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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (12 page)

—Esto le gustará, doctora —apuntó Glauser-Röist con una de sus extrañas sonrisas—: el profesor Boswell es biznieto del doctor Kenneth Boswell, uno de los arqueólogos que descubrieron la ciudad bizantina de Oxirrinco.

¡Oxirrinco! Si aquel dato ya resultaba sumamente interesante, lo mejor de todo era ver a Glauser-Röist en aquel nuevo papel de amigo-paladín del egipcio.

—¿Es eso cierto, profesor? —le pregunté.

—Así es, doctora —me confirmó Boswell con una tímida inclinación de cabeza—. Mi bisabuelo descubrió Oxirrinco.

Oxirrinco, una de las capitales más importantes del Egipto bizantino, perdida durante siglos y comida por las arenas del desierto, había vuelto a la vida en 1895, gracias a los arqueólogos ingleses Bernard Grenfell, Arthur Hunt y Kenneth Boswell, y, hasta la fecha, se había revelado como el yacimiento más importante de papiros bizantinos y como una auténtica biblioteca de obras perdidas de autores clásicos.

—Y naturalmente, usted también es arqueólogo —afirmó Monseñor Tournier.

—En efecto. Trabajo… —se detuvo un momento, frunció la frente y se corrigió—, trabajaba en el Museo Grecorromano de Alejandría.

—¿Ya no trabaja usted allí? —quise saber, extrañada.

—Ha llegado el momento de contarle una nueva historia, doctora —anunció Glauser-Röist. Y volvió a inclinarse hacia su cartera de piel, que descansaba en el suelo, y a sacar el envoltorio de lienzo blanco lleno de arena del Sinaí. Pero esta vez no me lo entregó; lo apoyó cuidadosamente sobre la mesa y, sujetándolo con ambas manos, lo contempló con un intenso destello metálico en sus ojos grises—. Al día siguiente de abandonar su laboratorio, y después de entrevistarme con Monseñor Tournier, como ya sabe, cogí un avión con destino a El Cairo. En el aeropuerto estaba esperándome el profesor Boswell, aquí presente, comisionado por la Iglesia Copto-Católica para servirme de intérprete y guía.

—Su Beatitud Stephanos II Ghattas —le interrumpió Boswell, colocándose nerviosamente las gafas en su sitio—, Patriarca de nuestra Iglesia, me pidió personalmente el favor. Me dijo que hiciera todo cuanto estuviera en mis manos para ayudar al capitán.

—En realidad, la ayuda del profesor ha sido inestimable —añadió el capitán—. Hoy no tendríamos…
esto
—y señaló el paquete con el mentón— si no fuera por él. Cuando me recogió en el aeropuerto, Boswell conocía aproximadamente la tarea que yo tenía que realizar y puso todos sus conocimientos, sus recursos y sus contactos a mi disposición.

—Me gustaría tomar otro café —interrumpió en aquel momento el cardenal Colli—. ¿Quieren ustedes también?

Monseñor Tournier miró rápidamente su reloj de pulsera e hizo un gesto afirmativo. Glauser-Röist volvió a ponerse en pie y a salir del reservado, pero, aunque tardó unos minutos más de lo que, para mí, resultaba soportable con aquella compañía, volvió con una enorme bandeja llena de tazas y una gran cafetera en el centro. Mientras nos servíamos, el capitán continuó hablando.

Entrar en Santa Catalina del Sinaí no había resultado una tarea sencilla, nos explicó Glauser-Röist. Para los turistas existe un horario limitado de visitas y un recorrido más limitado aún del recinto monástico. Dado que ellos no sabían qué era lo que debían buscar, ni cómo buscarlo, necesitaban amplia libertad de movimientos y de tiempo. El profesor, por tanto, había elaborado un arriesgado plan, que, sin embargo, funcionó a la perfección:

Aunque, en 1782, el monasterio ortodoxo de Santa Catalina del Sinaí se había independizado del Patriarcado de Jerusalén por remotas y confusas razones (convirtiéndose en Iglesia autocéfala, la llamada Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí), el Patriarcado seguía conservando cierto ascendiente sobre el monasterio y sobre su cabeza visible, el abad y arzobispo de dicha Iglesia. Pues bien, conociendo esta influencia, Su Beatitud Stephanos II Ghattas había pedido al Patriarca de Jerusalén, Diodoros I, que emitiese cartas de presentación para el capitán Glauser-Röist y el profesor Boswell, de manera que el recinto les abriese completamente sus puertas. ¿Por qué debía Santa Catalina acatar la petición del Patriarcado de Jerusalén? Muy sencillo, porque, de los dos visitantes, uno, el extranjero europeo, era un importante filántropo alemán interesado en donar varios millones de marcos al monasterio. De hecho, en 1997, desesperadamente necesitados de dinero, los monjes habían aceptado —por primera y única vez en su historia—, enseñar algunos de sus más valiosos tesoros en una magnífica exposición que tuvo lugar en el Museo Metropolitano de Nueva York. El propósito de aquella exposición había sido, no sólo conseguir el dinero que había pagado el propio museo por el evento, sino, además, captar inversores dispuestos a financiar la restauración de la antiquísima biblioteca y el extraordinario museo de iconos.

De modo que, con la intención de encontrar alguna pista que diese un nuevo impulso a la investigación, el capitán Glauser-Röist y el profesor Boswell se presentaron en las oficinas que la Iglesia Ortodoxa del Monte Sinaí tenía en El Cairo, y contaron sus mentiras con toda la sangre fría del mundo. Esa misma noche alquilaron un todoterreno preparado para cruzar el desierto y salieron hacia el monasterio. Les recibió el abad en persona, Su Beatitud el arzobispo Damianos, un hombre sumamente atento e inteligente, que les dio la bienvenida y les ofreció su hospitalidad durante todo el tiempo que quisieran. Esa misma tarde, comenzaron a inspeccionar la abadía.

—Vi las cruces, doctora —murmuró Glauser-Röist, claramente emocionado—. Las vi. Idénticas a las del cuerpo de nuestro etíope. Siete en total también, las mismas que reproducían las escarificaciones. Estaban allí, esperándome en el muro.

Y yo no las he visto, pensé. Yo no las he visto porque me dejaron fuera. Yo no he estado en el desierto egipcio, saltando sobre las dunas en un todoterreno, porque Monseñor Tournier valoró que la hermana Salina debía ser despedida por saber más de lo debido, porque desde el principio no le hizo gracia que una mujer se encargara del asunto.

—No debería, pero siento mucha envidia de usted, capitán —reconocí en voz alta, dando un largo sorbo de mi taza de café—. Me hubiera gustado ver esas cruces. Al fin y al cabo, son tan mías como suyas.

—Tiene razón —admitió el capitán—. A mí también me hubiera gustado que las viera.

—De todos modos, hermana —añadió el profesor Boswell con su marcado acento árabe—, y aunque no le sirva de consuelo, usted… —parpadeó evasivamente y se subió las gafas hasta lo más alto de la nariz—, usted no hubiera podido hacer mucho en Santa Catalina. Los monjes no admiten con facilidad a las mujeres en el recinto. No es que lleguen al extremo de la comunidad del monte Athos, en Grecia, donde ya sabe que ni siquiera pueden entrar las hembras de los animales, pero tampoco creo que la hubieran dejado pernoctar en la abadía ni deambular libremente por el lugar, como afortunadamente pudimos hacer nosotros. Los monjes ortodoxos son muy parecidos a los musulmanes en lo que respecta a las mujeres.

—Eso es cierto —confirmó Glauser-Röist—. El profesor le está diciendo la verdad.

No me sorprendió. Por norma, todas las religiones del mundo discriminaban a las mujeres, bien situándolas en un incomprensible segundo plano o bien legitimando que pudieran ser maltratadas y vejadas. Era algo realmente lamentable a lo que nadie parecía querer encontrar una solución.

El monasterio ortodoxo de Santa Catalina estaba emplazado en el corazón de un valle llamado Wadi ed-Deir, al pie de una estribación del monte Sinaí y era uno de los lugares más hermosos creados por la naturaleza con la colaboración de la mano del hombre. Un perímetro rectangular, amurallado por Justiniano en el siglo
VI
, cobijaba tesoros inimaginables y una belleza sin fin que dejaba mudos de asombro a quienes traspasaban la puerta y eran admitidos en su interior. La aridez del desierto circundante y las yermas montañas de granito rojizo que lo protegían, preparaban muy mal a los peregrinos para lo que iban a encontrar en el monasterio: una impresionante basílica bizantina, numerosas capillas, un inmenso refectorio, la segunda biblioteca más importante del mundo, la primera colección de bellísimos iconos… y todo ello ornamentado con lámparas de oro, mosaicos, maderas labradas, mármoles, marquetería, plata sobredorada, piedras preciosas… Un festín irrepetible para los sentidos y una exaltación inigualable de la fe.

—Durante un par de días —contaba Glauser-Röist—, el profesor y yo nos recorrimos de arriba abajo el monasterio en busca de algo que tuviese relación con el etíope. La presencia de las siete cruces en el muro sudoeste estaba empezando a perder sentido para mí. Me preguntaba si no sería una ridícula casualidad y si no estaríamos avanzando en la dirección equivocada. Pero el tercer día… —su boca se ensanchó en una deslumbrante sonrisa y se giró para mirar al profesor, buscando su asentimiento—. El tercer día nos presentaron, por fin, al padre Sergio, el responsable de la biblioteca y del museo de iconos.

—Los monjes son muy precavidos —explicó el profesor, casi en un susurro—. Lo digo para que entiendan por qué nos hicieron esperar dos días para enseñarnos sus objetos más preciados. No se fían de nadie.

En aquel momento consulté mi reloj: eran las tres de la madrugada. Ya no podía con mi alma, ni siquiera después de dos tazas de café. Pero la Roca hizo como que no había visto ni mi gesto ni mi cara de agotamiento, y continuó, impertérrito:

—El padre Sergio vino a buscarnos alrededor de las siete de la tarde, después de la cena, y nos guió a través de las estrechas callejuelas del monasterio, iluminándonos con una vieja lámpara de aceite. Era un monje grueso y taciturno, que, en lugar de llevar el bonete negro como los demás, usaba un gorro de lana puntiagudo.

—Y se tironeaba de la barba continuamente —añadió el profesor, como si aquello le hubiera hecho mucha gracia.

—Cuando llegamos frente a la biblioteca, el padre sacó de entre los pliegues de su hábito una argolla de hierro cargada de llaves y empezó a abrir una cerradura detrás de otra hasta completar siete en total.

—Otra vez siete —dejé escapar yo, medio dormida, recordando las letras y las cruces de Abi-Ruj.

—Las puertas se abrieron con un fuerte chirrido y el interior estaba oscuro como la boca de un lobo, pero lo peor era el olor. No pueden imaginárselo… Nauseabundo.

—Olía a cuero podrido y a trapos viejos —aclaró Boswell.

—Avanzamos en penumbra entre las filas de estanterías llenas de manuscritos bizantinos, cuyas letras iluminadas con pan de oro chispeaban con la luz de la lámpara que llevaba el padre Sergio. Por fin, nos detuvimos frente a una vitrina. «Esta es la zona donde conservamos algunos de los códices más antiguos. Pueden mirar lo que quieran», nos dijo el monje. Yo pensé que estaba de broma: ¡pero si no se veía nada!

—Recuerdo que fue entonces cuando tropecé con algo y me golpeé con la esquina de una de aquellas viejas vitrinas —señaló el profesor.

—Sí, fue en ese momento.

—Y entonces le dije al padre Sergio que si querían que el invitado extranjero les entregara su dinero para la restauración de la biblioteca… —carraspeó esforzadamente y se colocó las gafas de nuevo en su sitio—, lo mínimo que podían hacer era enseñársela en buenas condiciones, con luz de día y sin tanta reserva, y entonces el padre Sergio me dijo que debían proteger los manuscritos porque ya les habían robado antes, y que apreciásemos que nos estaba enseñando lo más valioso del monasterio. Pero como yo seguí protestando, al final el monje se acercó hasta un rincón de la pared y pulsó un interruptor.

—Resulta que la biblioteca tiene una deslumbrante luz eléctrica —terminó de explicar el capitán—. Los monjes de Santa Catalina del Sinaí protegen sus manuscritos, sencillamente, enseñándolos sólo a quienes acuden con autorización previa del arzobispo, como era nuestro caso, y, además, mostrándolos en penumbra, para que nadie pueda hacerse una idea de lo que realmente guardan allí. Cuando acude algún estudioso que ha obtenido el permiso, le llevan a la biblioteca por la noche y le mantienen envuelto en sombras mientras consulta el manuscrito en el que estaba interesado. De ese modo, nunca llega a sospechar lo que ha tenido a su alrededor. Imagino que el robo del Codex Sinaiticus por parte de Tischendorff en 1844 dejó una huella dolorosa e imborrable en los monjes de Santa Catalina.

—La misma huella que dejará nuestro robo, capitán —murmuró Boswell con un rictus pesaroso.

—¿Han robado ustedes un manuscrito del monasterio? —pregunté alarmada, despertando bruscamente del dulce sopor en el que me acunaba.

El silencio más profundo respondió a mi pregunta. Les fui mirando uno a uno, confundida, pero las cuatro caras que me rodeaban se habían convertido en inexpresivas máscaras de cera.

—Capitán… —insistí—, contésteme, por favor. ¿Ha sido capaz de robar un manuscrito de Santa Catalina del Sinaí?

—Júzguelo usted misma —respondió fríamente, alargándome la tarta de cumpleaños cubierta por el lienzo blanco—, y dígame luego si no hubiera hecho lo mismo en mi lugar.

Perpleja y sin la menor capacidad de reacción, miré el envoltorio como si fuera una rata o una cucaracha. No pensaba volver a poner las manos encima de
aquello
.

—Ábralo —me ordenó súbitamente Monseñor Tournier.

Me volví hacia el cardenal Colli, buscando su protección, pero tenía la mirada perdida en algún punto bajo la mesa. El profesor Boswell se había quitado las gafas y las estaba limpiando con el faldón de su chaqueta.

—Hermana Salina —exigió de nuevo la voz impaciente de Monseñor Tournier—, le acabo de decir que abra ese paquete. ¿Es que no me ha oído?

No tenía más remedio que hacer lo que me decía. No era el momento para andarse con remilgos ni con problemas de conciencia. El lienzo blanco resultó ser una bolsa y, no bien hube aflojado las cintas que la cerraban, comencé a distinguir la esquina de un códice antiguo. No podía creer lo que estaba viendo… Conforme iba extrayendo el pesado volumen, mi turbación era mayor. Finalmente, sostuve entre las manos un grueso y sólido manuscrito bizantino, de primitiva factura cuadrada, con cubiertas de madera forradas de cuero repujado en el que podían verse, en relieve, las siete cruces de Santa Catalina (dos columnas de tres a cada lado de la cubierta y una más abajo, formando una fila con las cruces de los extremos inferiores), el Monograma de Constantino, en la parte superior central y, debajo, la palabra griega de siete letras que parecía ser la clave de todo aquel asunto:
ΣΤΑΥΡΟΣ (STAUROS)
,
Cruz
. Mirando aquello, con la mente vacía como una cáscara de huevo, me acometió un temblor de manos tan agudo que casi doy con el códice en el suelo del reservado. Intenté dominarme pero no pude. Supongo que, en buena medida, se debió al agotamiento terminal que padecía, pero Monseñor Tournier tuvo que arrebatarme el volumen para salvaguardar su integridad.

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