—No por mucho tiempo —gruñó Kurik mientras hacía ademán de empuñar la daga que llevaba bajo el sayo—. A través de un agujero en la tienda podremos reemprender nuestro camino.
—No —se mostró en desacuerdo Sparhawk—. Si escapáramos, tendríamos todo un ejército de enfurecidos fanáticos que, en menos de dos minutos, seguirían nuestros pasos para darnos caza.
—¿Pretendéis que permanezcamos sentados tranquilamente? —preguntó Kurik con incredulidad.
—Deja que yo me encargue de este asunto, Kurik.
Soportaron la sofocante tienda durante el transcurso de unos minutos.
Después, entró Ulesim, seguido de cerca por dos de los hombres de su séquito.
—Vais a decirme vuestro nombre, guardián de vacas —anunció con arrogancia.
—Me llamo Mahkra, señor Ulesim —respondió dócilmente Sparhawk—, y éstos son mi hermana, su hija y mi sirviente. ¿Puedo preguntaros por qué hemos sido detenidos?
—Algunas personas rehúsan aceptar la santa autoridad de Arasham —declaró Ulesim tras entornar los ojos—. Yo, Ulesim, su discípulo predilecto, me he propuesto acabar con esos falsos profetas y enviarlos a la hoguera. El bendito Arasham ha depositado por completo su confianza en mí.
—¿Todavía existen rebeldes? —inquirió Sparhawk con leve sorpresa—. Creía que toda oposición a Arasham había sido desterrada hace décadas.
—¡No del todo! ¡No del todo! —casi chilló Ulesim—. Aún hay conspiradores escondidos en el desierto o que merodean por las ciudades. No descansaré hasta haber exterminado a cada uno de esos criminales y haberlos entregado a las llamas.
—No debéis sospechar de mí ni de mis acompañantes, señor Ulesim —le aseguró Sparhawk—. Nosotros reverenciamos al sagrado profeta de Dios y le brindamos homenaje en nuestras plegarias.
—Vuestras palabras no representan ninguna prueba, Mahkra. ¿Podéis demostrarme vuestra identidad y garantizar que habéis venido con legítimas intenciones a la ciudad sagrada? —El fanático personaje sonrió a sus dos escoltas como si acabara de realizar un tremendo descubrimiento.
—Oh, sí, señor Ulesim —repuso tranquilamente Sparhawk—, creo que puedo hacerlo. Hemos venido a parlamentar con un comprador de ganado llamado Mirrelek. ¿Acaso lo conocéis?
—¿Por qué motivo el discípulo favorito de Arasham ha de tener trato alguno con un vulgar comprador de vacas? —replicó Ulesim, henchido de orgullo.
Uno de los subalternos del discípulo se inclinó hacia él y le susurró algo al oído. La expresión de Ulesim perdió su firmeza y, finalmente, expresó cierto asomo de temor.
—Mandaré aviso a ese mercader de reses que habéis mencionado —declaró de mala gana—. Si confirma vuestra versión, vuestros problemas habrán finalizado; en caso contrario, os llevaré hasta el propio Arasham para que os juzgue.
—Como desee el señor Ulesim —accedió Sparhawk con una reverencia—. Si diéseis instrucciones a vuestro mensajero de que comunicara a Mirrelek que Mahkra está aquí y le envía saludos de la pequeña madre, estoy convencido de que vendrá a aclarar este asunto.
—Será preferible para vos —sentenció con tono amenazador el barbudo discípulo. Se volvió en dirección al ayudante que le había murmurado al oído—. Id a buscar a ese Mirrelek. Repetidle las palabras que ha pronunciado este vaquero e indicadle que yo, Ulesim, discípulo predilecto del santo Arasham, le ordeno que se presente aquí inmediatamente.
—Inmediatamente, agraciado por el profeta —replicó el individuo antes de salir de la tienda.
Ulesim lanzó una mirada furiosa a Sparhawk y después se retiró, seguido del otro sicofante.
—Todavía conserváis vuestra espada, Sparhawk —señaló Kurik—. ¿Por qué no se la habéis clavado a ese charlatán? Yo podría haberme ocupado de los otros dos.
—No era necesario —respondió Sparhawk, al tiempo que se encogía de hombros—. Conozco lo bastante a Perraine como para suponer que habrá logrado convertirse en alguien indispensable para Arasham. Dentro de poco estará aquí y pondrá en su lugar al petulante discípulo predilecto del santo Arasham.
—¿No os arriesgáis demasiado, Sparhawk? —preguntó Sephrenia—. ¿Qué sucedería si Perraine no reconoce el nombre de Mahkra? Según creo, vos os encontrabais en Jiroch, y él ha permanecido en Dabour durante años.
—Quizá no recuerde el nombre que yo utilizaba en Rendor —contestó Sparhawk—, pero sin ningún asomo de dudas quedará alertado por el vuestro, pequeña madre. Es una contraseña muy antigua. Los pandion la usan desde hace tiempo.
—Me siento muy halagada —exclamó la mujer tras un parpadeo—, pero ¿por qué no me lo había dicho nadie?
Sparhawk se volvió hacia ella sorprendido.
—Todos pensábamos que ya lo sabíais.
Había transcurrido un cuarto de hora aproximadamente cuando Ulesim entró escoltando a un hombre delgado y taciturno ataviado con una túnica a rayas. Los modales del discípulo eran obsequiosos y su semblante reflejaba preocupación.
—Éste es el individuo al que os hacía referencia, honorable Mirrelek —informó servilmente.
—Ah, Mahkra —saludó Mirrelek, adelantándose para estrechar cálidamente la mano de Sparhawk—. Cuánto me alegra volver a veros. ¿En qué consiste ese problema que os ha detenido?
—Un ligero malentendido —respondió Sparhawk mientras realizaba una leve inclinación dirigida a su compañero pandion.
—Bien, ahora ya se ha solucionado. —Sir Perraine dirigió la mirada al discípulo predilecto—. ¿No es cierto, Ulesim?
—D… desde luego, honorable Mirrelek —tartamudeó Ulesim, con el rostro ostensiblemente pálido.
—¿Qué demonios os poseyeron para detener a mis amigos? —inquirió Perraine con tono suave, que, sin embargo, denotaba cierta aspereza.
—Yo… yo sólo trato de proteger al santo Arasham.
—¿Os ha solicitado él vuestra protección?
—Bueno, no constituyó una petición explícita.
—Comprendo. Os habéis comportado como un valiente, Ulesim. No obstante, no ignoráis qué piensa el santo Arasham de los que actúan independientemente, sin recibir instrucciones suyas. Muchos de ellos han sido decapitados por haber obrado libremente.
Ulesim comenzó a temblar violentamente.
—De todas formas, estoy convencido de que os perdonará cuando le relate este incidente. Un hombre de menor categoría hubiera sido enviado al patíbulo inmediatamente, pero vos sois su discípulo predilecto, ¿no es cierto? ¿Tenéis algo más que añadir, Ulesim?
El hombre sacudió mudamente la cabeza con el rostro mortalmente descolorido.
—Puesto que la situación se ha aclarado, mis amigos y yo partiremos ahora. ¿Venís, Mahkra? —Sir Perraine avanzó hacia la salida.
Mientras cruzaban el campamento de tiendas que se habían asentado a las afueras de Dabour, Perraine les expuso con detalle la catastrófica situación actual del mercado de reses. Las tiendas que contemplaban parecían haber sido instaladas al azar, sin ninguna distribución semejante a un trazado de calles. Bandadas de chiquillos desaliñados corrían y jugaban en la arena, mientras alicaídos perros se levantaban del lado sombreado de cada una de las tiendas junto a las que pasaban para ladrarles con indiferencia unas cuantas veces antes de volver a tenderse a siestear.
La morada de Perraine se situaba en un edificio cuadrado ubicado en el centro de un solar invadido de malas hierbas que se extendía más allá del campamento.
—Entrad —les indicó el caballero al llegar a la puerta—. Quiero que me expliquéis detenidamente todo lo relacionado con ese rebaño de vacas que está en camino.
El interior de la casa, compuesto de una única habitación, resultaba fresco y umbrío. A un lado se veían rudimentarios instrumentos de cocina, y al otro, una cama deshecha. Un buen número de cántaros porosos que pendían de las vigas del techo chorreaban gotas de agua que formaban pequeños charcos en el suelo. El centro de la estancia lo ocupaban una mesa y un par de bancos.
—Realmente no destaca por su lujo —se disculpó Perraine.
Sparhawk miró significativamente hacia la solitaria ventana de la parte trasera, pues no se hallaba cerrada totalmente.
—¿Podemos hablar sin peligro? —preguntó en voz baja.
—Oh, sí, Sparhawk —replicó Perraine con una carcajada—. En mis ratos libres me he entretenido en cultivar un espino fuera de la ventana. Os sorprendería comprobar su altura y las espinas tan largas que posee. Tenéis buen aspecto, amigo mío.
Perraine hablaba con una leve huella de acento extranjero. A diferencia de la mayoría de los pandion, de procedencia elenia, él provenía de un lugar perdido en las vastas llanuras de Eosia central. Desde siempre, Sparhawk le profesaba un gran aprecio.
—Observo que os habéis habituado a hablar, Perraine —puntualizó Sephrenia—. Antes, por lo general, permanecíais en silencio.
—Era debido a mi acento, pequeña madre —repuso con una sonrisa—. Temía que la gente se riera de mí. —Tomó las muñecas de la mujer y, tras besarle las palmas, le pidió su bendición.
—¿Os acordáis de Kurik? —indicó Sparhawk.
—Por supuesto —respondió Perraine—. Él me entrenó en el manejo de la lanza. Hola, Kurik. ¿Cómo está Aslade?
—Muy bien, sir Perraine —contestó Kurik—. Le diré que os habéis interesado por ella. ¿Qué diantre significaba la escena que habéis representado con Ulesim?
—Se trata de uno de los numerosos aduladores entrometidos que se han unido a Arasham.
—¿Es realmente discípulo suyo?
Perraine soltó un bufido.
—Dudo incluso de que Arasham conozca su nombre —explicó—. Aunque, en ciertos días, Arasham ni siquiera recuerda el suyo. Existen docenas de tipos como Ulesim. Se autodenominan discípulos y se dedican a importunar a las gentes honestas. Probablemente ahora se encuentra a varias millas de distancia, en rápida marcha hacia el desierto. Arasham se conduce rígidamente con las personas que propasan el discreto grado de autoridad que les otorga. ¿Por qué no tomamos asiento?
—¿Cómo habéis conseguido acumular tanto poder, Perraine? —inquirió Sephrenia—. Ulesim se comportaba como si vuestras palabras tuvieran un carácter regio.
—No me ha resultado difícil —respondió—. Arasham sólo tiene dos dientes en la boca, que, además, se encaran entre sí. En determinadas ocasiones le regalo un tierno ternero de leche como prueba de mi inexpresable fervor por su persona. Los ancianos prestan gran atención a las necesidades de su estómago, y, en consecuencia, Arasham me agradece profusamente estos detalles. Los discípulos, al percibir este trato favorable, me dispensan una cierta deferencia. Ahora contadme qué os ha traído a Dabour.
—Voren nos sugirió que acudiéramos a vos —le informó Sparhawk—. Necesitamos contactar con una persona de la ciudad y no deseamos levantar sospechas.
—Mi casa es vuestra —declaró irónicamente Perraine—, por muy humilde que sea. ¿Con quién deseáis encontraros?
—Con un médico llamado Tanjin —repuso Sephrenia, al tiempo que se quitaba el velo.
Perraine la miró con detenimiento.
—Ciertamente estáis demacrada, Sephrenia —apuntó—, pero ¿no podríais haber encontrado un médico en Jiroch?
—No deseo que me examine a mí, Perraine —lo disuadió—. Buscamos su opinión en relación a otra persona. ¿Conocéis al tal Tanjin?
—Es muy conocido aquí, en Dabour. Pese a que su consulta se halla en una rebotica del mercado central, su casa permanece bajo vigilancia. Corren rumores de que realiza prácticas mágicas en algunas ocasiones, y los fanáticos tratan de atraparlo en una de esas situaciones.
—Será preferible caminar hasta la plaza, ¿no os parece? —propuso Sparhawk.
Perraine asintió.
—Aguardaremos a la caída del sol —agregó Sparhawk—; así dispondremos de la oscuridad precisa en el caso de que nos sea necesaria.
—¿Queréis que os acompañe? —preguntó Perraine.
—Conviene que vayamos Sephrenia y yo solos —replicó Sparhawk—. Vos debéis permanecer en este lugar, nosotros no. Si Tanjin está considerado como una persona poco recomendable, visitarlo podría menoscabar vuestra reputación.
—Manteneos alejado de los callejones, Sparhawk —gruñó Kurik.
Sparhawk hizo una señal a Flauta y la pequeña se le acercó. El caballero le puso las manos sobre los hombros y la miró fijamente a la cara.
—Quiero que te quedes aquí con Kurik —le advirtió.
La niña lo observó gravemente y después torció impúdicamente la mirada.
—Escúchame bien, señorita —le ordenó—. Hablo en serio.
—Debéis pedírselo, Sparhawk —le aconsejó Sephrenia—. No intentéis imponérselo.
—Por favor, Flauta —imploró—. ¿Serás tan amable de quedarte aquí?
La pequeña sonrió dulcemente y, tras unir las manos, esbozó una reverencia.
—¿Veis lo fácil que resulta? —indicó Sephrenia.
—Ya que tenemos tiempo suficiente, os prepararé algo de comer —anunció Perraine mientras se ponía en pie.
—¿Sabéis que tenéis todas las botellas agujereadas, sir Perraine? —observó Kurik, a la vez que señalaba las vasijas prendidas de las vigas.
—Sí —respondió Perraine—. A pesar de que ensucian el suelo, ayudan a refrescar el ambiente. —Se acercó al hogar y, con ayuda de pedernal, eslabón y yesca, encendió una pequeña hoguera que alimentó con ramitas y retorcidos troncos de arbustos del desierto. A continuación, puso una olla al fuego, tomó una sartén y, tras verter aceite en ella, la depositó sobre las brasas. Cuando el aceite comenzó a humear, echó varios trozos de carne en el recipiente—. Siento no poder ofreceros más que cordero —se disculpó—. No esperaba ninguna visita. —Sazonó abundantemente la carne con especias para mitigar su aroma y luego llevó los platos a la mesa. Regresó junto a la chimenea y abrió una vasija de barro, de donde tomó una pizca de té que tiró en una taza. Después abocó en ella la olla de agua caliente—. Para vos, pequeña madre —declaró, presentándole la taza con un florido ademán.
—¡Qué detalle más encantador! —agradeció la mujer—. Sois muy gentil, Perraine.
—Mi vida está consagrada al servicio del prójimo —sentenció con grandilocuencia. Llevó higos frescos y una porción de queso a la mesa y, después, situó la humeante sartén en el centro.
—Os habéis equivocado de oficio, amigo mío —le comunicó Sparhawk.
—Hace mucho tiempo que aprendí a cocinar para mí. Podría pagar a un criado, pero no me fío de los desconocidos. —Se sentó—. Tened mucho cuidado ahí afuera, Sparhawk —le previno cuando se disponían a comer—. Los seguidores de Arasham tienen serrín en el cerebro y están obsesionados con la idea de atrapar a alguien que cometa alguna infracción, por insignificante que sea. Arasham predica todas las tardes, después de la caída del sol, y, de algún modo, siempre logra inventar una nueva prohibición.