El Terror (7 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Magnus Manson espera al pie de la escala, como le había dicho el soldado Wilkes, pero el marinero grandote está de pie, no sentado. La cabeza y los hombros del hombretón están agachados debajo de los baos. Su cara pálida y desigual y sus mejillas sin afeitar le recuerdan a Crozier una patata blanca podrida y pelada, metida bajo el gorro. El hombre no responde a la mirada de su capitán en el crudo resplandor de la linterna.

—¿Qué es esto, Manson? —La voz de Crozier no muestra el tono áspero que tenía cuando hablaba con el vigía y el teniente. Su tono es monótono, tranquilo, firme, con el poder de los azotes y el ahorcamiento bien claro detrás de cada sílaba.

—Son los fantasmas, capitán. —Para ser un hombre tan grandote, Magnus Manson tiene una voz de tono alto, suave, como un niño.

Cuando el
Terror
y el
Erebus
pararon en Disko Bay en la costa occidental de Groenlandia, en julio de 1845, el capitán sir John Franklin consideró adecuado despedir a dos hombres de la expedición, un soldado y un velero del
Terror.
Crozier hizo la recomendación de que el marinero John Brown y el soldado Aitken de su barco también fuesen liberados, porque eran poco menos que inválidos y nunca tendrían que haberse embarcado en aquel viaje, pero después también deseó haber enviado a Manson a casa con aquellos cuatro. Si el hombretón no era débil mental, estaba tan cerca que era imposible notar la diferencia.

—Sabes que no hay fantasmas en el
Terror,
Manson.

—Sí, capitán.

—Mírame.

Manson levanta la cara, pero no fija los ojos en los de Crozier. El capitán se maravilla de lo pequeños que son los ojos claros del hombre en medio de aquel borrón blanco que es su cara.

—¿Desobedeciste las órdenes del señor Thompson de llevar unos sacos de carbón a la sala de la caldera, marinero Manson?

—No, señor. Sí, señor.

—¿Sabes cuáles son las consecuencias de desobedecer cualquier orden en este barco? —Crozier tiene la sensación de que está hablando con un niño, aunque Manson debe de tener al menos treinta años.

La enorme cara del marinero se ilumina cuando comprende que esa pregunta sabe contestarla correctamente.

—Ah, sí, capitán. Azotes, señor. Veinte latigazos. Cien latigazos si se desobedece más de una vez. Y ahorcamiento si desobedezco a un oficial, en lugar de al señor Thompson.

—Correcto —dice Crozier—, pero ¿sabías que el capitán también puede administrar el castigo que crea conveniente para la transgresión?

Manson le mira de reojo, con la confusión reflejada en sus ojos claros. No ha comprendido la pregunta.

—Digo que puedo castigarte de la forma que a mí me parezca oportuna, Manson —dice el capitán.

Una oleada de alivio se refleja en la cara abotargada.

—Ah, sí, claro, capitán.

—En lugar de veinte latigazos —dice Francis Crozier—, pues hacer que te encierren en la sala de Muertos durante veinte horas, sin luz.

Los rasgos ya pálidos y helados de Manson pierden tanta sangre que Crozier se dispone a apartarse de en medio, por si el hombre se desmaya.

—Usted no..., no haría... —La voz infantil del hombre tiembla hasta convertirse en un gallo.

Crozier no dice nada durante un largo y frío momento, en el que sólo se oye el susurro de la linterna. Deja que el marinero capte su expresión. Finalmente, dice:

—¿Qué es lo que crees oír, Manson? ¿Alguien te ha estado contando historias de fantasmas?

Manson abre la boca, pero parece que le cuesta un poco decidir qué pregunta debe responder primero. El hielo se acumula en su grueso labio inferior.

—Walker —dice al final.

—¿Tienes miedo de Walker?

James Walker, un amigo de Manson que debía de tener la misma edad del idiota y no era mucho más espabilado, fue el último hombre en morir en el hielo, hacía una semana. Las reglas del barco requerían que la tripulación hiciera pequeños agujeros en el hielo junto al barco, aunque el hielo tuviese tres o cuatro metros de espesor, como ahora, para poder coger agua y apagar un incendio, si se producía uno a bordo. Walker y dos de sus compañeros estaban realizando una perforación de ese tipo en la oscuridad, reabriendo un antiguo agujero que se helaría en menos de una hora a menos que lo fuesen golpeando con pinchos de metal. El terror blanco salió desde detrás de una cresta de presión, desgarró el brazo del hombre y convirtió sus costillas en fragmentos en un instante, desapareciendo antes de que los guardias armados de la cubierta pudiesen disparar las escopetas.

—¿Walker te contó historias de fantasmas? —dice Crozier.

—Sí, capitán. No, capitán. Lo que hizo Jimmy fue decirme la noche antes de que le matara la cosa, va y me dice: «Magnus, si la cosa esa del hielo me coge algún día —dice—, yo volveré con una sábana blanca y te susurraré al oído y te contaré lo frío que es el Infierno». Y Dios me proteja, capitán, eso es lo que me ha dicho Jimmy. Ahora le oigo intentando salir.

Como si le hubiesen dado el pie, el casco se queja, y la frígida cubierta gime bajo sus pies, las escuadras metálicas de las vigas gruñen también en simpatía y se oye un ruido de rascar y rozar en la oscuridad en torno a ellos que parece correr todo a lo largo del barco. El hielo está inquieto.

—¿Es ése el ruido que oías, Manson?

—Sí, capitán. No, señor.

La sala de Muertos está a unos nueve metros a popa del costado de estribor, justo detrás del último tanque de hierro quejumbroso, pero cuando el hielo exterior cesa en sus ruidos, Crozier sólo oye el ahogado roce de las palas en la sala de la caldera, desde popa.

Crozier ya ha oído bastantes tonterías.

—Sabes que tu amigo no va a volver, Magnus. Está en la sala de almacenamiento de lona extra, bien metido dentro de su coy y cosido junto con los otros hombres muertos, congelado y tieso, con tres capas de nuestra mejor lona enrollada a su alrededor. Si oyes algo que viene de ahí, son las malditas ratas que intentan llegar hasta ellos. Lo sabes perfectamente, Magnus Manson.

—Sí, capitán.

—No se desobedecerá ninguna orden en este barco, marinero Manson. Tienes que decidirte ahora mismo. Lleva el carbón cuando te diga el señor Thompson. Coge la comida cuando el señor Diggle te mande aquí abajo. Obedece todas las órdenes rápida y respetuosamente. O si no te enfrentarás a un consejo de guerra..., te enfrentarás a mí... y a la posibilidad de pasar una fría noche sin linternas en la sala de Muertos.

Sin una palabra más, Manson se llevó los nudillos a la frente como saludo, levantó un pesado saco de carbón desde el lugar donde lo había dejado en la escala y se lo llevó a popa, hacia la oscuridad.

El ingeniero se ha quitado la camiseta de manga larga y los pantalones de pana y está paleando carbón junto a un fogonero de 47 años llamado Bill Johnson. El otro fogonero, Luke Smith, está en la cubierta inferior, durmiendo entre turno y turno. El fogonero jefe, el joven John Torrington, fue el primero de la expedición en morir el día de Año Nuevo de 1846. Pero fue por causas naturales. Al parecer, el médico de Torrington había aconsejado al joven, de diecinueve años, que viajara por mar para curarse la tisis, y éste sucumbió después de dos meses de invalidez, mientras los barcos permanecían helados en la bahía de la isla de Beechey, el primer invierno. Los doctores Peddie y McDonald dijeron a Crozier que los pulmones del chico tenían tanto polvo de carbón como los bolsillos de un deshollinador.

—Gracias, capitán —dice el joven ingeniero entre palada y palada. El marinero Manson acaba de dejar allí un segundo saco de carbón y va en busca de un tercero.

—No importa, señor Thompson. —Crozier echa una mirada al fogonero Johnson. El hombre tiene cuatro años menos que el capitán, pero parece que sea treinta años más viejo. Cada arruga de su rostro estragado por la edad está subrayada con negro carbón y suciedad. Hasta sus encías sin dientes están negras de hollín. Crozier no quiere regañar a su ingeniero, que es un oficial, aunque sea civil, delante del fogonero, pero dice—: Supongo que procurará no usar a los marines como mensajeros, si hubiese otra circunstancia parecida en el futuro, cosa que dudo muchísimo.

Thompson asiente, usa la pala para cerrar la rejilla de hierro de la caldera, se apoya en el mango de la herramienta y le dice a Johnson que vaya arriba a pedirle un poco de café para él al señor Diggle. Crozier se alegra de que el fogonero se haya ido, pero se siente aún más feliz de que hayan cerrado la rejilla; el calor que hace allí le da un poco de náuseas, después del frío que tiene que soportar en todos los demás sitios.

El capitán se pregunta por el destino de su ingeniero. El contramaestre James Thompson, ingeniero de primera, licenciado de la fábrica de vapor de la Marina de Woolwich, el mejor lugar de entrenamiento del mundo para la nueva raza de ingenieros de vapor, está allí, despojado de su sucísima camiseta, paleando carbón como un fogonero normal y corriente en un barco encallado en el hielo que no se ha movido ni un centímetro por sus propios medios desde hace más de un año.

—Señor Thompson —dice Crozier—. Siento no haber tenido la ocasión de hablar con usted hoy después de que fuese andando al
Erebus.
¿Ha podido conversar con el señor Gregory?

John Gregory es el ingeniero a bordo del buque insignia.

—Sí, capitán. El señor Gregory está convencido de que con el comienzo del verdadero invierno, no serán capaces de llegar al árbol de transmisión estropeado. Aunque pudiesen perforar un túnel a través del hielo para sustituir la última hélice y poner la que han aparejado, con el árbol de transmisión tan estropeado y doblado, el
Erebus
no conseguirá ir a ninguna parte con el vapor.

Crozier asiente. Al
Erebus
se le estropeó su segundo árbol de transmisión mientras el barco se incrustaba desesperadamente en el hielo, hace más de un año. El buque insignia, más pesado, con un motor más potente, dirigía el camino a través del hielo espeso aquel verano, abriendo el paso a ambos buques. Pero el último hielo que encontró antes de quedar congelado durante los últimos trece meses era más duro que el hierro de la hélice y el árbol experimentales. Los buceadores, que, por cierto, acabaron todos sufriendo congelaciones y casi murieron, confirmaron aquel verano que no sólo se había roto la hélice, sino que el propio eje estaba doblado y roto también.

—¿Carbón? —pregunta el capitán.

—El
Erebus
tiene suficiente para... quizá... cuatro meses de calefacción en el hielo, a sólo una hora de circulación de agua caliente por la cubierta inferior por día, capitán. Nada en absoluto para el vapor del verano próximo.

«Si es que conseguimos liberarnos el verano próximo», piensa Crozier. Después del último verano, en que el hielo no falló ni un solo día, se muestra pesimista. Franklin había consumido el suministro de carbón del
Erebus
a una velocidad prodigiosa durante las últimas semanas de libertad, el verano de 1846, seguro de que si podía hender los últimos pocos kilómetros de témpanos, la expedición llegaría a las aguas abiertas del pasaje del Noroeste a lo largo de la costa norte de Canadá, y que estarían bebiendo té en China a finales del otoño.

—¿Y nuestro propio carbón? —pregunta Crozier.

—Quizá nos quede suficiente para seis meses de calefacción —dice Thompson—. Pero sólo si pasamos de dos horas al día a una. Y yo recomiendo que lo hagamos enseguida..., no más tarde del primero de noviembre.

Eso significa dentro de menos de dos semanas.

—¿Y el vapor? —dice Crozier.

Si el hielo cede el próximo verano, Crozier planea embarcar a todos los hombres supervivientes del
Erebus
en el
Terror
y hacer un esfuerzo ímprobo por retirarse por donde habían venido, arriba, por el estrecho sin nombre entre la península de Boothia y la isla del Príncipe de Gales, bajar por donde subieron hacía dos veranos, más allá del cabo de Walker y el estrecho de Barrow y luego salir por el estrecho de Lancaster como un corcho de una botella, y luego correr al sur hacia la bahía de Baffin con todas las velas desplegadas y el último carbón quemando en las calderas, como el humo y la estopa, quemando incluso los remos extras y los muebles si era necesario para conseguir hasta el último átomo de vapor, cualquier cosa que los llevase a aguas abiertas fuera de Groenlandia donde pudiera encontrarlos algún ballenero.

Pero también necesitaría vapor para abrirse camino hacia el norte y a través de los hielos flotantes del sur hacia el estrecho de Lancaster, aunque ocurriera algún milagro y fuesen liberados del hielo allí. Crozier y James Ross, en tiempos, navegaron con el
Terror
y el
Erebus
por los hielos polares del sur, pero viajaban «con» las corrientes y los icebergs. Aquí, en el maldito Ártico, los barcos tenían que navegar durante semanas «contra» el flujo del hielo que bajaba desde el polo hasta llegar a los estrechos, donde podrían escapar.

Thompson se encoge de hombros, indiferente. El hombre parece exhausto.

—Si reducimos el calor el día de Año Nuevo y de alguna manera conseguimos sobrevivir hasta el verano próximo, podríamos conseguir... ¿seis días de vapor sin hielo? ¿Cinco?

Crozier se limita a asentir de nuevo. Es casi con toda seguridad una sentencia de muerte para su buque, pero no necesariamente para los hombres de ambos buques.

Se oye un sonido afuera, en el corredor oscuro.

—Gracias, señor Thompson. —El capitán descuelga su linterna de un gancho de hierro y abandona el resplandor de la sala de la caldera, y luego se dirige hacia delante, entre la nieve semiderretida y la oscuridad.

Thomas Honey le espera en el corredor, con su linterna con una vela chisporroteando debido a la pobreza del aire. Lleva la palanca de hierro delante de él, como si fuera un mosquete, agarrada con unos gruesos guantes, y no ha abierto el cerrojo de la puerta de la sala de Muertos.

—Gracias por venir, señor Honey —dice Crozier a su carpintero.

Sin explicación alguna, el capitán abre los cerrojos y entra en la habitación de almacenaje, donde reina un frío helador.

Crozier no puede resistir levantar la linterna hacia los mamparos de popa, donde se han apilado los seis cadáveres con su común sudario de lona.

El montón se agita. Crozier ya lo esperaba, esperaba ver el movimiento de las ratas bajo la lona, pero se da cuenta de que está mirando una masa de ratas que se encuentran también «encima» de la lona. Hay un montón compacto de ratas que se alza a más de un metro por encima de la cubierta, y cientos de ellas se empujan entre sí buscando la mejor posición para llegar a los hombres muertos y congelados. Los chillidos son muy agudos allí dentro. Hay más ratas por el suelo, escabullándose entre sus piernas y las del carpintero. «Corriendo al banquete», piensa Crozier. Y no muestran miedo alguno a la luz de la linterna.

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