El Terror (2 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

—Capitán.

—Señor Hickey. ¿Hay algo?

—Nada desde los disparos..., bueno, el disparo..., casi hace dos horas, señor. Hace un rato he oído, me ha parecido oír... quizás un grito, algo, capitán..., que venía de ahí fuera, de la montaña de hielo. He informado al teniente Irving, pero me ha dicho que probablemente era el hielo que crujía.

Habían informado a Crozier del sonido del disparo procedente de la dirección del
Erebus,
y había salido rápidamente a cubierta hacía dos horas, pero el sonido no se repitió y no se envió mensajero alguno al otro buque ni hizo bajar a nadie al hielo para investigar. Salir al mar helado en la oscuridad con esa... «cosa» esperando en el rompecabezas de crestas de presión y elevadas
sastrugi
1
era la muerte segura. Ahora sólo se intercambiaban mensajes entre los buques durante esos minutos de luz menguante en torno al mediodía. Al cabo de unos pocos días ya no habría día en absoluto, sólo noche ártica. Una noche que duraría las veinticuatro horas. Cien días de noche.

—Quizás era el hielo —dice Crozier, preguntándose por qué no habría informado Irving del posible grito—. El disparo también. Sólo el hielo.

—Sí, capitán. Es el hielo, señor.

Ningún hombre se lo cree... Un disparo de mosquete o de escopeta tiene un sonido muy especial, aunque sea a kilómetro y medio de distancia, y el sonido viaja sobrenaturalmente lejos y con excepcional claridad tan al norte..., pero es cierto que el hielo que se aprieta cada vez con más fuerza contra el
Terror
siempre está resonando, quejándose, restallando y chasqueando, rugiendo o gritando.

Los gritos molestan sobre todo a Crozier, despertándole de la hora de sueño profundo que consigue tener cada noche. Suenan de forma muy parecida a los lamentos de su madre en sus últimos días... y a lo que relataba su anciana tía de las almas en pena que gemían en la noche, prediciendo la muerte de alguien en la casa. Las dos cosas le mantenían en vela, de niño.

Crozier se da la vuelta, lentamente. Sus pestañas ya están cubiertas de hielo, y en el labio superior tiene una costra de aliento y moco congelado. Los hombres han aprendido a mantener la barba bien metida bajo los pañuelos y jerséis, pero frecuentemente deben recurrir a cortar el pelo que se ha helado y pegado a la ropa. Crozier, como la mayor parte de los oficiales, sigue afeitándose todas las mañanas, aunque como hacen un esfuerzo por economizar carbón, el «agua caliente» que le trae su mozo suele ser apenas algo más que hielo derretido, y afeitarse se convierte en una operación muy dolorosa.

—¿Todavía está en cubierta
Lady Silenciosa
? —pregunta Crozier.

—Ah, sí, capitán, casi siempre está aquí —dice Hickey, en susurros, como si eso importase algo. Aunque
Silenciosa
los oyese, daría igual, no entiende el inglés. Pero los hombres creen, más firmemente con cada día que pasa la cosa del hielo acechándolos, que la joven mujer esquimal tiene poderes secretos.

—Está en el puesto de babor con el teniente Irving —añade Hickey.

—¿Con el teniente Irving? Su guardia debería haber acabado hace una hora.

—Sí, señor. Pero allí donde va
Lady Silenciosa
estos días, está también el teniente, señor, si me permite que lo mencione. Si ella no baja, él no baja tampoco. Hasta que no tiene más remedio, quiero decir... Ninguno de nosotros puede estar tanto tiempo aquí fuera como esa mal..., como esa mujer.

—Siga con los ojos puestos en el hielo y la mente en su trabajo, señor Hickey.

La brusca voz de Crozier hace que el ayudante de calafatero se sobresalte de nuevo, pero agita los pies con su indiferente saludo y vuelve su nariz blanca de nuevo hacia la oscuridad que se encuentra más allá de la proa.

Crozier recorre la cubierta hacia el puesto de vigía de babor. El mes anterior preparó el buque para el invierno después de tres semanas de falsas esperanzas de huida en agosto. Crozier ordenó entonces que los palos inferiores se giraran en redondo a lo largo del eje paralelo del buque, usándolos como cumbreras. Luego montó la tienda en forma de pirámide de modo que cubriese la mayor parte de la cubierta principal, y volvió a colocar las vigas de madera que se guardaron abajo durante las pocas semanas de optimismo. Pero aunque los hombres trabajaban horas y horas cada día abriendo caminos con la pala a través del palmo de nieve que se había dejado para aislar la cubierta, desmenuzando el hielo con picos y escoplos, quitando la espuma que se había metido debajo del techo de lona y finalmente echando arena para una mayor adherencia, siempre quedaba una capa vidriada de hielo. El movimiento de Crozier hacia la parte alta de la cubierta inclinada, a veces, es más una especie de patinaje que una caminata.

El vigía de babor nombrado para aquella guardia, el guardiamarina Tommy Evans (Crozier identifica al hombre más joven a bordo por la absurda gorra de punto verde, obviamente tejida por la madre del chico, y que Evans lleva siempre metida encima de su abultado gorro con orejeras), se ha desplazado a diez pasos a popa para dejar algo de intimidad al tercer teniente Irving y a
Silenciosa
.

Al darse cuenta el capitán Crozier querría darle a alguien una patada en el culo, o a todos.

La mujer esquimal parece un pequeño osito regordete, con su parka de piel, la capucha y los pantalones. Tiene la espalda medio vuelta hacia el alto teniente. Pero Irving está muy cerca de ella, junto al pasamanos, sin tocarla, pero lo más cerca que se atrevería a estar un caballero de una dama en una fiesta o un crucero de placer.

—¿Teniente Irving? —Crozier no quiere poner tanta agresividad en el saludo, pero no está nada contento cuando el joven da un respingo como si le hubiesen pinchado con la punta de una espada muy afilada, casi pierde el equilibrio, se agarra a la barandilla congelada con la mano izquierda e, insistiendo en ello a pesar de conocer el protocolo adecuado en un barco en el hielo, saluda con la mano derecha.

Es un saludo patético, piensa Crozier, y no sólo porque los gruesos guantes, el gorro con orejeras y las capas de ropa superpuestas hacen que el joven Irving parezca una morsa saludando, sino también porque el chico ha dejado que la bufanda cayera de su rostro bien afeitado, quizá para mostrarle a
Silenciosa
lo guapo que es, y ahora, dos largos carámbanos cuelgan debajo de los agujeros de su nariz, haciendo que se parezca más aún a una morsa.

—Vuelva a lo de antes —ladra Crozier. «Maldito idiota», añade mentalmente.

Irving permanece firme, mira a
Silenciosa
, o al menos la parte trasera de su capucha peluda, y abre la boca para hablar. Evidentemente, no se le ocurre qué decir. Cierra la boca. Tiene los labios tan blancos como su piel helada.

—Esta ya no es su guardia, teniente —dice Crozier, oyendo de nuevo el restallido del látigo en su propia voz.

—Sí, señor. Quiero decir que no, señor. Quiero decir que el capitan tiene razón, señor. Quiero decir que... —Irving cierra la boca herméticamente de nuevo, pero el efecto de esa acción lo estropea un poco el castañeteo de sus dientes.

Con ese frío, los dientes pueden castañetear durante dos o tres horas seguidas, y de hecho llegan a explotar, haciendo que la metralla de huesos y esmalte vuele en el interior de la caverna de las mandíbulas apretadas de uno. A veces, Crozier lo sabe por experiencia, se oye cómo se agrieta el esmalte justo antes de que explote el diente.

—¿Por qué está todavía aquí fuera, John?

Irving intenta parpadear, pero sus párpados están literalmente congelados.

—Usted me ordenó que vigilase a nuestra invitada..., que la acompañase..., que cuidase de
Silenciosa
, capitán.

El suspiro de Crozier emerge como cristales de hielo que quedan colgando en el aire durante un segundo y luego caen a cubierta como otros tantos minúsculos diamantes.

—No me refería a cada minuto, teniente. Le dije que la vigilase, que me informase de lo que hace, que la mantuviese alejada de todo problema o perjuicio en el barco, y que procurara que ninguno de los hombres hiciera nada que pudiera... comprometerla. ¿Cree que está en peligro o que alguien puede comprometerla aquí fuera, en la cubierta, teniente?

—No, capitán. —La frase de Irving parecía más una pregunta que una respuesta.

—¿Sabe cuánto tarda la carne expuesta al frío en congelarse aquí fuera, teniente?

—No, capitán. Quiero decir que sí, capitán. Bastante rápido, capitán, creo.

—Debería saberlo, teniente Irving. Ya ha sufrido congelaciones seis veces, y ni siquiera estamos en invierno oficialmente, todavía.

El teniente Irving asiente acongojado.

—Cuesta «menos de un minuto» que un dedo sin protección, un pulgar o cualquier apéndice carnoso se congele completamente —continúa Crozier, que sabe que todo eso no son más que paparruchas. Cuesta muchísimo más que eso, a sólo cuarenta y cinco grados bajo cero, pero espera que Irving no lo sepa—. Después, el miembro expuesto se cae entero, como si fuera un carámbano —añade Crozier.

—Sí, capitán.

—De modo que ¿cree usted realmente que existe alguna posibilidad de que nuestra invitada pueda verse «comprometida» aquí fuera, en cubierta, señor Irving?

Irving parece estar pensando en su réplica anterior. Es posible, se da cuenta Crozier, que el tercer teniente haya pensado demasiado ya en esa ecuación antes.

—Vaya abajo, John —dice Crozier—. Y que el doctor McDonald le examine la cara y los dedos. Juro por Dios que si tiene congelaciones graves de nuevo le descontaré un mes de paga del Servicio de Descubrimientos y escribiré a su madre, por añadidura.

—Sí, capitán. Gracias, señor.

Irving empieza a saludar de nuevo, se lo piensa mejor y se mete debajo de la lona hacia la escala principal, con una mano todavía medio levantada. No se vuelve a mirar a
Silenciosa
.

Crozier suspira de nuevo. Le gusta John Irving. El chico se presentó voluntario, junto con otros dos compañeros del
HMS Excellent,
segundo teniente Hodgson y primer oficial Hornby, pero la
Excellent
era una maldita nave de tres cubiertas que ya era vieja antes de que a Noé le saliese pelusilla en los huevos. El barco ya estaba desarbolado y amarrado permanentemente en Portsmouth, según sabe Crozier, desde hacía más de quince años, y servía como barco de entrenamiento a los artilleros más prometedores de la Marina Real. «Desgraciadamente, caballeros —había dicho Crozier a los chicos el primer día que pasaron a bordo, y el capitán estaba más borracho de lo habitual aquel día—, si miran a su alrededor observarán que mientras el
Terror
y el
Erebus
fueron construidos como buques de bombardeo, caballeros, no hay un solo cañón en ninguno de los dos. Nosotros, jóvenes voluntarios del
Excellent,
a menos que contemos los mosquetes de los marines y las escopetas que se guardan en la sala de Licores, estamos tan desarmados como un bebé recién nacido. Igual de desarmados que el puto Adán con su puto traje de cumpleaños. En otras palabras, caballeros, sus expertos en artillería son tan útiles en esta expedición como las tetillas a un jabalí.»

El sarcasmo de Crozier aquel día no había apagado el entusiasmo de los jóvenes artilleros. Irving y los otros dos seguían más ansiosos que nunca de congelarse en el hielo durante varios inviernos. Por supuesto, todo eso fue un cálido día de mayo en Inglaterra, en 1845.

—Y ahora este pobre cachorro está enamorado de una zorra esquimal —murmura Crozier, en voz alta.

Como si comprendiera sus palabras,
Silenciosa
se vuelve lentamente hacia él.

Normalmente su rostro resulta invisible bajo el profundo túnel de su capucha, y sus rasgos están enmascarados por el espeso collar de pelo de lobo, pero esta noche Crozier ve su diminuta nariz, sus enormes ojos y su boca carnosa. El pulso de la aurora se refleja en los ojos negros.

La joven no resulta atrayente para el capitán Francis Rawdon Moira Crozier, tiene demasiado de salvaje para que la vea como plenamente humana, no es atractiva físicamente, y menos aún para un irlandés presbiteriano, y además la mente y las regiones inferiores del hombre están todavía llenas de luminosos recuerdos de Sophia Cracroft. Pero Crozier comprende por qué Irving, lejos de su hogar y su familia y de una novia propia, puede enamorarse de esa mujer pagana. Sólo su rareza, y quizás incluso las sombrías circunstancias de su llegada y la muerte de su compañero, tan extrañamente ligadas con los primeros ataques de la monstruosa entidad que acecha fuera, en la oscuridad, deben de ser como una llama para la vacilante polilla de un joven tan perdidamente romántico como el tercer teniente John Irving.

Crozier, por otra parte, como descubrió tanto en la Tierra de Van Diemen en 1840 como de nuevo en el último tiempo que pasó en Inglaterra en los meses anteriores a que zarpara esta expedición, es demasiado viejo para el romance. Y demasiado irlandés. Y demasiado corriente.

Justo en ese momento desea que esa joven salga a dar un paseo por el hielo en la oscuridad y no vuelva.

Crozier recuerda el día, cuatro meses atrás, en que el doctor McDonald los informó a Franklin y a él, después de examinarla, la misma tarde que el hombre esquimal que iba con ella murió, atragantado en su propia sangre. McDonald dijo que, según su opinión médica, la chica esquimal parecía tener entre quince y veinte años; aunque era difícil decirlo con los pueblos nativos, había experimentado ya la menarquia, pero seguía, según todas las indicaciones,
virgo intacta.
También, según informaba el doctor McDonald, el motivo de que la joven no hubiese hablado ni emitido sonido alguno, ni siquiera cuando su padre o marido fue abatido y yacía moribundo, era porque no tenía lengua. Según la opinión del doctor McDonald, la lengua no estaba cortada, sino que fue arrancada de un mordisco cerca de la raíz, o bien por la propia
Silenciosa
, o bien por otros.

Crozier se había quedado asombrado, no tanto por el hecho de que le faltase la lengua, sino al enterarse de que la joven esquimal era virgen. Había pasado el tiempo suficiente en el Ártico, especialmente durante la expedición de Parry, que invernó junto a un poblado esquimal, para saber que los nativos locales se tomaban las relaciones sexuales tan a la ligera que los hombres ofrecían a sus esposas e hijas a los balleneros o a los exploradores del Servicio de Descubrimientos a cambio de la baratija más sencilla. A veces, según sabía Crozier, las mujeres se ofrecían simplemente por diversión, riendo y cantando con otras mujeres o con los niños incluso mientras los marineros se esforzaban, bufaban y gemían entre las piernas de las mujeres sonrientes. Eran como animales. Los pellejos peludos que vestían podían ser su propia piel peluda, por lo que concernía a Francis Crozier.

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