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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (10 page)

El jueves siguiente, a la una del mediodía, subí al avión que debía llevarme al destierro. Sólo Margherita pudo venir a despedirme. Me dio dos besos muy tristes y me rogó encarecidamente que no me resistiese a la voluntad de Dios, que intentara adaptarme con alegría a esta nueva situación y que luchara contra mi fuerte temperamento. Fue el vuelo más triste y angustioso que había hecho en toda mi vida. No quise ver la película ni probar bocado de la comida de plástico que me pusieron delante, y mi única obsesión era componer laboriosamente las frases que debería decirle a mi hermana Lucia cuando la llamara y las que debería decir a mi familia cuando fuera capaz de hablar con ellos.

Casi dos horas y media después —las cinco de la tarde en Irlanda—, tomamos tierra, por fin, en el aeropuerto de Dublín y los pasajeros, cansados y nerviosos, entramos en tropel en la terminal internacional para recoger nuestros equipajes de las cintas transportadoras. Sujeté con fuerza mi enorme maleta, di un hondo suspiro y me encaminé hacia la salida, buscando con la mirada a las hermanas que debían haber acudido a recogerme.

En aquel país pasaría, seguramente, los próximos veinte o treinta años de mi vida y, quizá, me decía sin convicción, con un poco de suerte conseguiría adaptarme y ser feliz. Estos eran mis estúpidos pensamientos y, al oírme, sabía que mentía, que me engañaba a mí misma: aquel país era mi tumba, el final de mis ambiciones profesionales, la puerta de salida de mis proyectos e investigaciones. ¿Para qué había estudiado tanto? ¿Para qué me había esforzado durante años y años consiguiendo un título tras otro, un premio tras otro, un doctorado tras otro, si ahora todo eso no iba a servirme para nada en aquel miserable pueblo de la provincia de Connaught en el que me iban a enterrar? Miré con aprensión todo cuanto me rodeaba, preguntándome cuánto tiempo podría soportar aquella deshonrosa situación, y recordé, con negro pesar, que no debía hacer esperar más a las hermanas irlandesas.

Pero, para mi sorpresa, allí no había ninguna religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María. En su lugar, un par de jóvenes sacerdotes vestidos a la antigua, con alzacuellos, sotana y gabardina negra, se apresuraron a hacerse cargo de mi equipaje mientras me preguntaban, por supuesto en inglés, si yo era la hermana Ottavia Salina. Cuando respondí afirmativamente, se miraron con alivio, pusieron mi maleta en un carrito y, mientras uno lo embestía con los brazos extendidos, como si le fuera la vida en ello, el otro me explicaba que debía embarcar en un vuelo de regreso a Roma que salía dentro de una hora.

Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, pero ellos aún sabían menos. Durante los minutos que pasé a su lado, antes de entregar la tarjeta de embarque que me habían dado, me explicaron que eran secretarios del Obispado y que les habían enviado al aeropuerto para recogerme de un avión y meterme en otro. La orden la había dado directamente el señor obispo, que se encontraba de viaje por la diócesis y que había llamado desde su teléfono móvil.

Y eso fue todo lo que vi de la República de Irlanda: su terminal de vuelos internacionales. A las ocho de la tarde aterrizaba de nuevo en Fiumicino (¡me había pasado el día volando de un sitio a otro, como los pájaros!) y, para mi sorpresa, un par de azafatas me escoltaron hasta la zona VIPs, donde, en una sala privada, sentado en un cómodo silloncito, me esperaba el Cardenal Vicario de Roma, Su Eminencia Carlo Colli, presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, quien, levantándose, me tendió la mano con cierta turbación.

—Eminencia… —dije a modo de saludo mientras hacía la genuflexión y le besaba el anillo.

—Hermana Salina… —balbució azorado—. Hermana Salina… ¡No sabe cuánto lamentamos lo sucedido!

—Eminencia, como supondrá, no tengo la menor idea de lo que me está hablando.

Se refería, por supuesto, al maltrato del que me habían hecho objeto tanto el Vaticano como mi Orden durante los últimos ocho días, pero no estaba dispuesta a ceder fácilmente, así que le di a entender que temía que hubiera ocurrido alguna desgracia por la cual me habían hecho regresar de aquella manera.

—¿Algún miembro de mi familia…? —insinué con cara de infinita preocupación.

—¡No, no! ¡Oh, no, no! ¡Dios bendito! ¡Su familia se encuentra perfectamente!

—¿Entonces, Eminencia?

El Cardenal Vicario de Roma sudaba profusamente a pesar del aire acondicionado de la sala.

—Acompáñeme a la Ciudad, por favor. Monseñor Tournier le explicará.

Salimos directamente de la salita a la calle por una puertecilla y allí, justo delante de nosotros, nos esperaba una de esas limusinas de color negro y matrícula SCV
(Stato della Città del Vaticano)
que poseen todos los cardenales para su uso personal, y a las que los romanos, que son gentes muy socarronas, han cambiado el significado por
Si Cristo lo viese

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Algo muy grave debía haber ocurrido, me dije entrando en el vehículo y tomando asiento junto al Cardenal, no sólo porque me habían tenido todo el día cruzando el cielo europeo de un lado a otro, sino porque habían enviado al mismísimo Presidente de la Conferencia Episcopal Italiana a recogerme al aeropuerto (como si para recoger a la sirvienta se presentara el señor conde en persona). Aquello sonaba muy raro.

La limusina cruzó orgullosamente las vías de Roma, abarrotadas de turistas incluso a esas frías horas de la noche, y entró en la Ciudad del Vaticano por la Piazza del Sant’Uffizio, por la llamada Porta Petriano, justo a la izquierda de la plaza de San Pedro, mucho más discreta y desconocida que la Porta Santa Anna. Una vez que los guardias suizos, con sus llamativos uniformes de colores, nos franquearon el paso, ascendimos por las avenidas dejando a nuestra izquierda el Palacio del Santo Oficio y la Cámara de Audiencias, y luego, dando un rodeo, dejamos a la derecha la enorme Sacristía de San Pedro —que, por sus dimensiones, bien podía tratarse de otra basílica más— para desembocar en la espaciosa Piazza di Santa Marta, cuyos jardines y fuentes bordeamos hasta detenernos frente a la puerta principal de la flamante Domus Sanctae Martae.

La Domus Sanctae Martae (llamada así en honor de Santa Marta, la hermana de Lázaro, que alojó a Jesús en su humilde casa de Betania), era un espléndido palacio cuya reciente construcción había costado más de 35.000 millones de liras
[5]
y que se había erigido con el doble propósito de, por un lado, ofrecer un cómodo alojamiento a los cardenales durante el próximo Cónclave y, por otro, servir de hotel de lujo para los visitantes ilustres, los prelados o cualquiera que estuviera en disposición de pagar sus elevadísimas tarifas. O sea, exactamente lo mismo que la humilde casa de Santa Marta.

Al entrar en el recibidor, brillantemente iluminado y decorado con gran suntuosidad, Su Eminencia y yo fuimos recibidos por un anciano portero que nos escoltó hasta la recepción. En cuanto el gerente reconoció al Cardenal, salió de detrás de su elegante mostrador de mármol y nos acompañó, muy solicito, a través del ancho vestíbulo en dirección a unas impresionantes escalinatas curvilíneas que descendían hasta un bar con varias salas. Vislumbré una biblioteca a través de unas puertas abiertas y, en un rincón, la zona de las oficinas administrativas de la Domus. Al otro lado, en penumbra, un salón de congresos de gigantescas dimensiones.

El gerente, siempre un paso por delante de nosotros pero con el cuerpo contorsionado ligeramente hacia atrás para señalar la preeminencia del Cardenal, nos condujo hasta un recinto, dentro del mismo bar, en el que se veían varios reservados. Con gesto respetuoso, llamó a la puerta del primero de ellos, la entreabrió para indicarnos que ya podíamos pasar y, acto seguido, consumó una distinguida reverencia y desapareció.

Dentro del reservado —una especie de sala de reuniones con una pequeña mesa oval acordonada por negros y modernos sillones de respaldo alto—, nos esperaban tres personas: presidiendo la reunión, Monseñor Tournier, sentado en uno de los extremos y con cara de pocos amigos; a su derecha, el capitán Glauser-Röist, igual de pétreo que siempre pero con un aspecto diferente, extraño, que me llevó a examinarlo con mayor atención y a sorprenderme enormemente al reparar en que, como si hubiera estado una semana tomando el sol en alguna playa turística de la costa adriática, exhibía un hermoso bronceado (con partes tirando a rojo-cangrejo) que permitía diferenciar, por fin, las zonas de pelo de las zonas de piel; y, por último, un individuo desconocido, a la derecha de Glauser-Röist, que mantenía la cabeza baja y las manos fuertemente entrelazadas como si estuviera muy nervioso.

Monseñor Tournier y Glauser-Röist se pusieron en pie para recibirnos. Me fijé en las alineadas fotografías que colgaban sobre las paredes color crema: todos los pontífices de este siglo, con sus sotanas y solideos blancos, exhibiendo afables y paternales sonrisas. Hice una genuflexión ante Tournier y luego me encaré con el soldadito de juguete:

—Volvemos a encontrarnos, capitán. ¿Debo agradecerle este interesante vuelo de ida y vuelta a Dublín?

Glauser-Röist sonrió y, por primera vez desde que nos conocíamos, se atrevió a tocarme, sujetándome por el codo y acercándome hasta el asiento donde permanecía inmóvil el desconocido, que se llevó un susto de muerte al vernos avanzar directamente hacia él.

—Doctora, permítame presentarle al profesor Farag Boswell. Profesor… —este se puso de pie tan rápidamente que un bolsillo de la chaqueta se le enganchó en el reposabrazos del sillón y sufrió una brusca frenada en su intento de levantarse. Luchó a brazo partido con el bolsillo hasta que consiguió liberarlo y, sólo después de ajustarse sobre la nariz las menudas gafitas redondas que llevaba, fue capaz de mirarme directamente a los ojos y sonreír con timidez—. Profesor Boswell, le presento a la doctora Ottavia Salina, religiosa de la Orden de la Venturosa Virgen María, de quién ya le he hablado.

El profesor Boswell me tendió una mano temerosa que yo estreché sin demasiado convencimiento. Era un hombre muy atractivo, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, casi tan alto como la Roca y vestido de manera informal (polo azul, chaqueta deportiva, pantalones beige anchos, muy arrugados, y un par de botas de campo sucias y gastadas). Parpadeaba nerviosamente mientras trataba de evitar que su mirada huyera despavorida de la mía, cosa que hacía de continuo. Era un tipo curioso aquel profesor Boswell: tenía la piel morena de los árabes y sus rasgos eran un perfecto compendio de morfología judía, sin embargo, su pelo, que le caía suave y suelto a ambos lados de la cabeza, era de un castaño muy claro, casi rubio, y sus ojos eran completamente azules, de un precioso azul turquesa como los de ese actor de cine que hizo aquella película… ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo, pero todos se mataban por la gasolina y viajaban en extraños vehículos. Bueno, el caso es que aquel asombroso profesor Boswell me gustó casi desde el primer momento. Quizá fuera su torpeza (tropezaba con las rayas del suelo aunque no las hubiera) o su timidez (perdía por completo la voz cuando tenía que hablar), pero sentí por él una súbita oleada de simpatía que me sorprendió.

Tomamos asiento alrededor de la mesa, aunque ahora el Arzobispo Secretario cedió la presidencia al cardenal Colli. Frente a mí, Glauser-Röist y el profesor Boswell, y a mi lado, el siempre agradable Monseñor Tournier. Aunque me moría de ganas por saber qué era lo que estaba pasando, decidí que mi actitud debía ser de aparente indiferencia. A fin de cuentas, si estaba allí era porque me necesitaban de nuevo y me habían hecho demasiado daño durante la última semana como para que me rebajara a pedir explicaciones. Por cierto, hablando de explicaciones, ¿sabrían en mi Orden por dónde andaba (o volaba) yo a esas horas…? Recordé que las hermanas irlandesas no habían ido al aeropuerto a buscarme, de modo que debían saberlo, así que dejé de preocuparme.

El primero en tomar la palabra fue el capitán:

—Verá, doctora —comenzó, con su voz de barítono germano—, los acontecimientos han dado un giro insospechado.

Y, diciendo esto, se inclinó hacia el suelo, recogió su cartera de piel, la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior un bulto, del tamaño de una tarta de cumpleaños, envuelto en un lienzo blanco. Si yo esperaba unas disculpas o algún otro tipo de acto de conciliación, desde luego que ya estaba servida. Todos los presentes miraron el paquete como si fuera la joya más preciada del mundo y la siguieron con los ojos mientras se deslizaba suavemente sobre la mesa empujada por las manos del capitán. Ahora estaba justo frente a mí y yo no sabía muy bien qué debía hacer con aquello. Creo que, salvo yo, nadie más respiraba.

—Puede abrirlo —me invitó, tentadoramente, Glauser-Röist.

Por mi cabeza pasaron muchos pensamientos en aquel momento, todos a una velocidad vertiginosa y sin mucha coherencia, pero si de algo estaba segura era de que, si abría aquel envoltorio, volvería a convertirme en un vulgar instrumento de usar y tirar. Me habían hecho volver a Roma porque me necesitaban, pero yo ya no quería colaborar.

—No, gracias —objeté, empujando de nuevo el paquete hacia Glauser-Röist—. No tengo el menor interés.

La Roca se echó hacia atrás en el asiento y se ajustó el cuello de la chaqueta con un gesto duro. Luego, me lanzó una larga mirada de reconvención.

—Todo ha cambiado, doctora. Debe confiar en mí.

—¿Y sería usted tan amable de decirme por qué? Si no recuerdo mal (y tengo una memoria muy buena) la última vez que le vi, hace exactamente ocho días, salía usted de mi laboratorio dando un portazo y, al día siguiente, por casualidad supongo, me despidieron del trabajo.

—Deja que yo se lo explique, Kaspar —atajó de repente Monseñor Tournier, que levantó incluso una mano admonitoria en dirección a la Roca mientras giraba su asiento hacia mí. Había un tono melodramático en su voz, de falsa contrición—. Lo que el capitán no quería revelarle es que… fui yo el responsable de su despido. Si, ya sé que es duro de oír… —en efecto, pensé, el mundo no está preparado para escuchar que Monseñor Tournier ha hecho algo incorrecto—. El capitán Glauser-Röist había recibido unas órdenes muy estrictas… mías, debo añadir, y, cuando usted le confesó que conocía todos los detalles de la investigación, él se vio en la obligación de… ¿cómo lo diría?, de informarme, sí, aunque debe saber que se mostró enérgicamente contrario a su… despido. Hoy he venido para decirle cuánto lamento la equivocada actitud que la Iglesia adoptó contra usted. Fue, sin duda…, un error deplorable.

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