—No está en poder de Wargun —lo disuadió Ulath.
—¿Qué queréis decir? Es el rey de Thalesia, ¿no?
—Esa corona se perdió hace quinientos años.
—¿Cabría alguna posibilidad de encontrarla?
—Supongo que no existe nada imposible —replicó el fornido thalesiano—. Sin embargo, la gente la ha buscado constantemente durante cinco siglos. ¿Disponemos de un tiempo tan dilatado?
—¿Cómo es exactamente el Bhelliom? —inquirió Tynian.
—Según las leyendas, un zafiro muy grande moldeado con la forma de una rosa. Se supone que está imbuida con la fuerza de los dioses troll.
—¿Es cierto?
—No lo sé. Nunca la he visto. Ya os he indicado que se perdió.
—Tienen que existir otros objetos —declaró Sephrenia—. El mundo en que vivimos está rodeado de magia. Supongo que en todas las épocas, desde el inicio de los tiempos, los dioses han ido realizando ciertas creaciones a las que han conferido el poder que necesitamos.
—¿Por qué no los imitamos? —preguntó Kalten—. Reunimos a un grupo de gente y hacemos que invoquen un hechizo sobre una joya, una piedra preciosa o un anillo.
—Ahora comprendo por qué no destacasteis nunca en el aprendizaje de los secretos —suspiró Sephrenia—. No entendéis siquiera los principios básicos. La magia procede de los dioses, no de los humanos. Ellos nos conceden el beneficio de ciertas capacidades si se las solicitamos de la manera adecuada, pero jamás nos permitirían invocar el tipo de fuerza que precisamos en este caso. El poder que poseen esos objetos forma parte de los propios dioses, y ellos no aceptarían perder sus cualidades de ninguna forma.
—Oh —exclamó el caballero—. No lo sabía.
—Sin embargo, os lo expliqué cuando teníais quince años.
—He debido de olvidarlo.
—Nuestra única posibilidad consiste en iniciar la búsqueda —propuso Vanion—. Enviaré informes a los demás preceptores, para que los caballeros de todas las órdenes nos ayuden.
—Yo mandaré mensajes a los estirios de las montañas —añadió Sephrenia—. Existen algunos fenómenos que sólo son conocidos por nuestra raza.
—¿Ocurrió algún incidente en Madel? —preguntó Sparhawk a Kalten.
—De escaso interés —repuso éste—. Vimos a Krager en algunas ocasiones, pero siempre a cierta distancia. Al acercarnos a donde se encontraba, siempre conseguía despistarnos. Es una comadreja tramposa.
—Su forma de escabullirse fue la que me hizo sospechar que lo utilizaban como cebo. ¿Tienes alguna idea de a qué se dedicaba?
—No. Nunca llegamos a aproximarnos lo suficiente. No obstante, supongo que tramaba algo, pues corría por todo Madel como un ratón en una casa donde se fabrican quesos.
—¿Adus desapareció?
—Talen y Berit lo vieron una vez cuando él y Krager abandonaban la ciudad.
—¿Hacia dónde se dirigían? —preguntó Sparhawk al chiquillo.
—Cabalgaban hacia Borrata —respondió Talen, encogiéndose de hombros—. Pero después quizá modificaron su rumbo.
—El más alto llevaba vendada la cabeza y un brazo en cabestrillo, sir Sparhawk —informó Berit.
—Parece que tus golpes fueron más rigurosos de lo que pensábamos, Sparhawk —dijo Kalten, riendo.
—Al menos ésa era mi intención —contestó sombríamente Sparhawk—. Uno de los principales objetivos de mi vida radica en limpiar el mundo de la presencia de Adus.
Se abrió la puerta para dar paso a Kurik, que acarreaba la caja de madera con las espadas de los caballeros fallecidos.
—¿Insistís en efectuar la transferencia, Vanion? —preguntó Sephrenia.
—No existe otra posibilidad —respondió éste—. Vos debéis recuperar vuestras fuerzas para poder trasladaros de un lugar a otro. Yo puedo realizar mi trabajo sentado o tumbado en la cama o, si fuera necesario, muerto.
Sephrenia movió casi imperceptiblemente los ojos. Miró durante un brevísimo instante a Flauta y la pequeña asintió gravemente con la cabeza. Sparhawk estaba seguro de que nadie más había advertido el intercambio de gestos, el cual, pese a desconocer el motivo, le produjo una gran inquietud.
—Tomad las espadas una a una —aconsejó Sephrenia a Vanion—. Su peso es considerable y necesitaréis tiempo para acostumbraros a él.
—He sostenido espadas anteriormente, Sephrenia.
—No como éstas. No me refería al peso del metal, sino a la carga que conllevan.
Tras abrir la caja, Sephrenia extrajo el arma de sir Parasim, el joven caballero que Adus había abatido en Arcium. A continuación la agarró por la hoja y, con serio semblante, tendió la empuñadura a Vanion.
Éste se puso en pie y la tomó.
—Corregidme si me equivoco —le indicó, antes de comenzar a salmodiar en estirio.
Sephrenia se unió a él, si bien su entonación delataba menos firmeza y la duda velaba sus ojos. El encantamiento alcanzó su punto culminante y Vanion se tambaleó al tiempo que su tez adquiría un tono mortecino.
—¡Dios! —exclamó jadeante, mientras intentaba no soltar la espada.
—¿Estáis bien, querido? —preguntó repentinamente Sephrenia, tras acercarse a él para tocarlo.
—Concededme un minuto para recobrar el aliento —pidió Vanion—. ¿Cómo podéis soportarlo, Sephrenia?
—Todos cumplimos el deber que se nos ha destinado —repuso—. Ya me encuentro mucho mejor, Vanion. No es preciso que carguéis con las otras dos espadas.
—Debo hacerlo. Dentro de poco tiempo vamos a perder a uno más de los doce caballeros, y su espectro os hará entrega de su arma. Me esforzaré para que os halléis libre cuando llegue ese momento. —Enderezó su apostura—. Bien —dijo inflexiblemente—, dadme la siguiente.
Sparhawk se sentía insólitamente fatigado aquella noche. Finalmente, los rigores de lo acontecido en Rendor parecían desatar sus consecuencias. Sin embargo, pese al cansancio que lo invadía, se revolvía espasmódicamente sobre el estrecho camastro de su austera habitación. La pálida luz de la luna llena atravesaba la angosta ventana y se proyectaba directamente sobre su rostro. Murmuró un agrio juramento y luego se cubrió la cabeza con la manta para protegerse los ojos del resplandor.
Permaneció adormilado al borde del sueño durante un espacio de tiempo que se le antojó varias horas; pero, por más que intentaba abandonarse al dulce sopor, no lo lograba. Resignado, apartó las mantas y se sentó.
Era primavera. El invierno le había parecido interminable, pero ¿qué había conseguido realmente? El transcurso de los meses había mitigado el hálito vital de Ehlana. ¿Se hallaba cercano el momento de liberarla de su túmulo de cristal? Bajo la gélida luz de la luna de medianoche, su mente se vio súbitamente asaltada por un pensamiento estremecedor. Tal vez los planes y las complicadas urdimbres de Annias y Martel fueron ideados con un solo objeto: demorarlo, mantenerlo ocupado con una actividad sin sentido el tiempo que le quedaba de vida a Ehlana. Desde su retorno a Cimmura, había corrido de un lugar a otro apremiado por el curso de los acontecimientos. Acaso las artimañas de sus enemigos no habían sido tramadas para ser ejecutadas, sino con el único propósito de retrasar sus pasos. Sentía que de algún modo lo utilizaban, y que el instigador de aquellas acciones se regodeaba enormemente al contemplar su rabia y su frustración, y se divertía con aquel juego cruel. Volvió a recostarse para reflexionar sobre tal posibilidad.
Una repentina gelidez lo hizo despertar; el frío parecía penetrar hasta sus huesos. Incluso antes de abrir los ojos sabía que había alguien más en la estancia.
Al pie de la cama se erguía una figura vestida con armadura; sobre el negro acero esmaltado refulgían los rayos de la luna. El conocido hedor de osario llenó el recinto.
—Despertad, sir Sparhawk —ordenó el aparecido, con un tono paralizadoramente inexpresivo—. Deseo hablar con vos.
Sparhawk se incorporó de un salto.
—Estoy despierto, hermano —repuso. El espectro se levantó la visera y mostró un semblante conocido por Sparhawk—. Me apena veros en estas circunstancias, sir Tanis —agregó.
—Todos los hombres perecen —canturreó el fantasma—, y mi muerte sirve a un noble fin. Únicamente ese pensamiento me aporta consuelo en la morada de los muertos. Prestad atención, Sparhawk, pues el tiempo que os acompañaré será breve. Os traigo instrucciones. Mi condición de mensajero es la causa inmediata de mi fallecimiento.
—Os escucho, Tanis —le prometió Sparhawk.
—Acudid esta misma noche a la cripta que se halla bajo la catedral de Cimmura. Allí encontraréis otra alma en pena que os expondrá con más detalle el curso que deben tomar vuestros actos.
—¿A qué espectro os referís?
—Lo reconoceréis, Sparhawk.
—Obraré según vuestro consejo, hermano.
El fantasma desenvainó la espada.
—Debo dejaros, Sparhawk —anunció—. He de hacer entrega de mi espada antes de regresar al eterno silencio.
—Lo sé —dijo Sparhawk con un suspiro.
—Adiós, hermano —concluyó el espectro—. Tenedme presente en vuestras plegarias. —La silueta revestida con la armadura se giró y salió silenciosamente de la habitación.
Las torres de la catedral de Cimmura se alzaban en el cielo estrellado, y la pálida luna, que se cernía a poniente, bañaba las calles de luz plateada y negras sombras.
Sparhawk se aproximó sigilosamente a una angosta travesía y se detuvo ante la impenetrable oscuridad que rodeaba la boca. Se hallaba justo a una calle de la entrada principal de la catedral. Bajo su capa de viaje llevaba la cota de malla y la espada de hoja ancha prendida a su cintura.
Experimentó una curiosa indiferencia al percibir al otro lado de la vía a un par de soldados eclesiásticos que montaban guardia en la puerta del templo. Las túnicas rojas aparecían descoloridas por el blanquecino fulgor. Los centinelas se recostaban con desgana sobre las piedras de los muros de la catedral.
Sparhawk consideró la situación. La puerta custodiada constituía el único acceso a la cripta, puesto que, sin duda, las demás estarían cerradas con llave. No obstante, la tradición, que contradecía en este caso la normativa de la Iglesia, prohibía que se cerrasen las puertas principales de los templos.
Los soldados debían de hallarse amodorrados y ajenos a cualquier sospecha. La calle no era ancha. Seguramente una veloz carrera solventaría el inconveniente de su presencia. Sparhawk tensó los músculos mientras se disponía a desenvainar la espada, mas de repente se contuvo. Presintió que no era ésta la manera correcta de franquearse el paso. No lo detenía el temor, sino la certeza de que no debía acudir a aquella cita con las manos manchadas de sangre. Después pensó que, además, dos cadáveres tendidos sobre las escaleras de la catedral anunciarían notoriamente que alguien se había tomado grandes molestias para penetrar en el recinto sagrado.
Sólo precisaba un minuto para poder cruzar la calle y deslizarse por la puerta. Reflexionó un instante. ¿Qué suceso provocaría más fácilmente que los soldados abandonasen su puesto? Consideró media docena de posibilidades antes de hallar finalmente la más conveniente. Su rostro se iluminó con una sonrisa mientras maduraba la idea. Repasó mentalmente el hechizo para asegurarse de que no había olvidado las palabras y después comenzó a murmurar quedamente en estirio.
El encantamiento era bastante largo y contenía un buen número de detalles que quería plasmar de manera exacta. Una vez finalizado, levantó la mano y lo liberó.
Al final de la calle se materializó la silueta de una mujer. Llevaba una capa de terciopelo y una rubia cabellera al descubierto le cubría los hombros. Su rostro era de una belleza increíble. Caminó resueltamente hacia las puertas de la catedral con una gracia seductora y, al llegar a las escaleras, se detuvo para observar a los dos soldados, que se habían despertado totalmente. No dijo nada. Las palabras hubieran complicado innecesariamente el hechizo, y aquella mujer no necesitaba utilizar el arma de la conversación. Lentamente, deshizo el nudo de su capa, la apartó y mostró su cuerpo desnudo.
Sparhawk oyó claramente la acelerada respiración de los dos guardias.
Después, con miradas incitadoras dirigidas por encima del hombro, la muchacha comenzó a alejarse por la calle, seguida por la atenta mirada de los soldados. A continuación, éstos, tras consultarse con la vista, atisbaron los alrededores para cerciorarse de que no los espiaba nadie. Apoyaron las picas contra la pared y bajaron velozmente las escaleras.
La mujer, que se había detenido bajo el resplandor de la antorcha de la esquina, les hizo nuevamente señas y luego se perdió entre las sombras al tomar una calleja lateral.
Los guardias corrieron tras ella.
Sparhawk salió de su escondrijo en la boca del callejón antes de que el par de incautos hubiera doblado la esquina. En pocos segundos atravesó la calle, subió los escalones de dos en dos, tomó la pesada mano de una de las grandes puertas arqueadas y tiró de ella para penetrar en el templo. Sonrió levemente para sí mientras se preguntaba durante cuánto tiempo buscarían los soldados la aparición, ya desvanecida, que él había creado.
El interior de la catedral, húmedo y frío, estaba impregnado de olor a incienso y cera quemada. Dos solitarios cirios, vacilantes a causa de la breve ráfaga de aire nocturno que había seguido a Sparhawk hasta la nave, ardían a ambos lados del altar. Su luz apenas representaba más que dos temblorosas puntas de alfiler que se reflejaban tenuemente en las gemas y el oro que ornaban el ara.
Sparhawk avanzó silenciosamente por la nave central, con los hombros tensos y la mirada alerta. Pese a lo avanzado de la hora, cabía la posibilidad de que uno de los numerosos eclesiásticos que vivían dentro de los confines de la catedral estuviera despierto y rondara por el recinto. Sparhawk prefería mantener su visita en secreto, para evitar encuentros que sembrarían la alarma.
Se arrodilló mecánicamente ante el altar y, después de incorporarse, se encaminó al oscuro corredor cercado de celosías que conducía al presbiterio.
Más adelante se advertía un resplandor de luz tenue pero constante. Sparhawk se movió con sigilo, sin despegarse de la pared. Ante él se abría un dintel arqueado del que pendían unos cortinajes púrpura, que separó cuidadosamente con un dedo para observar.
El primado Annias, ataviado con un austero hábito de monje en lugar de sus habituales ropajes de satén, se arrodillaba delante de un pequeño altar de piedra ubicado en el interior del santuario. Sus demacradas facciones se hallaban distorsionadas por la angustia de la autodegradación y sus manos se estrechaban entre sí con tal ímpetu como si quisiera arrancarse los dedos. Las lágrimas corrían abundantemente por su rostro y su respiración se percibía áspera y alterada.