El Tribunal de las Almas (7 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

—¿Qué tipo de preguntas tendría que haberme hecho sobre David, según usted?

Pero Sandra lo sabía perfectamente.

El tono de Shalber se volvió grave.

—Todos tenemos secretos, agente Vega.

—No conocía los detalles de la vida de David, pero sabía qué tipo de persona era, y eso me basta.

—Sí, pero ¿ha reparado alguna vez en que pudiera no decirle toda la verdad?

Sandra estaba furiosa.

—Oiga, es inútil que trate de que empiece a dudar ahora.

—No, me lo imagino. Porque usted ya tiene esas dudas.

—Usted no sabe nada de mí —protestó.

—Los petates que le enviaron hace más de cinco meses están depositados en un almacén de comisaría. ¿Por qué no ha ido a recogerlos todavía?

Sandra sonrió con amargura.

—No tengo por qué explicarle a nadie el daño que puede suponerme volver a estar en posesión de esos objetos. Porque, cuando sea el momento, tendré que admitir que realmente todo ha terminado, que David no volverá y que nadie puede hacer nada por impedirlo.

—Historias, y usted lo sabe perfectamente.

La falta de tacto de ese hombre la dejó pasmada. Durante un instante no fue capaz de decir nada. Cuando por fin tuvo capacidad de reacción, fue con rabia.

—Váyase a la mierda, Shalber.

Colgó. Estaba furiosa. Cogió la copa vacía, que era lo que tenía más a mano, y la estrelló contra la pared. Ese hombre no tenía derecho. Se había equivocado dejándole hablar, tendría que haber puesto fin a la comunicación antes. Se levantó y empezó a caminar nerviosamente por la habitación. Hasta ese momento no había querido admitirlo, pero Shalber estaba en lo cierto: tenía miedo. La llamada no la había sorprendido, era como si una parte de ella la esperase.

«Está loco —pensó—. Fue un accidente. Un accidente.»

Después empezó a tranquilizarse. Miró a su alrededor. La esquina de librería con los ejemplares de David. Las cajas de cigarrillos de anís apiladas en el escritorio. La pésima loción de afeitado en la repisa del baño. El sitio donde leía el periódico en la cocina los domingos por la mañana.

La primera lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas nunca mienten.
Aquí en Oslo hace un frío que pela y no veo la hora de volver.
Pero quizá su casa estaba contando una mentira, porque David había muerto en Roma.

23.36 h

El cadáver se despertó.

A su alrededor todo era oscuridad. Sentía frío, estaba desorientado y tenía miedo. Sin embargo, ese conjunto de sensaciones le resultaba extrañamente familiar.

Recordaba la detonación de la pistola, el olor del disparo y luego el de carne quemada. Los músculos al ceder simultáneamente, haciéndolo caer al suelo. Se dio cuenta de que podía extender la mano, lo hizo. Tendría que estar en un charco de sangre, pero no lo había. Tendría que estar muerto, pero no lo estaba.

Lo primero que tenía que hacer era pensar en su nombre.

—Me llamo Marcus —se dijo a sí mismo.

En ese momento la realidad lo agredió, recordándole los motivos por los que todavía estaba vivo. Y que estaba en Roma, en casa, tendido en su cama y que, hasta hacía un momento, estaba durmiendo. El pulso cardíaco se había acelerado y no parecía querer disminuir su intensidad. Estaba empapado de sudor y le costaba respirar.

Pero una vez más había sobrevivido a aquel sueño.

Para evitar el sentimiento de pánico, solía tener la luz encendida. Pero esta vez se le había olvidado. Seguramente el sueño lo había cogido por sorpresa, todavía iba vestido. Accionó el interruptor y miró la hora. Apenas había dormido veinticinco minutos.

Habían sido suficientes.

Cogió el rotulador que tenía junto a la almohada y a continuación escribió en la pared: «Cristales rotos.»

La pared blanca que había al lado del camastro le servía de diario. El resto era una habitación desnuda. La buhardilla de la via dei Serpenti era el lugar sin memoria en el que había elegido vivir para poder recordar. Dos habitaciones. Nada de muebles, aparte de la cama y una lámpara. Su ropa se encontraba tirada sobre una maleta dejada en el suelo.

Cada vez que emergía del sueño traía algo consigo. Una imagen, una palabra, un sonido. Esta vez era el ruido de un cristal al hacerse añicos.

Pero ¿qué cristal?

Fotogramas de una escena, siempre la misma. Lo escribía todo en la pared. En el último año había reunido bastantes detalles, pero todavía no eran suficientes para reconstruir lo que había ocurrido en aquella habitación de hotel.

Estaba seguro de que había estado allí y de que también estaba Devok, su amigo más íntimo, la persona que habría hecho cualquier cosa por él. Le parecía asustado, confuso. No sabría decir por qué, pero tenía que haber sucedido algo grave. Recordaba una sensación de peligro. Quizá Devok quería ponerlo sobre aviso.

Pero no estaban solos. Con ellos había una tercera persona.

Todavía era una sombra indefinida, una percepción. De él procedía la amenaza. Era un hombre, de eso estaba seguro. Pero no sabía quién era. ¿Por qué estaba allí? Llevaba una pistola, en un momento dado la sacó y abrió fuego.

Alcanzó a Devok. Se le derrumbó encima, a cámara lenta. Mientras caía, los ojos con los que lo miraba ya estaban vacíos; las manos, apretadas contra el pecho, a la altura del corazón. Manchas de sangre oscura entre los dedos.

Hubo un segundo disparo. Y, casi al mismo tiempo, vio un relámpago. El proyectil lo había alcanzado. Notó claramente el impacto contra el cráneo. Sintió que el hueso se hacía añicos, que ese cuerpo extraño le penetraba en el cerebro como un dedo blandengue, y la hemorragia caliente y aceitosa de la herida.

Aquel agujero negro en su cabeza lo absorbió todo. Su pasado, su identidad, su mejor amigo. Pero, sobre todo, el rostro de su enemigo.

Porque lo que realmente torturaba a Marcus era la incapacidad para recordar el rostro de quien les había hecho daño.

Paradójicamente, si quería encontrarlo, tenía que evitar ir en su busca. Porque para hacer justicia era necesario que volviera a ser el Marcus de antes. Y, para conseguirlo, no podía permitirse pensar en lo que le había pasado a Devok. Tenía que empezar desde el principio, encontrarse a sí mismo.

Y la única forma de hacerlo era encontrando a Lara.

Cristales rotos.
Apartó la información de su mente y se centró en las últimas palabras de Clemente. «Desde este momento estarás solo.» A veces incluso dudaba de si había alguien más aparte de ellos dos. Cuando su único referente lo encontró en la cama de aquel hospital, medio muerto y sin memoria, y le dijo quién era, él no lo creyó. Tuvo que pasar tiempo para que se acostumbrara a la idea.

«Los perros son daltónicos», se repitió para convencerse de que, a pesar de todo, era cierto. Después cogió la carpeta del caso de Jeremiah Smith, «c.g. 97-95-6», se sentó en la cama y empezó a estudiar su contenido buscando alguna pista que pudiera conducirlo a la estudiante desaparecida.

Comenzó precisamente por el homicida y su breve biografía. Jeremiah tenía cincuenta años y era soltero. Procedía de una acomodada familia burguesa. Su madre era italiana, y su padre, inglés, ambos fallecidos. Ambos eran propietarios de cinco tiendas de tejidos en la ciudad, pero la actividad comercial había cesado alrededor de los años ochenta. Jeremiah era hijo único, no tenía familiares próximos. Como disponía de una discreta renta, nunca había necesitado trabajar. La biografía se interrumpía allí, y después se abría un agujero negro en su historia personal. Las dos últimas líneas de su perfil referían lacónicamente que vivía en completo aislamiento en una villa en las colinas romanas.

Marcus consideró que no se trataba de una situación demasiado peculiar. Pero, a pesar de ello, confluían todos los requisitos para que Jeremiah se convirtiera en lo que era. La soledad, la inmadurez afectiva, la incapacidad de relacionarse con el prójimo contrastaban con su deseo de tener a alguien al lado.

«Sabías que la única manera de obtener las atenciones de una mujer era raptarla y tenerla atada, ¿no es así? Claro que sí. ¿Qué querías conseguir, cuál era tu objetivo? No las secuestrabas para tener sexo con ellas. No las violabas ni las torturabas.

»Lo que querías de ellas era una familia.

»Eran tentativos de convivencia forzada. Querías que las cosas funcionaran, amarlas como un buen maridito, pero ellas estaban demasiado asustadas para prestarse a ello. Día tras día intentabas estar con ellas, pero después de un mes veías que no era posible. Te dabas cuenta de que era un afecto enfermizo, perverso y que sólo existía en tu mente. Y a continuación, di la verdad, estabas ansioso por ponerles un cuchillo en la garganta. Así que al final las matabas. Pero siempre buscabas lo mismo… el amor.»

Por muy coherente que fuera aquella explicación, habría resultado intolerable para cualquiera. Sin embargo, Marcus, no sólo lo había deducido, sino que incluso lo aceptaba. Se preguntó por qué, pero no supo darse una respuesta. ¿También eso formaba parte de su talento? A veces, le daba miedo.

Pasó a analizar el modus operandi de Jeremiah. Había actuado impunemente durante seis años, matando a cuatro víctimas. Después de cada caso, seguía una fase de calma y satisfacción en la cual el asesino tenía suficiente con recordar la violencia utilizada para calmar el instinto de volver a actuar. Cuando ese efecto benéfico desaparecía, empezaba a incubar nuevas fantasías que desembocaban en un nuevo secuestro. No estaba planificado, se trataba de un verdadero proceso fisiológico.

Las víctimas de Jeremiah eran mujeres de edades comprendidas entre los diecisiete y los veintiocho años. Las buscaba a la luz del día. Se les acercaba con un pretexto, después las invitaba a tomar algo y añadía un fármaco hipnótico a sus bebidas; GHB o
Rufis,
la droga de la violación. Una vez aturdidas, era fácil convencerlas de que lo siguieran.

Pero ¿por qué las chicas aceptaban su invitación?

A Marcus aquello le pareció extraño. Pensó que un tipo como Jeremiah, de mediana edad y ciertamente no muy atractivo, debería de haber suscitado en las víctimas alguna sospecha en cuanto a sus verdaderas intenciones. Y, sin embargo, las chicas habían dejado que se les acercase.

Confiaban en él.

Tal vez les ofrecía dinero o una oportunidad de algún tipo. Una de las técnicas de reclamo, muy en boga entre maníacos y similares, consistía en prometer oportunidades de trabajo o de dinero fácil, de inscribirlas en un concurso de belleza o en la posibilidad de participar en la selección de actores para una película o un programa televisivo. Pero tales estrategias requerían una notable capacidad de socialización. Esto chocaba claramente con el carácter de Jeremiah que, por el contrario, era un asocial, un eremita.

«¿Cómo las engañaste?»

Y, además, ¿por qué nadie se percató de él mientras se acercaba a ellas? Antes que Lara, cuatro casos de secuestro en lugares públicos sin un solo testigo. Y, sin embargo, su «galanteo» requería tiempo. Aunque tal vez la pregunta contuviera ya la respuesta:

Jeremiah Smith era tan insignificante a los ojos de los demás que se volvía invisible.

«Las rondabas sin que nadie te molestara. Y te sentías fuerte, porque nadie podía verte.»

Pensó en la palabra que llevaba tatuada en el pecho.
Mátame.
«Es como si estuviera diciéndonos que, en el fondo, no es difícil ver que las apariencias engañan —había comentado Clemente, y luego siguió diciendo—: Cuando la verdad está escrita en la piel, se encuentra al alcance de cualquiera, escondida a pesar de estar tan cerca.»

«Eras como un escarabajo que corre por el suelo durante una fiesta: nadie se percata de su presencia, a nadie le interesa. Sólo tiene que tener cuidado de que nadie lo aplaste. Y tú has sabido hacerlo bien. Pero con Lara decidiste cambiar. Te la llevaste de su casa, de su cama.»

Simplemente, pensando en el nombre de la estudiante, a Marcus le invadieron una serie de dolorosas preguntas. ¿Dónde estaba ahora? A saber si todavía seguía viva en ese momento. Y, admitiendo que lo estuviera, ¿cómo estaría? En su prisión, ¿había agua y comida? ¿Cuánto podría aguantar? ¿Estaba consciente, drogada? ¿Estaba herida? ¿Su carcelero la había atado?

Marcus apartó aquellas distracciones emotivas de su mente. Era necesario que razonara con lucidez, con distancia. Porque estaba seguro de que había un motivo por el cual Jeremiah Smith había modificado radicalmente su modus operandi con Lara. Refiriéndose a Jeremiah, Clemente había defendido la tesis de que algunos asesinos en serie tienden a perfeccionarse añadiendo detalles que aumentan su placer. Así que el secuestro de la estudiante podía considerarse como una especie de «variación del tema». Sin embargo, Marcus no lo creía: el cambio había sido demasiado radical y repentino.

Tal vez Jeremiah se había cansado de poner en marcha aquel complicado engranaje de mentiras para alcanzar su objetivo, se dijo. O quizá sabía que el truco para atraerlas no funcionaría mucho más tiempo: alguna podía haber oído la historia de las víctimas anteriores y podría desenmascararlo. Estaba haciéndose famoso. El riesgo aumentaba exponencialmente.

No. No era éste el motivo por el que había modificado su estrategia. ¿Qué tiene de distinto Lara respecto a las demás?

El hecho de que las cuatro chicas que la habían precedido no tuvieran nada en común entre ellas también complicaba las cosas: edades diferentes y aspecto distinto, Jeremiah no tenía un gusto determinado en materia de mujeres. El adjetivo que se le ocurrió a Marcus fue «casual». Las había escogido encomendándose al azar, en otro caso todas se habrían parecido. Cuanto más miraba las fotos de las mujeres asesinadas, más se convencía de que el homicida se las llevó porque simplemente estaban a la vista, por tanto era más fácil acercarse a ellas. Por eso las había secuestrado de día y en un lugar público. «No las conocía», se dijo.

Sin embargo, Lara era especial. Jeremiah no podía arriesgarse a perderla. Por eso se la había llevado de su casa y, sobre todo, había actuado de noche.

Marcus dejó un momento el expediente, se levantó del camastro y se acercó a la ventana. Al caer la noche, los tejados irregulares de Roma eran un mar tumultuoso de sombras. Era el momento del día que más le gustaba. Una extraña quietud se apoderaba de él, y le parecía que era un hombre en paz. Gracias a esa calma, Marcus vio dónde había estado su equivocación. Había visitado el apartamento de Lara con la luz del sol, pero debía hacerlo en la oscuridad, porque era así como había actuado el raptor.

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