El Terror (5 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

De modo que fue toda una conmoción cuando el viejo Ross le apartó a un lado casi abruptamente y empezó a hacerle preguntas a través del humo de su cigarro y el resplandor de las velas reflejado en el cristal.

—Franklin, ¿por qué, en nombre del Cielo, se lleva usted ciento treinta y cuatro hombres? —La piedra de arena raspó ásperamente la madera basta.

El capitán sir John Franklin parpadeó.

—Es una expedición importante, sir John.

—Demasiado importante, si quiere mi opinión. Ya cuesta mucho meter a treinta hombres por el hielo en los barcos y devolverlos a la civilización si algo sale mal. Ciento treinta y cuatro hombres... —El viejo explorador emitió un ruido grosero, aclarándose la garganta como si fuera a escupir.

Franklin sonrió y asintió con la cabeza, deseando que el viejo le dejara solo.

—Y a su edad —continuó Ross—. Tiene usted sesenta años, por el amor de Dios.

—Cincuenta y nueve —replicó Franklin muy tieso—, señor.

El viejo Ross le sonrió vagamente, pero con mayor aspecto de iceberg que nunca.

—¿Y cuánto tiene el
Terror
? ¿Trescientas treinta toneladas? Y el
Erebus
unas trescientas setenta, ¿no?

—Trescientas setenta y dos mi buque insignia —respondió Franklin—. Trescientas veintiséis el
Terror.

—Y un calado de seis metros cada uno, ¿verdad?

—Sí, milord.

—Es una mierda, una locura, Franklin. Sus barcos serán los buques de mayor calado jamás enviados a una expedición ártica. Todo lo que sabemos de esas regiones nos ha enseñado que las aguas a las que se dirige son poco hondas, y están llenas de bajíos, rocas y hielo escondido. Mi
Victory
sólo tenía un calado de una braza y media, y no pudimos pasar la barra del puerto cuando atracamos para el invierno. George Back casi arranca todo el fondo de su
Terror
con el hielo.

—Ambos buques han sido reforzados, sir John —dijo Franklin. Notaba que el sudor le corría por las costillas y el pecho hacia su rechoncho abdomen—. Ahora son los barcos de hielo más fuertes del mundo.

—¿Y qué es esa locura de vapor y motores de locomotora?

—No es ninguna locura, milord —dijo Franklin, notando la condescendencia en su propia voz. No sabía nada de vapor en realidad, pero llevaba dos buenos ingenieros en la expedición y a Fitzjames, que formaba parte de la nueva Marina a Vapor—. Son motores muy potentes, sir John. Nos sacarán del hielo cuando las velas no lo consigan.

Sir John Ross bufó.

—Sus máquinas de vapor ni siquiera son marítimas, ¿verdad, Franklin?

—No, sir John. Pero son los mejores motores de vapor que nos ha podido vender el Ferrocarril de Londres y Greenwich. Transformados para su uso marítimo. Unas bestias muy potentes, señor.

Ross bebió un sorbito de whisky.

—Potentes si lo que planea es tender unos raíles a lo largo del paso del Noroeste y llevar una maldita locomotora por ellos.

Franklin lanzó una risita afable al oír aquello, pero no vio rastro de humor en el comandante y la obscenidad le ofendió gravemente. A menudo no sabía cuándo los demás hablan en broma o no, y él mismo carecía de sentido del humor.

—Pero no son tan potentes, en realidad —continuó Ross—. Esa máquina de 1,5 toneladas que han embutido en la bodega de su
Ere
bus
sólo produce veinticinco caballos. El motor de Crozier es menos eficiente aún..., veinte caballos de potencia, como máximo. El barco que lo remolcará más allá de Escocia, el
Rattler,
produce doscientos veinte caballos con su pequeño motor de vapor. Es un motor «marítimo», hecho a propósito para el mar.

Franklin no tenía nada que decir ante todo esto, de modo que sonrió. Para llenar el silencio que siguió hizo señas a un camarero que pasaba con unas copas de champán. Luego, como iba contra sus principios beber alcohol, no pudo hacer otra cosa que quedarse allí de pie con la copa en la mano, mirando de vez en cuando el champán que se iba quedando sin gas, y esperando la menor oportunidad para librarse de él sin que nadie se diera cuenta.

—Piense en todas las provisiones extra que podría haber almacenado en las bodegas de sus dos barcos, si no estuvieran ahí esos malditos motores —insistió Ross.

Franklin miró a su alrededor, como buscando socorro, pero todo el mundo estaba en animada conversación con otras personas.

—Tenemos provisiones más que suficientes para tres años, sir John —dijo al fin—. Cinco o seis años, si debemos racionarlas. —Sonrió de nuevo, intentando seducir a aquel rostro pétreo—. Y tanto el
Erebus
como el
Terror
tienen calefacción central, sir John. Algo que seguramente usted habría apreciado en su
Victory.

Los claros ojos de sir John Ross relucieron con frialdad.

—El
Victory
quedó aplastado como un huevo por el hielo, Franklin. Un maravilloso sistema de calor por vapor no habría impedido eso, ¿verdad?

Franklin miró a su alrededor, intentando captar la mirada de Fitzjames. O la de Crozier, incluso. Cualquiera que pudiese acudir a rescatarle. Nadie parecía fijarse en sir John,
el Viejo,
y sir John,
el Gordo,
que estaban allí juntitos y sumidos en una conversación tan seria, aunque fuera sólo por una parte. Pasó un camarero y Franklin dejó su copa de champán intacta en la bandeja. Ross examinó a Franklin con los ojos entrecerrados, como rendijas.

—¿Y cuánto carbón se gasta para calentar uno de sus barcos un solo día por allí? —inquirió el viejo escocés.

—Bueno, en realidad no lo sé, sir John —dijo Franklin con una sonrisa seductora. Y era verdad, no lo sabía. Ni le importaba especialmente. Los ingenieros estaban a cargo de los motores de vapor y del carbón. El Almirantazgo lo habría planeado todo bien, suponía.

—Yo sí lo sé —dijo Ross—. Consumirá usted setenta kilos de carbón al día sólo para mantener el agua caliente en movimiento y así calentar los alojamientos de la tripulación. Media tonelada de su precioso carbón al día sólo para que siga habiendo vapor. Si va avanzando, esperemos que a unos cuatro nudos con esos feos buques de bombardeo, quemará dos o tres toneladas de carbón al día. Mucho más si intenta abrirse camino por encima del hielo. ¿Y cuánto carbón se piensa llevar, Franklin?

El capitán sir John agitó la mano en un gesto que sabía displicente, casi afeminado.

—Ah, alrededor de unas doscientas toneladas, milord.

Ross bizqueó de nuevo.

—Noventa toneladas cada uno, el
Erebus
y el
Terror,
para ser más preciso —gruñó—. Y eso cuando estén al máximo en Groenlandia, antes de cruzar la bahía de Baffin, mucho menos en el hielo real.

Franklin sonrió y no dijo nada.

—Digamos que llega al lugar donde tiene que pasar el invierno en el hielo con el setenta y cinco por ciento de sus noventa toneladas sin quemar —continuó Ross, siguiendo implacable como un barco a través del hielo blando—, eso le deja, ¿cuántos días de vapor en condiciones normales, sin hielo? ¿Una docena? ¿Trece? ¿Quince?

El capitán sir John Franklin no tenía ni la menor idea. Su mente, aunque profesional y náutica, sencillamente no trabajaba de aquella manera. Quizá sus ojos revelaron un pánico súbito, no por el carbón sino por aparecer como un idiota ante sir John Ross, porque el caso es que el viejo marino puso una garra de acero en el hombro de Franklin. Cuando Ross se acercó más aún, el capitán sir John Franklin notó que su aliento olía a whisky.

—¿Qué planes tiene el Almirantazgo para su rescate, Franklin? —gruñó Ross. Hablaba en voz baja. A su alrededor sólo se oían las risas y parloteos de la recepción, a aquella hora tardía.

—¿Rescate? —dijo Franklin, parpadeando. La idea de que los dos buques más modernos del mundo, reforzados para el hielo, movidos con vapor, aprovisionados para pasar cinco años o más en el hielo y tripulados por hombres seleccionados por sir John Barrow pudiera requerir un rescate simplemente no era concebible para la mente de Franklin. La idea era absurda.

—¿Tiene algún plan para ir dejando depósitos a lo largo del camino, por las islas? —susurró Ross.

—¿Depósitos...? —dijo Franklin—. ¿Dejar provisiones a lo largo del camino? ¿Por qué iba a hacer eso, por el amor de Dios?

—Para poder llevar a sus hombres a un lugar con comida y refugio, si tiene que saltar al hielo y echarse a andar —dijo Ross con los ojos resplandecientes, furibundo.

—¿Por qué íbamos a tener que volver andando a la bahía de Baffin? —preguntó Franklin—. Nuestro objetivo es completar el tránsito del paso del Noroeste.

Sir John Ross echó la cabeza hacia atrás. Su presa en el hombro de Franklin se hizo más intensa.

—¿Entonces no habrá ningún barco de rescate ni planes in situ?

—No.

Ross agarró el otro brazo de Franklin y lo apretó tan fuerte que el corpulento capitán sir John casi hizo un gesto de dolor.

—Entonces, chico —susurró Ross—, si no he oído hablar de ti hacia 1848, iré a buscarte yo mismo. Te lo juro.

Franklin se despertó de golpe.

Estaba empapado de sudor. Se notaba mareado y débil. El corazón le saltaba en el pecho, y con cada reverberación su dolor de cabeza repicaba como la campana de una iglesia contra el interior de su cráneo.

Miró hacia su cuerpo con horror. La seda cubría la mitad inferior de su cuerpo.

—¿Qué es esto? —chilló, alarmado—. ¿Qué es esto? ¡Me han puesto una bandera encima!

Lady Jane se puso de pie, horrorizada.

—Parecía que tenías frío, John. Estabas tiritando. Te la he echado para taparte, como manta.

—¡Dios mío! —gritó el capitán sir John Franklin—. ¡Dios mío, mujer! ¿No sabes lo que has hecho? ¡La Union Jack sólo se pone encima de los cadáveres!

3

Crozier

Latitud 70° 5' N — Longitud 98° 23' O

Octubre de 1847

El capitán Crozier baja la corta escala hacia la cubierta inferior, empuja las dobles puertas cerradas y casi se tambalea ante la súbita bofetada de calor. Aunque la calefacción mediante agua caliente circulante lleva apagada horas, el calor corporal de más de cincuenta hombres y el residual de la cocina han mantenido la temperatura de la cubierta inferior bastante alta, justo por debajo de la de congelación, más de cuarenta grados más caliente que fuera. El efecto en alguien que lleva media hora en cubierta es el equivalente a meterse en una sauna completamente vestido.

Como va a continuar bajando hacia el sollado, que no tiene calefacción, y hacia las cubiertas de las bodegas, y por tanto se quedará con la ropa de abrigo, Crozier no se entretiene demasiado allí, en el calor. Pero sí que hace una pausa momentánea, como haría cualquier capitán, tomándose el tiempo suficiente para mirar a su alrededor y asegurarse de que las cosas no se han ido al Infierno en la media hora que lleva fuera.

A pesar del hecho de que es la única cubierta del buque con literas, comedor y espacio para vivir, está tan oscura como una mina galesa en pleno funcionamiento, con sus pequeños tragaluces cubiertos de nieve durante el día y por la noche que ahora dura veintidós horas. Lámparas de aceite de ballena, linternas o candiles arrojan pequeños conos de luz aquí y allá, pero en su mayor parte los hombres se abren camino por la oscuridad de memoria, recordando dónde esquivar las innumerables pilas de cacharros invisibles y las masas colgantes de comida, ropa y utensilios almacenados y otros hombres durmiendo en sus coys. Cuando todos los coys están montados (se permiten treinta y cinco centímetros para cada hombre) no queda espacio para andar, excepto dos pasillos de unos cuarenta y cinco cada uno a lo largo del casco, a cada lado. Pero ahora sólo hay unos cuantos coys puestos, hombres que quieren dormir un poco antes de sus guardias tardías, y el barullo de las conversaciones, risas, maldiciones, toses y los inspirados ruidos y obscenidades del señor Diggle es lo bastante fuerte como para ahogar los ruidos y quejidos del hielo.

Los planos del buque muestran un espacio de altura de más de dos metros, pero, en realidad, entre las gruesas cuadernas del buque por arriba y las toneladas de trastos y madera extra almacenadas en estantes que cuelgan de esas cuadernas, hay menos de dos metros en la cubierta inferior y los pocos hombres verdaderamente altos del
Terror,
como el cobarde Manson, que le espera abajo, tienen que caminar en una postura perpetuamente encogida. Francis Crozier no es tan alto. Ni llevando el gorro y las bufandas puestas tiene que agachar la cabeza.

A su derecha y corriendo a popa desde el lugar donde está Crozier se encuentra lo que parece un túnel bajo, oscuro y estrecho, pero en realidad es la escalera de cámara que conduce a los «alojamientos de los oficiales», una madriguera con dieciséis cubículos diminutos para dormir y dos salas minúsculas para los oficiales y los contramaestres. El camarote de Crozier es del mismo tamaño que los demás, uno ochenta por metro y medio. La escalera de la cámara está oscura y apenas tiene medio metro de ancho. Sólo puede pasar un hombre cada vez, encogiendo mucho la cabeza para evitar los objetos almacenados que cuelgan, y los hombres gruesos tienen que pasar de lado para embutirse en el estrecho pasadizo.

Los alojamientos de los oficiales están apelotonados en dieciocho metros de los treinta que tiene el buque de longitud, y como el
Terror
sólo tiene ocho metros y medio de ancho, allí, en la cubierta inferior, la estrecha escalera de cámara es el único acceso en línea recta a popa.

Crozier ve luz desde el camarote Grande de proa, donde, incluso con aquel frío y aquella oscuridad infernales, algunos de sus oficiales supervivientes descansan sentados a la mesa larga, fumando sus pipas y leyendo la biblioteca de 1.200 volúmenes que allí se guarda. El capitán oye música: uno de los discos de metal para el órgano de mano toca una tonada que fue popular en los music-halls de Londres cinco años atrás. Crozier sabe que es el teniente Hodgson quien toca aquella melodía. Es su favorita, y pone al teniente Edward Little, oficial ejecutivo de Crozier y amante de la música clásica, loco de exasperación.

Como todo parece ir bien en el alojamiento de los oficiales, Crozier da la vuelta y mira hacia delante. El alojamiento de la tripulación ocupa el tercio restante de la longitud del buque, once metros, pero en ese espacio se apiñan cuarenta y uno de los marineros y los guardiamarinas supervivientes y sanos, de los cuarenta y cuatro que formaban la tripulación original.

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