeron en uno de los cilindros estancos de latón que habían llevado, y, después de dejar caer el cilindro en el centro del mojón vacío, colocaron de nuevo las rocas que habían quitado para conseguir acceso.

—Bueno —dijo Gore—. Entonces ya está, ¿no?

La tormenta eléctrica empezó poco después de que hubiesen llegado al trineo para cenar, a medianoche.

Para ahorrar peso durante la travesía del iceberg habían dejado sus pesadas mantas de piel de lobo, las lonas impermeables para el suelo y la mayor parte de la comida enlatada escondida en el hielo. Suponían que, como la comida estaba en unas latas selladas y soldadas, no atraería a los osos blancos que siempre iban por ahí alrededor husmeando, y que aunque lo hiciera, los osos no podrían abrir las latas. El plan era seguir durante dos días con raciones reducidas allí, en tierra, y cazar algo si podían, por supuesto, pero aquel sueño se desvaneció al chocar con la brutal realidad del lugar, y que todo el mundo durmiese dentro de la tienda holandesa.

Des Voeux supervisó la preparación de la comida, sacando la cocina de una serie de cestas de mimbre cuidadosamente embaladas. Pero tres de las cuatro latas que habían elegido para aquella primera comida en tierra estaban estropeadas. Sólo les quedaba la media ración del miércoles de cerdo salado, preferido siempre por los hombres, porque tenía muchísima grasa, pero no suficiente para saciar su hambre después de un día de trabajo tan pesado, y la última lata de comida, que llevaba la etiqueta de «sopa de tortuga fina y superior», y que los hombres odiaban, sabiendo por experiencia que no era ni fina ni superior, y que seguramente ni siquiera llevaba tortuga.

El doctor McDonald, en el
Terror,
llevaba obsesionado el año y medio anterior, ya desde la muerte de Torrington en la isla de Beechey, con la calidad de la comida enlatada, y estaba ocupado experimentando constantemente, con la ayuda de los demás cirujanos, para encontrar la mejor dieta con la cual evitar el escorbuto. Goodsir había sabido por el doctor más viejo que un tal Stephan Goldner, el suministrador de provisiones de Houndsditch que había ganado el contrato mediante una oferta excepcionalmente barata, había engañado casi con toda certeza al Gobierno de su majestad y al Servicio de Descubrimientos de la Marina Real de su Majestad proporcionando vituallas no adecuadas y posiblemente incluso envenenadas.

Los hombres llenaron el aire helado de obscenidades al saber que las latas no contenían más que comida podrida.

—Calmaos, chicos —dijo el teniente Gore, tras permitir el bombardeo de fantásticas obscenidades marineras durante un minuto o dos—. ¿Qué diríais si abrimos las latas de las raciones de mañana hasta que encontremos una comida buena, y sencillamente volvemos a nuestro escondite en el hielo mañana a la hora de cenar, aunque eso signifique medianoche?

Hubo un coro de asentimientos.

Dos de las siguientes latas que abrieron no estaban estropeadas, y eso incluía un extraño «estofado irlandés» sin carne que sólo se podía comer a duras penas, y lo que llevaba la extravagante etiqueta de «carrilleras de buey con verduras». Los hombres habían decidido que la parte de los bueyes debía de proceder de una curtiduría, y las verduras de algún montón de verduras podridas, pero era mejor que nada.

En cuanto pusieron en pie la tienda con los sacos de dormir desenrollados para formar un suelo en su interior, y se calentó la comida en su estufa de alcohol y los recipientes y platos de metal fueron distribuidos, empezaron a verse los relámpagos.

La primera descarga eléctrica dio a menos de quince metros de ellos e hizo que todos los hombres derramasen las mejillas de buey y las verduras y el estofado. La segunda fue más cerca.

Corrieron hacia la tienda. Los rayos y relámpagos caían a su alrededor como una descarga de artillería. Cuando estuvieron literalmente amontonados dentro de la tienda de lona marrón, ocho hombres en un refugio diseñado para cuatro y un equipo ligero, el marinero Bobby Ferrier miró los postes de metal y madera que mantenían erecta la tienda:

—Joder, hay que quitar esto —dijo, y se dirigió a gatas hacia la abertura.

Fuera, un granizo del tamaño de pelotas de criquet caía atronadoramente, enviando carámbanos de hielo a nueve metros en el aire. La pobre luz de la medianoche ártica se veía sacudida por la explosión de los relámpagos con tanta frecuencia que se superponían, incendiando todo el cielo con una luz cegadora que quedaba parpadeando en la retina.

—¡No, no! —gritó Gore, por encima de los truenos, y agarrando a Ferrier para que volviera, ya en la entrada, y arrojándole hacia la atestada tienda—. Vayamos adonde vayamos en esta isla somos lo más alto que hay por aquí alrededor. Arroja esos palos con metal por dentro lo más lejos que puedas, pero quédate dentro de la lona. Meteos todos en los sacos y echaos bien planos.

Los hombres hicieron eso, y su largo pelo se retorcía como serpientes debajo de los bordes de sus gorras con orejeras o sus gorros, por encima de sus muchos pañuelos. La tormenta aumentó aún más su ferocidad y el ruido era ensordecedor. El granizo los golpeaba en la espalda a través de la lona y las mantas y era como enormes puños que les estuvieran dando una buena paliza. Goodsir empezó a quejarse en voz alta durante el aporreamiento, más por miedo que por dolor, aunque los golpes constantes constituyeron la paliza más dolorosa que había sufrido jamás, desde sus días en el colegio.

—¡Me cago en la puta! —gritaba Thomas Hartnell a medida que el granizo y los relámpagos iban empeorando.

Los hombres con algo de cerebro estaban metidos bajo las mantas de la Compañía de la Bahía de Hudson, más que encima de ellas, intentando usarlas como amortiguadores para evitar el granizo. La lona de la tienda amenazaba con asfixiarlos a todos, y la delgada lona que tenían debajo no podía evitar que traspasara el frío y los calara a todos, quitándoles el aliento.

—¿Cómo puede haber una tormenta eléctrica con tanto frío? —gritaba Goodsir a Gore, que estaba echado junto a él en el apelotonamiento de hombres aterrorizados.

—A veces pasa —gritó a su vez el teniente—. Si decidimos trasladarnos de los buques al campamento de tierra, tendremos que llevarnos una verdadera pila de pararrayos.

Aquélla era la primera vez que Goodsir oía la sugerencia de abandonar los buques.

Los rayos dieron en la roca bajo la cual se habían cobijado durante su abreviada cena, a menos de tres metros de la tienda, y rebotaron por encima de sus cabezas cubiertas por la lona hasta una segunda roca a no más de un metro de donde estaban, y todos los hombres se acurrucaron más aún, intentando traspasar la lona sobre la cual se encontraban, en un intento de fundirse con la roca.

—Dios mío, teniente Gore —gritó John Morfin, cuya cabeza estaba más cerca de la abertura de la tienda—, hay algo moviéndose por ahí fuera, en medio de todo esto.

Todos los hombres oyeron aquello. Gore gritó:

—¿Un oso? ¿Caminando por ahí con esta tormenta?

—Es demasiado grande para ser un oso, teniente —gritó Morfin—. Es...

Y entonces el rayo volvió a caer en la roca, y otra descarga cayó también lo bastante cerca para hacer que la tela de la tienda saltase en el aire debido a la descarga de electricidad estática, y todo el mundo se aplastó más aún contra el suelo y presionó el rostro contra la fría lona, y abandonaron el discurso en favor de la plegaria.

El ataque, porque Goodsir sólo podía pensar en aquello como en un ataque, como el de algún dios griego furioso ante su hubris por haber osado invernar en el reino de Bóreas, siguió durante casi una hora, hasta que los últimos truenos se alejaron y los relámpagos se hicieron más intermitentes y luego se desplazaron hacia el sudeste.

Gore fue el primero en asomar, pero ni siquiera el teniente, que Goodsir sabía que carecía de todo miedo, se puso en pie hasta al cabo de un minuto o más de cesar la descarga. Otros se fueron incorporando y se pusieron de rodillas y se quedaron allí, mirando a su alrededor como si estuvieran alelados o suplicantes. El cielo hacia el oeste era como un enrejado de descargas entre el aire y del aire a la tierra, y los truenos todavía se dejaban oír por encima de la plana isla con suficiente violencia para ejercer presión física sobre su piel y hacer que se tapasen los oídos, pero el granizo había cesado ya. Las esferas blancas caídas estaban apiladas hasta algo más de medio metro de altura, todo alrededor de ellos, por lo que se podía ver. Al cabo de un minuto, Gore se puso en pie y empezó a mirar en torno. Los otros también se levantaron, muy tiesos, moviéndose lentamente y palpándose los miembros llenos de magulladuras, suponía Goodsir, si su propio dolor era una medida del abuso que todos habían sufrido por parte de los cielos. La penumbra de medianoche estaba bastante amortiguada por las espesas nubes hacia el sur, de modo que casi parecía que se avecinaba una auténtica oscuridad.

—Miren esto —dijo Charles Best.

Goodsir y los demás se reunieron junto al trineo. Las latas de comida y otro material estaban desempaquetadas y colocadas junto a la zona de cocina antes de su abortada cena, y sin saber cómo los rayos habían conseguido alcanzar la pequeña pirámide de latas almacenadas, y en cambio no habían dado al trineo en sí. Toda la comida enlatada de Goldner había volado por los aires como si le hubiese acertado una bala de cañón, una jugada magistral en un juego de bolos cósmico. El metal carbonizado y las verduras y la carne podrida e incomible, todavía humeantes, estaban esparcidos en un radio de veinte metros. Junto al pie izquierdo del cirujano se encontraba un receptáculo completamente abrasado, retorcido y ennegrecido con la leyenda:
APARATO DE COCINA
, visible en un lado. Formaba parte del equipo de cocina de viaje, y estaba colocado encima de un hornillo de alcohol cuando corrieron buscando refugio. La botella de metal que contenía una pinta de combustible pirolígneo junto a ella había explotado y envió su metralla en todas direcciones, pero evidentemente había pasado por encima de sus cabezas mientras ellos permanecían agazapados en la tienda. Si el rayo hubiese incendiado los recipientes de combustible situados en una caja de madera junto a las dos escopetas y los cartuchos que había a poca distancia distancia del trineo, la explosión y las llamas los habrían hecho volar a todos.

Goodsir tenía unas ganas locas de reír, pero no lo hizo por miedo a llorar al mismo tiempo. Ninguno de los hombres habló durante un momento.

Finalmente, John Morfin, que había trepado a la cresta de hielo golpeado por el granizo por encima de su campamento, gritó:

—¡Teniente, venga a ver esto!

Todos treparon para mirar al lugar hacia donde él miraba.

A lo largo de la parte trasera de aquella pequeña cresta, viniendo desde el revoltijo de hielo que había hacia el sur y desapareciendo hacia el mar, al noroeste de donde ellos se encontraban, había unas huellas imposibles. Imposibles porque eran mayores de las que podía haber dejado cualquier animal vivo sobre la tierra. Desde hacía cinco días los hombres iban viendo las huellas de las garras de los osos blancos en la nieve, y algunas de esas huellas eran enormes, sí, de unos treinta centímetros de largo, pero estas huellas bien claras eran de más de la mitad de largura que ésas. Algunas parecían tan largas como el brazo de un hombre. Y eran recientes, de eso no quedaba ninguna duda, porque las hendiduras no estaban en la nieve vieja, sino que se habían formado en la gruesa capa de granizo reciente.

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