El tren de las 4:50 (17 page)

Read El tren de las 4:50 Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—De cualquier forma no podía conseguirlo estrangulando a la viuda de su difunto hermano —señaló Wimborne—. Y nadie ha asesinado a Luther Crackenthorpe, que sería el único asesinato provechoso para la familia. Es decir, inspector, no acierto a ver qué se propone.

Y lo peor del caso —pensó el inspector Craddock— es que tampoco yo lo veo muy claro.

Capítulo XV

El inspector Craddock había concertado una entrevista en la oficina de Harold Crackenthorpe, y allí llegó puntualmente con el sargento Wetherall. La firma se encontraba en el cuarto piso de un gran edificio de oficinas de la City. En el interior todo rezumaba prosperidad.

Una elegante joven tomó su nombre, habló por el interfono en un discreto murmullo, y luego los condujo al despacho de Harold Crackenthorpe.

Harold estaba sentado detrás de un amplio escritorio cubierto de cuero, y parecía tan impecable y seguro de sí mismo como siempre. Si, tal como era de suponer por las informaciones que le habían llegado, estaba al borde del desastre, el inspector no descubrió ninguna señal.

Levantó la vista con expresión de franca bienvenida.

—Buenos días, inspector Craddock. Me alegraría pensar que viene usted a comunicarme alguna buena noticia.

—Me temo que no es así, Mr. Crackenthorpe. Únicamente deseaba hacerle algunas preguntas más.

—¿Más preguntas? Seguramente, a estas horas hemos contestado ya todo lo imaginable.

—Es natural que lo vea usted así, Mr. Crackenthorpe, pero no es más que el procedimiento habitual.

—¿Qué quiere saber ahora?

—Me gustaría saber qué estuvo haciendo en la tarde y noche del veinte de diciembre pasado, pongamos entre las tres y la medianoche.

Harold Crackenthorpe se puso rojo como un tomate.

—Me hace usted una pregunta de lo más peregrina, señor. ¿Qué significa esto?

Craddock sonrió amablemente.

—Sólo significa que desearía saber dónde estuvo usted entre las tres de la tarde y la media noche del viernes veinte de diciembre.

—¿Por qué?

—Porque esto ayudaría a delimitar las cosas.

—¿A delimitar las cosas? Entonces tienen nuevas informaciones.

—Sí, creemos estar un poco más cerca, señor.

—No estoy muy seguro de que deba contestar a su pregunta. Es decir, no sin que se encuentre presente mi abogado.

—Es usted libre de obrar como mejor le parezca. No está obligado a contestar a ninguna pregunta y tiene perfecto derecho a solicitar la presencia de un abogado.

—¿No estará usted, y hablemos claro de una vez, advirtiéndome?

—Oh, no, señor mío. —El inspector Craddock pareció escandalizado—. Nada de eso. Las preguntas que le hago a usted son las mismas que les hago a otras varias personas. No hay nada personal en todo esto. Simplemente es un proceso de eliminación.

—Bien. Mi deseo, desde luego, es serles tan útil como me sea posible. Déjeme pensar. Una cosa así no es fácil contestarla de repente, pero aquí somos muy metódicos. Tal vez miss Ellis podrá ayudarnos.

Habló un momento por uno de los teléfonos de su mesa y, casi inmediatamente, entró una esbelta joven con un bien cortado traje negro y un cuaderno de notas.

—Mi secretaria, miss Ellis. El inspector Craddock. Veamos, miss Ellis, el inspector quiere saber qué hice la tarde y velada del... ¿qué fecha era?

—Viernes, veinte de diciembre.

—Viernes, veinte de diciembre. Supongo que debe usted de tener alguna nota.

—Oh, sí. —Miss Ellis salió de la habitación para volver con un dietario. En la mañana del veinte de diciembre estuvo usted en el despacho. Tuvo una reunión con Mr. Goldie sobre la fusión comercial Cromartie, almorzó con lord Forthville en el Berkeley.

—Ah, fue ese día, sí.

—Volvió a la oficina hacia las tres y me dictó media docena de cartas. Luego salió para asistir a la subasta de Sotheby's porque estaba interesado en unos raros manuscritos que se subastaban aquel día. No volvió a la oficina, pero tengo una nota con el encargo de que le recordase que debía cenar en el Catering Club.

Y lo miró con expresión interrogante.

—Gracias, miss Ellis.

La joven abandonó el despacho.

—Sí, ahora lo recuerdo —dijo Harold—. Fui a la subasta de Sotheby's, pero los manuscritos que deseaba alcanzaron un precio excesivo. Tomé el té en un pequeño establecimiento de Jermyn Street. Russells, creo que se llamaba. Me pasé por el New Theatre, estuve allí una media hora y me fui luego a casa. Vivo en el número 43 de Cardigan Gardens. La cena en el Catering Club tuvo lugar a las siete y media en Caterer's Hall y después de eso, regresé a casa y me fui a la cama. Espero que con esto queden contestadas sus preguntas.

—Sí, está todo muy claro, Mr. Crackenthorpe. ¿Qué hora era cuando volvió usted a casa para cambiarse?

—No recuerdo exactamente. Supongo que serían poco después de las seis.

—¿Y después de la cena?

—Creo que eran las once y media cuando llegué a casa.

—¿Le abrió la puerta su criado? ¿O quizá lady Alice Crackenthorpe?

—Mi esposa, lady Alice, está en el sur de Francia desde principios de diciembre. Yo mismo me abrí la puerta con mi llave.

—¿No hay nadie entonces que pueda atestiguar que volvió usted a la hora que dice?

Harold le miró con frialdad.

—Imagino que los criados me oyeron entrar. Tengo un matrimonio. Pero, en serio, inspector...

—Por favor, Mr. Crackenthorpe, sé que estas preguntas son molestas, pero casi he terminado. ¿Tiene usted coche?

—Sí, un Humber Hawk.

—¿Lo conduce usted mismo?

—Sí. No lo uso mucho, salvo los fines de semana. En estos tiempos es prácticamente imposible conducir por Londres.

—Supongo que lo utiliza cuando va a ver a su padre y a su hermana a Brackhampton.

—No, a no ser que vaya a quedarme allí algunos días. Si sólo voy a pasar una noche, como por ejemplo el día de la encuesta, voy siempre en tren. Hay un excelente servicio de trenes y es mucho más rápido que ir en coche. El que alquila mi hermana va a buscarme a la estación.

—¿Dónde guarda usted su coche?

—Tengo alquilada una plaza en el garaje que hay detrás de Cardigan Garden. ¿Alguna otra pregunta?

—Creo que esto basta por ahora —dijo el inspector Craddock sonriendo—. Siento mucho haber tenido que molestarlo.

Cuando estuvieron fuera, el sargento Wetherall, que encontraba siempre sospechosa la actitud de todo el mundo, observó significativamente:

—No le han gustado las preguntas, no le han gustado nada. Estaba desconcertado.

—Si una persona no ha cometido un asesinato y alguien piensa que sí lo ha hecho, es natural que se moleste, y más si se trata de alguien con la posición de Harold Crackenthorpe. Es natural. Lo que tenemos que averiguar ahora es si alguien le vio aquella tarde en la subasta o en el salón de té. Fácilmente hubiera podido viajar en el tren de las 4.33, arrojar a la mujer y volver en otro tren a Londres con tiempo suficiente para asistir a la cena. Asimismo, hubiera podido aquella noche volver en su automóvil, llevar el cadáver al sarcófago y regresar a Londres. Vaya al garaje a ver qué puede averiguar.

—Sí, señor. ¿Cree usted que es eso lo que pasó?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Es un hombre alto y moreno. Pudo haber estado en aquel tren y está relacionado con Rutherford Hall. Es un posible sospechoso. Vamos ahora a ver al hermano, Alfred Crackenthorpe.

Alfred Crackenthorpe tenía un piso en West Hampstead, en un gran edificio moderno con un gran patio delante, en el que los propietarios de los pisos aparcaban los coches con una cierta falta de consideración hacia los demás.

El piso se alquilaba amueblado y disponía de una cocina americana. Tenía una mesa abatible, un sofá cama y varias sillas de distintos modelos.

Alfred Crackenthorpe los recibió con gran amabilidad, pero al inspector Craddock le pareció que estaba muy nervioso.

—Estoy intrigado. ¿Puedo ofrecerle una copa, inspector?

Levantó una a una varias botellas con un gesto de invitación.

—No, gracias, Mr. Crackenthorpe.

—Huy, eso es que me trae muy malas noticias —y celebró su propia broma.

Luego preguntó de qué se trataba.

El inspector Craddock recitó su pregunta.

—¿Qué estuve haciendo yo en la tarde y noche del veinte de diciembre? ¿Cómo voy a saberlo? Pero si... si hace de esto más de tres semanas.

—Su hermano Harold ha podido decírnoslo con gran exactitud.

—Mi hermano Harold puede que sí. Pero no su hermano Alfred —declaró con un toque de envidiosa malicia—. Harold es el miembro próspero de la familia: ocupado, útil, trabajador. Un tiempo para cada cosa y cada cosa a su tiempo. Si hubiese de cometer un asesinato, lo calcularía todo al detalle.

—¿Ha escogido ese ejemplo por alguna razón en particular?

—¡Oh, no! Me ha pasado por la cabeza, sencillamente. Sería de lo más absurdo.

—Hablemos ahora de usted.

Alfred extendió las manos.

—Ya se lo he dicho. No recuerdo nunca las horas y los lugares. Si usted me hablara del día de Navidad, entonces sí podría contestarle, tendría un punto de referencia. Sé dónde estaba el día de Navidad. Lo pasé con mi padre en Brackhampton. Y no sé porqué, la verdad. El viejo no deja de refunfuñar cuando estamos allí, y refunfuñaría también si no fuéramos a verlo. En realidad, si vamos es para complacer a mi hermana.

—¿Y este año también ha ido?

—Sí.

—Pero, por desgracia, su padre se puso enfermo, ¿verdad?

Craddock seguía deliberadamente una trayectoria sosegada, guiado por el instinto que a veces tanto le ayudaba en el ejercicio de su profesión.

—Se puso enfermo. Teniendo en cuenta que vive como un gorrioncito por la gloriosa causa del ahorro, no es tan extraño que se pusiera malo con el atracón que se dio.

—¿Y eso es todo?

—Naturalmente. ¿Qué más quiere usted?

—Tuve la impresión de que su médico estaba inquieto.

—Oh, ¿ese viejo loco de Quimper? —exclamó Alfred con cierta desconfianza—. No hay que hacerle caso, inspector. Es un alarmista de la peor especie.

—¿De veras? A mí me pareció un hombre muy sensato.

—Es un tonto de remate. Mi padre no está inválido. No tiene nada en el corazón, pero engaña a Quimper cuando y como quiere. Como es natural, cuando mi padre se encontró mal de veras, armó tal escándalo que le obligó a ir de un lado a otro, haciendo preguntas y metiéndose en todo lo que había comido y bebido. ¡Fue ridículo! —exclamó Alfred con un acaloramiento desusado.

Craddock guardó silencio por unos segundos. Alfred, nervioso, le dirigió una mirada furtiva y dijo petulante:

—¿Qué significa esto? ¿Por qué quiere usted saber dónde estaba un determinado viernes, hace tres o cuatro semanas?

—Así que recuerda que era un viernes.

—Me ha parecido que lo decía usted.

—Quizá lo he dicho. En todo caso, el viernes veinte de diciembre es el día sobre el que le pregunto.

—¿Por qué?

—Es simplemente cuestión de rutina.

—Eso es una tontería. ¿Ha descubierto algo más acerca de esa mujer? ¿O sobre su procedencia?

—Nuestra información no está completa todavía.

Alfred le dirigió otra mirada furtiva.

—Espero que no esté usted dejándose llevar por esa descabellada idea de Emma de que podría tratarse de la viuda de mi hermano Edmund. Es una absoluta necedad.

—Esa Martine, ¿no acudió nunca a usted?

—¿A mí? ¡No, Dios mío! ¡Hubiera sido demencial!

—¿Cree usted que hubiera sido más probable que acudiese a su hermano Harold?

—Sí, es más probable. Su nombre aparece frecuentemente en los diarios. Y goza de una buena posición. No me sorprendería que hubiese intentado sacarle algo. Aunque lo hubiera tenido difícil. Harold es tan tacaño como el viejo. Emma, por supuesto, es demasiado buena, y era la hermana favorita de Edmund. Pero, aun así, no es tan crédula como podría parecer. Era plenamente consciente de que esa mujer podía ser una impostora. Tomó sus disposiciones para que estuviese presente toda la familia, y un abogado desconfiado, por añadidura.

—Muy prudente. ¿Se había fijado una fecha para esta entrevista?

—Tenía que ser poco después de Navidad. El fin de semana siguiente, el día veintisiete... —Se detuvo.

—Ah —dijo Craddock, con un resabio de gusto—. Es decir, que algunas fechas sí las recuerda usted bien.

—Le he dicho que no se fijó una fecha concreta.

—Pero hablaron de ello, ¿cuándo?

—No lo recuerdo.

—¿Y no puede decirme qué es lo que hizo el viernes veinte de diciembre?

—Lo siento, mi memoria está completamente en blanco.

—¿No lleva usted una agenda para las citas?

—No, no las soporto.

—El viernes antes de Navidad, seguro que puede recordarlo.

—Un día jugué al golf con un posible cliente. —Alfred meneó la cabeza—. No, eso fue la semana antes. Probablemente, anduve vagando por ahí. Me paso buena parte de mi tiempo haciendo eso. He comprobado que muchos de los negocios se hacen mejor en los bares que en ninguna otra parte.

—Quizás el personal de estos establecimientos, o algunos de sus amigos, podrían ayudarnos.

—Es posible. Se lo preguntaré. Haré lo que pueda.

Alfred en estos momentos parecía más seguro de sí mismo.

—No puedo decirle a usted lo que hice aquel día. Pero puedo decirle lo que no hice: no asesiné a nadie en el granero.

—¿Por qué dice eso, Mr. Crackenthorpe?

—Vamos a ver, mi querido inspector. Usted está investigando un asesinato, ¿verdad? Y si va por ahí preguntando qué estaba haciendo en tal día y a tal hora, eso significa que está decidiendo a quién puede descartar y a quién no. Me gustaría mucho saber por qué pregunta específicamente por el viernes día veinte. Y ¿entre qué horas? ¿La del almuerzo y medianoche? No puede basarse en el dictamen facultativo, no después del tiempo que ha pasado. ¿Vio alguien a la mujer colándose en el granero aquella tarde? ¿Advirtió alguien que entraba y no salía? ¿Es eso?

Los ojos penetrantes lo observaban fijamente, pero el inspector Craddock tenía demasiada experiencia para dejarse atrapar en aquel género de provocación.

—Me temo que tendrá que seguir usted haciendo conjeturas —dijo, siempre con afabilidad.

—La policía es tan reservada.

—No sólo la policía. Creo, Mr. Crackenthorpe, que podría usted recordar lo que hizo exactamente aquel viernes, si se lo propusiera. Por supuesto, puede tener razones para no desear recordarlo.

Other books

Spain or Shine by Michelle Jellen
Avelynn: The Edge of Faith by Marissa Campbell
The Pathfinder by Margaret Mayhew
Don't Let Him Know by Sandip Roy
Craig's Heart by N. J. Walters
Pride of Carthage by David Anthony Durham
Lucretia and the Kroons by Victor Lavalle