El tren de las 4:50 (16 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Estuvimos seis semanas con la compañía en Londres. Actuamos en Torquay, en Bournemouth, en Eastbourne, en alguna otra parte que he olvidado, y en Hammersmith. Luego regresamos a Francia, pero Anna no vino. Únicamente envió un recado diciendo que se iba con la familia de su marido, alguna tontería por el estilo. Por mi parte, no creo que fuera verdad. Me pareció más probable que hubiese encontrado a un hombre, ya se hará cargo de lo que quiero decir.

El inspector Craddock asintió. No podía esperarse que una mujer como madame Joilet pensara otra cosa.

—Y si quiere que le diga la verdad, no fue una gran pérdida. Puedo encontrar muchachas tan buenas y aún mejores que ella para mi ballet. De modo que me encogí de hombros y no pensé más en ello. ¿Por qué iba a preocuparme? Todas estas chicas son iguales, siempre pensando en los hombres.

—¿En qué fecha ocurrió esto?

—Al regresar a Francia. Fue... sí, el sábado anterior a Navidad. Y Anna nos dejó dos días antes. ¿O fueron tres? No lo recuerdo exactamente. Pero durante el fin de semana, en Hammersmith, tuvimos que bailar sin ella, y esto, aparte del contratiempo, significó nuevos arreglos, ensayos. Se portó muy mal, pero estas chicas, en cuanto encuentran un hombre, todas son iguales. Es lo que yo digo a todo el mundo. A ésta no volveré a contratarla.

—Muy molesto para usted.

—¡Ah! A mí no me importa. Seguro que pasó las fiestas de Navidad con algún hombre que conoció casualmente. No es asunto mío. Puedo encontrar a otras muchachas, montones de muchachas que están deseando entrar en el Ballet Maritski, y que saben bailar tan bien o mejor que Anna.

Madame Joilet se detuvo y preguntó luego, con un repentino relámpago de interés:

—¿Por qué quiere encontrarla? ¿Va a recibir dinero?

—Al contrario —dijo el inspector Craddock con cortesía—. Creemos que puede haber sido asesinada.

Madame Joilet volvió a caer en la indiferencia.

—Qa se peut! Estas cosa pasan, claro. ¡Ah, bueno! Era una buena católica. Iba a misa los domingos y sin duda se confesaba.

—¿Le habló a usted alguna vez de un hijo?

—¿Un hijo? ¿Quiere usted decir que tenía un hijo? No lo creo muy probable. Estas muchachas, todas... todas saben a donde tienen que ir para arreglar eso. Mr. Dessin lo sabe tan bien como yo.

—Pudo haber tenido un hijo antes de entrar en el mundo del teatro. Durante la guerra, por ejemplo.

—Ahí
Dans la guerre
. Es posible. Pero, si fue así, yo lo ignoro por completo.

—¿Tenía alguna amiga entre las otras muchachas?

—Puedo darle dos o tres nombres, pero no intimaba con nadie.

No obtuvieron de madame Joilet ningún otro dato que fuera útil.

Al enseñarle la polvera, dijo que Anna había tenido una como aquella, pero también la tenían la mayoría de las otras muchachas. Si Anna se había comprado un abrigo de piel en Londres, ella lo ignoraba.

—Yo me ocupo de los ensayos, de la iluminación del escenario y de las mil dificultades de mi negocio. No tengo tiempo para fijarme en la vestimenta de mis chicas.

Después de madame Joilet, se entrevistaron con las muchachas cuyos nombres les había dado. Una o dos habían conocido a Anna bastante bien, pero todas dijeron que nunca hablaba mucho de sí misma y que, cuando lo hacía, la mayor parte de lo que decía, afirmó una de las muchachas, eran mentiras.

—Le gustaba inventar cosas, historias de haber sido la querida de un Gran Duque, o de un gran financiero inglés, o cómo había trabajado para la Resistencia, en la guerra. Incluso que había sido una estrella de cine en Hollywood.

—Yo creo que había llevado una vida muy burguesa y muy pacífica —señaló otra muchacha—. Le gustaba trabajar en el ballet porque creía que esto era romántico, pero no bailaba bien. Usted comprenderá que si hubiese dicho: "Mi padre es comerciante de tejidos en Amiens", ¡eso no hubiera sido romántico! Y por eso se inventaba historias.

—Y cuando estábamos en Londres —dijo la primera muchacha—, habló de un hombre rico que la iba a llevar en una travesía alrededor del mundo porque le recordaba a una hija que había perdido en un accidente de automóvil.
Quelle blague!

—Y a mí me dijo que iba a pasar una temporada con un rico lord, en Escocia —añadió la segunda muchacha—. Decía que allí cazaría ciervos.

Nada de aquello les sirvió de gran ayuda. Lo único que estaba claro era que Anna Stravinska era una mentirosa. Con toda probabilidad no estaba cazando ciervos con un par en Escocia, y parecía igualmente inverosímil que se hallara tomando el sol en la cubierta de un trasatlántico. Pero tampoco había ninguna razón seria para creer que el cadáver del sarcófago de Rutherford Hall fuera el suyo. La identificación hecha por madame Joilet y sus bailarinas era muy poco fiable. Tenía algún parecido con Anna, en eso estaban todas conformes, ¡pero hinchada de aquel modo, podría ser cualquiera!

El único dato real que tenían era que el diecinueve de diciembre Anna Stravinska había decidido no regresar a Francia, y que el veinte de diciembre, una mujer que tenía algún parecido con ella había ido a Brackhampton en el tren de las 4.33 y había sido estrangulada.

Si la mujer encontrada en el sarcófago no era Anna Stravinska, ¿dónde estaba ahora Anna?

La opinión de madame Joilet era obvia:

—¡Con un hombre!

Y Craddock pensó con tristeza que aquella contestación era probablemente acertada.

Había que tener en cuenta otra posibilidad. La observación que hizo Anna sobre el hecho de haber tenido un marido inglés.

¿Era Edmund Crackenthorpe el marido?

Esto parecía improbable, considerando el retrato que habían hecho de Anna los que la conocieron. Era mucho más probable que en otro tiempo Anna hubiese conocido a la joven Martine lo suficiente para estar informada de los detalles necesarios. Pudo haber sido Anna quien escribiera la carta dirigida a Emma Crackenthorpe y, en este caso, era probable que se hubiese asustado ante la idea de una investigación. Y quizás había llegado a considerar prudente romper toda relación con el Ballet Maritski. Pero ¿dónde estaba ahora?

De nuevo, la opinión de madame Joilet resultaba a buen seguro la más acertada:

"¡Con un hombre!"

Antes de salir de París, Craddock discutió con Dessin el problema de la mujer llamada Martine. Como su colega inglés, Dessin se inclinaba a creer que lo más probable era que el asunto no tuviese nada que ver con la mujer encontrada en el sarcófago. En todo caso, creía también que era necesaria una investigación.

Le aseguró a Craddock que la Súreté haría cuanto le fuera posible por descubrir si en algún lugar había constancia del matrimonio entre el teniente Edmund Crackenthorpe del 4º Regimiento de Southshire y una muchacha francesa cuyo nombre de pila era Martine. Fecha: poco antes de la caída de Dunquerque.

Previno a Craddock, sin embargo, de lo dudoso de que pudiera obtenerse una confirmación definitiva. El territorio en cuestión no sólo había sido ocupado por los alemanes en aquellas fechas, sino que esa parte de Francia había sufrido tremendos daños durante la invasión. Y habían resultado destruidos muchos edificios, y muchos documentos y archivos enteros habían desaparecido.

—Pero tenga la seguridad, mi querido colega, de que haremos cuanto nos sea posible.

Con esto se despidieron.

A su regreso, Craddock encontró al sargento Wetherall esperándole con expresión lúgubre.

—Es un hostal, señor. 126 de Elvers Crescent. Perfectamente respetable y todo eso.

—¿Alguna identificación?

—No, nadie ha podido reconocer en la fotografía a la mujer que iba allí a recoger las cartas, pero considero que es lógico. Ha transcurrido casi un mes y son muchas las personas que pasan por allí. En realidad es una pensión de estudiantes.

—Tal vez se alojó allí bajo otro nombre.

—Si es así, nadie la reconoció como la mujer de la foto. Hemos recorrido los hoteles. En ninguno se registró ninguna Martine Crackenthorpe. Al recibir su llamada desde París hicimos la comprobación relativa a Anna Stravinska. Se alojó con los otros miembros de la compañía en un hotel barato, cerca de Brook Green. La mayor parte de los que van allí son gente de teatro. Se marchó en la noche del jueves, día diecinueve, después de la función. No hay hasta ahora más noticias.

Craddock asintió y propuso una nueva línea de investigación, aunque tenía pocas esperanzas de que diese resultado alguno.

Después de reflexionar un poco, telefoneó a Wimborne, Henderson y Carstairs, y solicitó una entrevista con el primero.

A la hora convenida, fue conducido a una habitación mal ventilada donde estaba Mr. Wimborne sentado detrás de un gran escritorio algo anticuado y cubierto de papeles polvorientos. Los archivadores junto a las paredes estaban rotulados: Sir John Houldes, deceso; Lady Derrin; Georges Rowbottom, Esq.; pero si eran reliquias de tiempos pasados o parte de asuntos legales actuales, era algo que el inspector no sabía.

Wimborne miró a su visitante con la cortés cautela característica del abogado ante la policía.

—¿En qué puedo servirle, inspector?

—Esta carta... —Craddock deslizó la carta de Martine a través de la mesa.

Con un gesto de repugnancia, Wimborne alargó un dedo para tocarla, pero no la recogió. El color de sus mejillas se acentuó ligeramente y se apretaron sus labios.

—Exactamente. ¡Exactamente! Ayer por la mañana recibí una carta de miss Emma Crackenthorpe en la que me informaba de su visita a Scotland Yard y de... ah... todas las circunstancias. ¡Puedo decir que me es imposible, enteramente imposible, comprender por qué no fui consultado al recibirse esta carta. ¡Inaudito! Debería haber sido informado inmediatamente.

Como era su costumbre, el inspector Craddock hizo uso de toda su habilidad para tranquilizar a Mr. Wimborne.

—No tenía idea de que Edmund se hubiese casado —protestó Mr. Wimborme, en tono ofendido.

—En tiempos de guerra supongo que... —El inspector Craddock dejó que su frase quedase en el aire.

—¡En tiempos de guerra! —exclamó Mr. Wimborne con tono agrio—. Sí, verdaderamente, estábamos en
Lincoln's Inn Fields
cuando se inició la guerra, cayó una bomba en la casa vecina y fueron destruidos muchos de nuestros documentos. No lo fueron, por suerte, los más importantes, los que habían sido llevados al campo para mayor seguridad. Pero esto causó mucha confusión. Los asuntos de los Crackenthorpe estaban en aquella fecha en manos de mi padre. Murió hace seis años. Y me atrevo a decir que tal vez a él sí le fue comunicado el asunto de este supuesto matrimonio de Edmund, pero, según parece, esta unión, aunque fue proyectada, no llegó a realizarse y, por ello, sin duda, no consideró mi padre que la historia tuviese mayor importancia. Debo decir que a mí este asunto me parece todo él muy extraño. Esta reaparición después de tantos años, y la pretensión de un matrimonio y de un hijo legítimo. Muy dudoso. Sospechoso, para ser más exactos. ¿Qué pruebas tiene ella que ofrecer? Me gustaría saberlo.

—Ése es el caso. ¿En qué situación se encontraban ella y su hijo?

—Supongo que su idea era que los Crackenthorpe los mantuviesen a los dos.

—Sí, pero yo quiero decir, ¿qué derechos hubieran tenido ella y su hijo, desde el punto de vista legal, si podía demostrar que lo que decía era cierto?

—Oh, ya veo. —Wimborne recogió las gafas que se había quitado en su momentánea irritación y se las puso para mirar al inspector Craddock con astucia—. Bien, de momento, nada. Pero si podía demostrar que el muchacho era hijo de Edmund Crackenthorpe, nacido de matrimonio legítimo, este hijo tendría, como tal, el derecho a su parte de los bienes que Josiah Crackenthorpe dejó en usufructo hasta que muriese Luther Crackenthorpe. Y más aún, heredaría Rutherford Hall puesto que su padre era el hijo mayor.

—¿Quiere alguno de los hijos heredar la casa?

—¿Para habitarla? No lo creo. Pero esa finca, mi querido inspector, representa una cuantiosa suma de dinero. Muy considerable. Terrenos para industrias y urbanizaciones. Terrenos que están ahora en el corazón de Brackhampton. Oh, sí, representa una herencia muy considerable.

—Si no recuerdo mal, me dijo usted que, si muere Luther Crackenthorpe, la casa pertenece a Cedric

—Hereda el inmueble, sí, como el mayor de los hijos supervivientes.

—Según me han dado a entender, a Cedric Crackenthorpe no le interesa el dinero.

Wimborne miró a Craddock con una expresión fría.

—¿De veras? Por mi parte, me siento inclinado a escuchar estas declaraciones con cierto escepticismo.

Habrá, sin duda, algunas personas poco mundanas a las que el dinero no les interese, pero yo no he encontrado ninguna.

Era evidente que Mr. Wimborne sentía cierta complacencia ante tal hecho.

El inspector Craddock se apresuró a aprovechar aquel rayo de sol.

—Harold y Alfred Crackenthorpe parecen haber quedado muy trastornados por la aparición de esta carta.

—Y no les falta razón. No, señor. No les falta razón.

—¿Reduciría esto su parte de la herencia?

—Ciertamente. El hijo de Edmund Crackenthorpe, siempre bajo la presunción de que haya un hijo, tendría derecho a la quinta parte del dinero.

—¿Y no le parece que eso supondría una importante pérdida para los otros beneficiarios de la herencia?

Wimborne le dirigió una mirada astuta.

—Es un motivo totalmente impropio para cometer un asesinato, si es eso lo que insinúa.

—Creo que los dos están bastante apurados —murmuró Craddock.

Sostuvo la aguda mirada de Wimborme con perfecta impasibilidad.

—¡Oh, ya veo! Así que ha estado haciendo indagaciones. Pues sí. Alfred anda casi siempre mal de dinero. De vez en cuando nada en la abundancia, pero por poco tiempo. Harold, como parece usted saber, se encuentra ahora en una situación algo precaria.

—¿A pesar de su apariencia de prosperidad?

—Fachada. ¡Todo fachada! No se sabe si son o no solventes la mitad de esas firmas de la City. No es difícil hacer que parezca que los libros de contabilidad están en regla a los ojos inexpertos. Pero cuando las partidas de activo anotadas no son verdaderamente un activo, cuando el capital que representan está al borde de la quiebra, ¿dónde se encuentra uno?

—Donde es de presumir que se encuentre Harold Crackenthorpe: en una apremiante necesidad de dinero.

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