—Yo quería convencerme de que esta visita obedecía a las buenas costumbres —suspiró Voren.
Sparhawk no atendió la réplica.
—¿Vanion ha conseguido enviaros noticias de los últimos incidentes acaecidos en Cimmura?
La sonrisa ligeramente irónica se desvaneció del rostro de Voren, mientras asentía gravemente.
—Ése es uno de los motivos por los que me ha sorprendido veros —explicó—. Tenía entendido que os dirigíais a Borrata. ¿Obtuvisteis algún resultado de los especialistas?
—No totalmente satisfactorio, pero logramos una pista y esperamos llegar a buen fin. —Apretó las mandíbulas—. Voren —dijo sombríamente—, Ehlana fue envenenada.
El presunto comerciante lo miró por un instante y luego soltó una imprecación.
—Me pregunto cuánto tiempo me llevaría regresar a Cimmura —conjeturó con voz helada—. Creo que me encantaría arreglar un poco el físico de Annias. Su porte descabezado resultaría atractivo, ¿no os parece?
—Tendríais que apuntaros en la lista que agrupa al menos a una docena de personas que abrigan la misma idea, mi señor Voren —le aseguró Kurik.
—De cualquier modo —prosiguió Sparhawk—, hemos averiguado que se trata de una sustancia de origen rendoriano y nos han informado de que un médico de Dabour probablemente conoce un antídoto; por tanto, nos dirigimos a esa ciudad.
—¿Dónde están Kalten y los demás? —inquirió Voren—. Vanion me comunicaba en su misiva de que os acompañaban él y varios caballeros de las otras órdenes.
—Los dejamos en Madel —respondió Sparhawk—. Ni su aspecto ni sus modales eran propios de un rendoriano. ¿Habéis oído hablar del doctor Tanjin de Dabour?
—¿Aquel de quien se rumorea que curó al hermano del rey de alguna misteriosa dolencia? Desde luego. Sin embargo, es posible que no quiera hablar de aquel asunto, pues circulan ciertas sospechas acerca del método que utilizó para devolver la salud a sus pacientes, y ya sabéis qué opinión tienen los rendorianos de la magia.
—Lo convenceré para que nos ayude —aseveró Sparhawk.
—Tal vez os arrepintáis de haber dejado atrás a Kalten y al resto —apuntó Voren—. En estos momentos, Dabour constituye un lugar muy poco hospitalario.
—Tendré que arreglármelas solo. Les he enviado un mensaje desde Cippria para avisarles que vuelvan a casa y me esperen allí.
—¿De qué persona en Cimmura os podéis fiar tanto como para confiarle ese tipo de encargo?
—Fui a visitar al abad de aquel monasterio arciano del lado este de la ciudad. Hace muchos años que lo conozco.
Voren lanzó una carcajada.
—¿Todavía intenta ocultar que es un cirínico?
—¿Lo sabéis todo, Voren?
—Me destinaron a este lugar para recabar todo tipo de noticias. Es un buen hombre. Emplea unos métodos bastante pedestres, pero consigue sus propósitos.
—¿Qué sucede en Dabour? —preguntó Sparhawk—. No me gusta ignorar totalmente la situación que me voy a encontrar.
Voren se tendió en el césped a los pies de Sephrenia, y cruzó las manos en torno a una rodilla.
—Dabour ha sido siempre un sitio extraño —declaró—. Debido a que Eshand proviene de esa población, los nómadas del desierto la consideran como una ciudad santa. En cualquier momento podrían contarse aproximadamente doce facciones enfrentadas entre sí por hacerse con el control de los lugares sagrados. —Sonrió sarcásticamente—. ¿Me creeréis si os digo que existen treinta y tres tumbas en ese lugar que pretenden ser el sepulcro definitivo de Eshand? Seguramente la mayoría son falsas, a menos que hubieran desmembrado al líder tras su muerte y lo hubieran enterrado por partes.
—Podría constituir una explicación —contestó Sparhawk tras sentarse en la hierba junto a su amigo—. Si nos dedicamos a conjeturas, ¿estaría a nuestro alcance apoyar clandestinamente a una de las facciones para minar la posición de Arasham?
—Pese a ser una estupenda propuesta, por el momento es irrealizable, pues no existen otras facciones, Sparhawk. Después de recibir su epifanía, Arasham se volcó durante cincuenta años a exterminar a todo posible rival. En el centro de Rendor se produjo un baño de sangre de proporciones colosales. En esa zona el desierto está atestado de pirámides de esqueletos. Finalmente, logró el control de Dabour y gobierna allí con tal despotismo que, a su lado, Otha de Zemoch parece una autoridad condescendiente. Dispone de miles de fanáticos seguidores que responden ciegamente a cada uno de sus lunáticos designios. Vagan por las calles con cerebros desecados por el sol y los ojos ardientes en busca de alguna infracción de oscuras leyes religiosas. Hordas de apestosos y piojosos individuos sólo azarosamente humanos acechan por las calles la oportunidad de mandar a sus vecinos a la hoguera.
—Resulta una descripción poderosamente directa —aseveró Sparhawk. Dirigió la mirada a Sephrenia. Flauta había empapado un pañuelo en la fuente y se afanaba en mojar suavemente el rostro de la mujer con él. Sorprendentemente, Sephrenia tenía la cabeza apoyada sobre el hombro de la pequeña como si ella fuera la niña—. Entonces, ¿Arasham ha reunido un ejército? —preguntó a Voren.
Este respondió con un resoplido.
—Sólo un idiota llamaría a eso un ejército. No pueden emprender ningún tipo de marcha, porque cada media hora tienen que rezar. Además, obedecen ciegamente incluso las más descabelladas órdenes de ese anciano senil. —Rió ásperamente—. A veces, Arasham sufre dificultades con el lenguaje, lo cual no produce extrañeza, puesto que probablemente es hijo de un cruce con beduino. En una ocasión, durante su campaña en el interior, dio una orden. Quería decir: «Caed sobre el enemigo». En lugar de ello, pronunció: «Caed sobre las espadas», y los tres regimientos acataron fervientemente su mandato. Aquel día Arasham volvió solo a casa mientras intentaba figurarse dónde podía estar el error.
—Habéis permanecido demasiado tiempo en estos parajes —rió Sparhawk—. Rendor comienza a agriaros el carácter.
—No puedo soportar la estupidez y el desaliño, Sparhawk, y los seguidores de Arasham creen devotamente en la santidad de la ignorancia y la suciedad.
—Sin embargo, empezáis a desarrollar un fino olfato para la retórica.
—El desdén es un poderoso acicate para la elección de las propias palabras —admitió Voren—. En Rendor no puedo expresar abiertamente lo que pienso, lo que me permite disponer de tiempo sobrado para pulir mis frases en privado. —Su semblante se tornó serio—. Tened mucho cuidado en Dabour, Sparhawk —le aconsejó—. Arasham cuenta con una veintena de discípulos; incluso reconoce a alguno de ellos. Éstos son quienes controlan realmente la ciudad, al tiempo que compiten en demencia con su maestro.
—¿Tan pésima se presenta la situación?
—Probablemente.
—Debo agradeceros el que siempre procuréis infundirme ánimos, Voren —declaró secamente Sparhawk.
—Admito mi defecto: siempre intento ver el lado positivo. ¿Ha ocurrido algo en Cippria que yo deba saber?
—Tal vez os interese una noticia —repuso Sparhawk tras arrancar unas hierbas—. Determinados extranjeros se esfuerzan en propagar la creencia de que el campesinado de los reinos elenios del norte está a punto de rebelarse abiertamente contra la Iglesia inducido por las mismas razones que alienta el movimiento eshandista.
—He escuchado algunos rumores al respecto —confesó Voren—. Aquí, en Jiroch, todavía no se han extendido demasiado.
—Me parece que es sólo cuestión de tiempo. Quien ha planeado el infundio lo ha organizado muy bien.
—¿Tenéis alguna noción de quién está detrás?
—Martel, y todos sabemos para quién trabaja. Su objetivo es exhortar a los habitantes de las ciudades para que se unan a Arasham en un levantamiento contra la Iglesia. La rebelión debe coincidir con el momento en que la jerarquía se reúna en Chyrellos para votar al nuevo archiprelado, pues los caballeros de la Iglesia estarían obligados a acudir a Rendor para apaciguar la situación, con lo que Annias tendría el camino libre y prácticamente segura su elección. Hemos informado de ello a las órdenes militares para que tomen las medidas pertinentes. —Sparhawk se levantó del suelo—. ¿Cuánto tiempo tardará vuestro sirviente en cumplir el recado? —preguntó—. Supongo que conviene que nos hayamos marchado antes de que regrese. Posiblemente es un zoquete, pero mi trato con los rendorianos me ha demostrado que acostumbran ser aficionados a los cotilleos.
—Creo que aún disponéis de un rato más. La marcha más rápida de Jintal suele ser la de un placentero paseo. Podéis comer algo y, además os suministraré comida fresca.
—¿Existe algún lugar de confianza para hospedarse en Dabour? —inquirió Sephrenia.
—Ningún lugar es completamente seguro en Dabour, Sephrenia —repuso Voren. Miró a Sparhawk—. ¿Os acordáis de Perraine? —preguntó.
—¿Un tipo delgado y de pocas palabras?
—El mismo. Se encuentra en Dabour, donde representa el papel de comprador de reses. Se hace llamar Mirrelek y tiene una casa cerca de los almacenes de ganado. Las gentes del desierto lo necesitan, a menos que quieran comerse todo su propio ganado por lo que goza de relativa libertad para moverse por la ciudad. Os proporcionará alojamiento y os evitará problemas. —Voren sonrió maliciosamente—. A propósito de problemas, Sparhawk —indicó—. Os aconsejo seriamente que salgáis de Jiroch antes de que Lillias se entere de vuestra presencia aquí.
—¿Todavía se siente desgraciada? —preguntó Sparhawk—. Pensaba que ya habría encontrado a alguien que la consolara.
—Estoy convencido de que ya lo ha hallado, y, probablemente, a varios, pero ya conocéis a Lillias: es rencorosa.
—Le dejé todos los derechos sobre la tienda —arguyó Sparhawk, un tanto a la defensiva—. Si presta atención al negocio, no debe tener dificultades económicas.
—Me han informado de que se desenvuelve bien, pero ésa no es la cuestión. La afrenta consistió en que le dijisteis adiós y le donasteis vuestro legado por escrito. No le disteis ocasión para gritar, sollozar y amenazaros con suicidarse.
—Imagino que no hubiera podido soportarlo.
—Os habéis comportado con una terrible descortesía hacia ella, amigo mío. A Lillias le encantan las situaciones dramáticas; cuando os escabullisteis a media noche, le robasteis una formidable oportunidad de hacer gala de sus dotes histriónicas. —Voren sonreía abiertamente.
—¿Es verdaderamente necesario que continuéis con ese tema?
—Solamente, como amigo, pretendo poneros sobre aviso, Sparhawk. En Dabour tendréis que enfrentaros a varios miles de fanáticos exacerbados. Aquí, en Jiroch, contáis con Lillias como adversario, y ella resulta doblemente peligrosa.
Abandonaron sigilosamente la casa de Voren alrededor de media hora más tarde. Sparhawk observó detenidamente a Sephrenia mientras subían de nuevo a sus monturas. A pesar de haber transcurrido sólo medio día, ya parecía fatigada.
—¿Podría ese ser que nos persigue generar una tromba de agua en el río? —le preguntó.
La mujer arrugó el entrecejo.
—Es difícil saberlo —replicó—. A mi juicio, no hay suficiente agua. No obstante, las criaturas del inframundo tienen poder para infringir ciertas leyes naturales según sus deseos. —Reflexionó un momento—. ¿Qué anchura alcanza el río? —inquirió.
—Escasa —respondió Sparhawk—. No existe bastante agua en todo Rendor para generar un solo río ancho.
—Las orillas del río le dificultarían en gran medida la dirección de la tromba —comentó pensativamente—. Recordad el errático rumbo de la que destruyó el barco de Mabin.
—Dadas las circunstancias, debemos arriesgarnos —decidió Sparhawk—. Estáis demasiado exhausta para cabalgar hasta Dabour. Además, hacia el sur, el calor aumentará.
—No os expongáis a peligros innecesarios por mi causa, Sparhawk.
—Vos no constituís el único motivo —replicó—. Ya hemos perdido mucho tiempo, y el barco resulta más veloz que los caballos. Permaneceremos cerca de las riberas del río por si debemos abandonar la embarcación apresuradamente.
—Obrad según creáis más conveniente —concluyó la mujer, mientras se arrellanaba livianamente en la silla.
Atravesaron las bulliciosas calles, donde los nómadas del desierto, vestidos con atuendos negros, se entremezclaban con los habitantes de la ciudad y los mercaderes de los reinos norteños, todos ellos ataviados con colores más alegres. Reinaban el ruido y los peculiares aromas rendorianos: especias, perfumes, además del persistente olor del humeante aceite de oliva.
—¿Quién es esa Lillias? —preguntó curiosamente Kurik mientras se encaminaban al río.
—Alguien de quien no tenemos por qué preocuparnos —respondió escuetamente Sparhawk.
—Si esa persona puede ser peligrosa, yo opino que resulta bastante importante saber quién es.
—Lillias no representa el peligro al que aludes.
—En todo caso, es una mujer, ¿verdad?
Era evidente que Kurik no tenía intención de cejar en el empeño. A Sparhawk se le agrió la expresión.
—De acuerdo —dijo—. Permanecí diez años en Jiroch. Voren me instaló una pequeña tienda que atendía con el nombre de Mahkra, con la finalidad de disfrazar mi identidad de manera que no pudieran localizarme los secuaces de Martel. Para que la situación fuera verosímil, tenía que parecerme a los comerciantes normales. Como todos poseen alguna amante, yo también necesitaba una. Era Lillias. ¿Satisfecho?
—Perfectamente resumido. La dama tiene mal genio, ¿no es cierto?
—No exactamente, Kurik. Sencillamente, pertenece a ese tipo de mujeres a quienes les encanta sentirse eternamente agraviadas.
—Oh, ya comprendo. Me gustaría conocerla.
—Te aseguro que luego lo lamentarías. No creo que te agradara soportar sus gritos y sus escenas.
—¿Tan insoportable es?
—¿Por qué imaginas que me escapé en plena noche? ¿Qué te parece si cambiamos de tema?
Kurik comenzó a reír entre dientes.
—Excusad mi risa, mi señor —se disculpó—. Recordaba que, cuando os confesé mi indiscreción con la madre de Talen, tampoco os mostrasteis desbordante de simpatía.
—Bien. Entonces, estamos en paz. —Sparhawk apretó los labios y aceleró el paso para tratar de alejarse de las risitas de Kurik.
Los muelles que sobresalían por encima del fangoso curso del río Guie constituían una plataforma insegura recubierta de malolientes redes. Allí atracaban docenas de barcos de ancha manga que cubrían el recorrido entre Jiroch y Dabour. Sobre sus cubiertas vagaban marineros de piel atezada vestidos con taparrabos y tocados con telas enrolladas en la cabeza. Sparhawk desmontó y se aproximó a un individuo tuerto de mala catadura arropado con una amplia túnica rayada. El hombre, desde la cubierta, gritaba órdenes a un trío de marineros con aspecto de haraganes embarcados en una chalana manchada de barro.