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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (11 page)

—De hecho, hermana Salina —terció el cardenal Colli en ese momento—, el capitán Glauser-Röist ha asumido totalmente la dirección de esta investigación, por decisión personal del Cardenal Secretario de Estado, Su Eminencia Reverendísima Angelo Sodano. Monseñor Tournier, si puedo decirlo así, ya no lleva las riendas del asunto.

—Y las dos primeras cosas que he pedido al asumir tal dirección —apostilló Glauser-Röist, enarcando las cejas con aire impaciente—, son su incorporación inmediata a la investigación, como miembro de mi equipo, y la renovación de su contrato con el Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana.

—¡Cierto! —confirmó el Cardenal Colli.

—Así que, doctora —terminó la Roca—, si está usted conforme con todo, ¡abra el maldito paquete de una vez!

Y propinándole un brusco empujón al envoltorio, este regreso patinando hasta mi lado de la mesa. Una exclamación de horror salió de la garganta del profesor Boswell.

—Lo siento, he perdido los nervios —se disculpó el capitán.

Sinceramente, estaba tan desconcertada que no sabía qué pensar. Puse las manos sobre el lienzo blanco del paquete y me quedé en suspenso, indecisa. Había recuperado mi trabajo en el Archivo Secreto, había dejado de ser una proscrita en el Vaticano y, además, era miembro de pleno derecho del equipo de investigación de Glauser-Röist en una misión que me había apasionado desde el primer momento. ¡Era más de lo que hubiera esperado aquella misma mañana cuando me levanté de la cama dispuesta a salir hacia el destierro! De repente, mientras sopesaba estas buenas noticias, un ligero cosquilleo en las palmas de las manos me llevó a frotármelas, inconscientemente, para quitar una molesta arenilla que se me había adherido a la piel. Sorprendida, miré los diminutos granitos blancos que caían como nieve sobre la oscura madera bruñida de la mesa.

Glauser-Röist los señaló con el dedo:

—No debería tratar así a la arena sagrada del Sinaí.

Le miré como si no le hubiera visto antes. Mi sorpresa y estupor no tenían límites.

—¿Del Sinaí? —repetí automáticamente, atando cabos a la velocidad del viento.

—Para ser más preciso, del monasterio de Santa Catalina del Sinaí.

—¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que usted ha estado en Santa Catalina del Sinaí? —le reproché, apuntándole con el índice de mi mano derecha. ¡Era increíble! Mientras yo pasaba la peor semana de mi vida, él había estado en un lugar que, por derecho, como paleógrafa, me correspondía visitar a mí. Pero la Roca pareció no apercibirse de mi enojo.

—En efecto, doctora —repuso, volviendo a su tono neutro habitual—. Al final, resultó imprescindible. Y como estoy seguro que tendrá muchas preguntas que hacerme, le aseguro que responderé a todo… —se detuvo en seco y giró la cabeza hacia el profesor Boswell, que empezó a menguar en el sillón—, responderemos a todo sin ocultarle ninguna información.

Estaba molesta, desde luego, pero no por ello dejaba de llamarme la atención la nueva actitud de Glauser-Röist hacia Monseñor Tournier y el cardenal Colli. Mientras que en la primera reunión que mantuvimos, aquella en la que también estuvieron presentes Sodano y Ramondino, el capitán se mantuvo en un discreto y disciplinado segundo plano —atento, únicamente, a las órdenes de Tournier—, en el momento presente parecía ignorarlos por completo, igual que si fueran sombras proyectadas contra una pared.

—Muy bien, muy bien… —repuse levantando los brazos en el aire y dejándolos caer pesadamente con un gesto de resignación—. Empiece por Abi-Ruj Iyasus y termine por este envoltorio lleno de arena del Sinaí.

Glauser-Röist elevó la mirada al techo y tomó aire antes de empezar.

—Bueno, veamos… El accidente de la Cessna-182 el pasado 15 de febrero en Grecia fue el verdadero comienzo de esta historia. A los pies del cadáver del ciudadano etíope Abi-Ruj Iyasus, los bomberos encontraron una valiosa caja de plata, muy antigua y decorada con esmaltes y gemas, que contenía unos extraños pedazos de madera sin valor aparente. Como la caja, en realidad, parecía un relicario, las autoridades civiles consultaron a la Iglesia Ortodoxa Griega, por si ellos podían ofrecer alguna explicación, y los ortodoxos se llevaron una sorpresa considerable al comprobar que uno de aquellos fragmentos de madera seca era, nada más y nada menos, que el famoso
Lignum Crucis
[6]
del Monasterio Docheiaríou, en el monte Athos. Rápidamente, dieron la voz de alarma al resto de los numerosos Patriarcados ortodoxos de Oriente y, al comprobar que, uno tras otro, todos los relicarios con fragmentos de la Verdadera Cruz estaban vacíos, decidieron ponerse en contacto con nosotros, los herejes católicos, dado que estamos en posesión de la mayoría de
Ligna Crucis
[7]
del mundo.

El capitán se arrellanó en el sillón, buscando una postura más cómoda, y continuó:

—Todo esto que le estoy contando se llevó a cabo en un tiempo ínfimo: apenas veinticuatro horas después del accidente, Su Eminencia Reverendísima el Secretario de Estado había sido informado por el Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia y había dado la orden de que, lo más discretamente posible, todas las iglesias católicas del orbe en posesión de
Ligna Crucis
comprobaran el estado de sus relicarios. El resultado fue de un sesenta y cinco por ciento de estuches vacíos, entre ellos, precisamente, los que contenían los fragmentos más importantes: el
Lignum
de Verona, los
Ligna
de Santa Croce in Gerusalemme y San Juan de Letrán, en Roma, los de Santo Toribio de Liébana y Caravaca de la Cruz, en España, el del monasterio cisterciense de La Boissiere y el de la Sainte-Chapelle, en Francia. Pero, y esto es muy significativo, también Latinoamérica había sido expoliada: se echaron en falta los importantes fragmentos de la Catedral Metropolitana de México y el de la Hermandad de Jesús Nazareno del Consuelo de Guatemala, entre otros.

Jamás he sentido la menor devoción por las reliquias. Nadie en mi familia era partidario de adorar exóticos pedazos de huesos, telas o maderas, ni siquiera mi madre, de gustos tridentinos en cuestiones de religión, y mucho menos Pierantonio, que vivía en Tierra Santa y era responsable del hallazgo, durante las excavaciones arqueológicas, de más de un cuerpo con olor de santidad. Pero aquella historia que me estaba narrando el capitán resultaba estremecedora. Muchos fieles depositan realmente su fe en esos objetos sagrados y bajo ningún concepto se les debe faltar al respeto por sus creencias. Además, aunque la propia Iglesia, con los años, hubiera ido abandonando estas prácticas tan dudosas, todavía existía dentro de ella una corriente muy proclive a la veneración de reliquias. Sin embargo, lo más sorprendente era que no se trataba del brazo momificado de santa como-se-llame, ni del cuerpo incorrupto de san lo-que-sea. Estábamos hablando de la Cruz de Cristo, de la supuesta madera sobre la cual el cuerpo del Salvador había sufrido tortura y muerte, y resultaba muy extraño que, aunque todos los
Ligna Crucis
del mundo pudieran calificarse
a priori
como falsificaciones o fraudes, aquellos pedazos de madera se hubieran convertido en el objetivo único de una pandilla de fanáticos.

—La segunda parte de esta historia, doctora —continuó Glauser-Röist, imperturbable— es el descubrimiento de las escarificaciones en el cuerpo de Iyasus. Mientras las autoridades griegas y etíopes comenzaban a investigan sin ningún éxito, la vida y milagros del sujeto, Su Santidad, a través del Secretario de Estado, y a petición de las Iglesias de Oriente (con menos medios para poner en marcha una investigación) decidió que nosotros deberíamos descubrir quién o quiénes estaban robando los
Ligna Crucis
y por qué. La orden del Papa fue, si no recuerdo mal, parar las sustracciones inmediatamente, recuperar las reliquias robadas, descubrir a los ladrones y, por supuesto, ponerlos en manos de la justicia. En cuanto la policía griega descubrió las extrañas cicatrices del etíope, se lo comunicó a Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, y este, pese a que las relaciones con Roma no son muy buenas, solicitó el envío de un agente especial para que estuviera presente en la autopsia. Ese agente fui yo y lo que viene después ya lo sabe usted misma de primera mano.

No había comido nada en todo el día y empezaba a sufrir una desagradable hipoglucemia. Debía ser tardísimo, pero no quise mirar el reloj para no sentirme todavía peor: me había levantado a las siete de la mañana, había cogido un avión que me había llevado hasta Irlanda, había vuelto a Roma por la noche y… Me sentía tan agotada que me dolía hasta el aliento.

Todavía quedaba mucha historia por contar, recordé viendo el envoltorio blanco delante de mí, pero, a pesar de mi curiosidad, si no comía algo pronto, iba a caer desfallecida sobre la mesa. Así que aproveché el repentino silencio del capitán para preguntar si podíamos hacer un pequeño descanso y tomar algo, porque me estaba mareando. Se produjo un murmullo unánime de aprobación —estaba claro que allí nadie había cenado—, de modo que Su Eminencia el cardenal Colli hizo un gesto al capitán y este, tras quitarme el paquete de las manos y guardarlo de nuevo en su cartera de piel, abandonó unos segundos el reservado, volviendo de inmediato con el encargado del restaurante.

Poco después, un ejército de camareros con chaqueta blanca entraba en la habitación empujando grandes carritos cargados con montones de comida. Su Eminencia bendijo los alimentos con una sencilla oración de agradecimiento, y todos, hasta el tímido profesor Boswell, nos lanzamos sobre los platos con verdadera ansia. Estaba tan hambrienta que, cuanto más ingería, menos saciada me encontraba. No perdí la compostura, pero comí como si no lo hubiera hecho en un mes. Supongo que también se debía a la falta de sueño y al cansancio. Al final, viendo la sonrisita mezquina de Monseñor Tournier, decidí parar, aunque, para entonces, ya me encontraba bastante recuperada.

Durante la cena, y hasta que terminamos el exquisito y humeante café exprés, Su Eminencia el cardenal Colli nos estuvo contando las grandes esperanzas que Su Santidad, Juan Pablo II, tenía puestas en la resolución de este complicado problema de los robos de las reliquias. Las relaciones con las Iglesias de Oriente eran peores de lo que cabría esperar después de tantos años de lucha por el ecumenismo y, si conseguíamos devolverles sus
Ligna Crucis
y acabar con los expolios, quizá el Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, Alejo II, y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Bartolomeos I —los dos líderes ortodoxos más representativos dentro de la pléyade de líderes e Iglesias Ortodoxas—, estuvieran dispuestos al diálogo y a la reconciliación. Al parecer, estos dos patriarcas cristianos estaban actualmente enfrentados entre sí por la repartición de las Iglesias ortodoxas de los países que pertenecían a la antigua Unión Soviética, pero ambos formaban una coalición inquebrantable frente la Iglesia de Roma por el tema de las reclamaciones de nuestros católicos de rito oriental, los uniatos, que reivindicaban bienes y propiedades incautados en su momento por el régimen comunista y que ahora se encontraban en manos ortodoxas. En fin, que en el fondo se trataba de un vulgar asunto de propiedades y poder. La estructura jerárquica de las Iglesias cristianas Ortodoxas —que, en teoría, al menos, no existía como tal—, era una tupida red formada por urdimbres históricas y tramas económicas: el Patriarcado de Moscú y de todas las Rusias, en manos de Su Santidad Alejo, cobijaba bajo sus alas a las Iglesias Ortodoxas independientes de los países del Este de Europa (Serbia, Bulgaria, Rumanía…) y el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, en manos de Su Divinísima Santidad Bartolomeos, a todas las demás (las de Grecia, Siria, Turquía, Palestina, Egipto… incluida la importantísima Iglesia Greco-Ortodoxa de América). Sin embargo, las fronteras no estaban tan claras como a primera vista podría parecer y existían monasterios y templos de ambas facciones tanto en uno como en otro ámbito de influencia. En cualquier caso, el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, a pesar de no tener ningún poder sobre ellos, «precedía en honor» a todos los demás patriarcas ortodoxos del mundo, incluido Alejo, pero este parecía ignorar totalmente esta antigua y milenaria tradición, preocupado tan sólo por impedir que las autoridades rusas permitieran la entrada de la Iglesia Católica en su feudo, cosa que, hasta el momento, estaba consiguiendo con bastante éxito.

En fin, un caos; pero nosotros debíamos colaborar al allanamiento de los pedregosos caminos que conducían a la unión de todos los cristianos resolviendo el asunto de los robos, ya que esto serviría de aceite y gasolina para el deteriorado motor del ecumenismo.

Durante las horas que llevábamos en aquel reservado, el profesor Boswell no había despegado los labios como no fuera para comer. Sin embargo, se notaba que estaba perfectamente atento a todo cuanto se iba diciendo pues, de vez en cuando, sin darse cuenta, hacía algún imperceptible gesto afirmativo o denegativo con la cabeza. Era el hombre más silencioso que había conocido en mi vida. Daba la sensación de que aquel entorno le venía grande, de que no estaba cómodo en absoluto.

—Bueno, bueno… profesor Boswell —dejó escapar en aquel momento Monseñor Tournier leyéndome el pensamiento—. Creo que ha llegado su turno. Por cierto, ¿habla mi idioma? ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¿Entiende algo de lo que se ha dicho aquí esta noche?

Observé que Glauser-Röist entrecerraba los ojos para mirar a Monseñor fijamente y que el profesor Boswell parpadeaba, aturdido, y carraspeaba, aclarándose la garganta en un desesperado intento por dominar la voz.

—Le entiendo perfectamente, Monseñor —balbució el profesor con un marcado acento árabe—. Mi madre era italiana.

—¡Ah, magnífico, magnífico! —exclamó Tournier, exhibiendo una amplia sonrisa.

—El profesor Farag Boswell, Monseñor —aclaró Glauser-Röist con una entonación cortante que no dejaba lugar a dudas—, además del árabe y el copto, domina perfectamente el griego, el turco, el latín, el hebreo, el italiano, el francés y el inglés.

—No tiene ningún mérito —se apresuró a explicar, tartamudeando, el profesor—. Mi abuelo paterno era judío, mi madre italiana y el resto de mi familia, incluido yo, por supuesto, somos coptos católicos.

—Pero su apellido es inglés, profesor —comenté extrañada, aunque enseguida recordé que Egipto había sido colonia inglesa durante mucho tiempo.

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