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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (31 page)

—Incluso aunque tenga usted razón en la afirmación que plantea, señor Pennock… —empezó a responder Dolby.

—La tengo —interrumpió Pennock con tono neutro—. Tiene que pagar diez mil, en oro o billetes de banco, o ustedes, cada uno de ustedes incluido su adorado patrón, se verán encerrados como rehenes antes de que su barco se aleje de la costa.

—Aunque yo aceptara el cinco por ciento como justa reclamación —dijo Dolby esforzándose por no parecer airado—, incluso en ese caso, ya he enviado los recibos de nuestras ventas a Inglaterra. El dinero ha sido ingresado en el banco. No podría pagarle aunque quisiera.

—Hay soluciones alternativas —Pennock hizo un gesto con la mano al hombre de la gorra de foca, que se acercó a ellos—. Señor Dolby, no es usted el único empresario teatral con el que tengo asuntos pendientes. Creo que el señor Dickens es un hombre al que le gustan las cosas en orden. Sugiero que envíe los pagos antes de las últimas lecturas en Nueva York o meterá al señor Dickens en un atolladero del que no podrá salir fácilmente y que hará que se arrepienta de haber puesto un pie en suelo americano. Buenas noches.

A la mañana siguiente, mientras Dickens disfrutaba en casa de los Fields de su habitual desayuno compuesto por una loncha de bacon y un huevo con té, Osgood le preguntó si había algo más que al novelista le gustaría ver de Boston y que hubieran pasado por alto. Cuando Osgood repitió la pregunta insistentemente, Dickens le dijo que sentía curiosidad por ver la localización del extraordinario asesinato de George Parkman en la facultad de Medicina. El doctor Oliver Wendell Holmes, que se había unido a ellos para desayunar y que hasta ese momento se había dedicado a aburrir a Dickens con su incesante charla, resultó que daba clases en ella y le ofreció de inmediato una expedición a dicho lugar.

—Ahora tenga cuidado, cuidado, señor Dickens… —le advirtió el doctor Holmes. Habían llegado al emplazamiento y se encontraban descendiendo a una cámara subterránea debajo de la facultad—. Hay que bajar otros dos escalones.

Los dos hombres alzaron los candiles. Alrededor de ellos, en la oscura cámara, estantes y brillantes frascos clínicos que contenían fragmentos anatómicos. Dickens levantó uno para observarlo a la luz.

—Trozos de cruda mortalidad —comentó—. ¡Como los cuarenta ladrones de Alí Babá después de morir escaldados!

—¡Todo esto es terriblemente morboso! —dijo Holmes mientras Dickens volvía a colocar el frasco en la estantería junto a los demás—. Nuestro señor Fields diría que esto no es un tema para después del desayuno. ¡Es terrible!

—¿No fue idea mía que me trajera aquí, doctor Holmes? No podía irme de Boston sin verlo.

—Tal vez fuera idea suya, señor Dickens —admitió Holmes—. Pero no debe culparse. Hacerlo nunca ha servido de nada. Mi Wendy, Wendell Junior, me miraría con desprecio por perder el tiempo en este tipo de «trivialidades» cuando se pueden dedicar todas las horas del día a la empecinada consecución del dólar.

Dickens rió.

—Considérese afortunado, mi querido doctor Holmes. ¡Hasta que Babbage no acabe su máquina calculadora será imposible sumar los billetes que me expolian mis hijos todos los días! Creo que ha caído sobre ellos la maldición de la desidia. Le aseguro que hay algunos días en que tengo los pelos de punta de tal manera que no puedo ni ponerme el sombrero. Usted tiene la bendición de no saber lo que es mirar alrededor de la mesa y ver en cada uno de los asientos que la rodean una expresión de inadaptación que recuerda espantosamente a la del propio padre. Bueno, éste es el punto, ¿no es verdad?

Holmes asintió.

—Estar en un lugar tan siniestro le produce a uno la sensación de que le corre por la espalda agua fría y caliente alternativamente.

Aquí mismo, ocultos a la vista de ojos ajenos, lo impensable… —dijo Holmes.

El doctor Holmes, poeta y profesor de la facultad de Medicina, degustaba la oportunidad de convertirse en narrador. Fue en el laboratorio subterráneo, contó Holmes, donde se cometió el crimen un gélido día de noviembre. Aquella tarde de 1849 George Parkman, un hombre alto y delgaducho, entró en las dependencias de la facultad de Medicina para visitar a John Webster, profesor de química y colega de Holmes. Aquélla fue la última vez que se vio a Parkman vivo.

El bedel de la facultad, Littlefield, se hallaba presente cuando Parkman entró en el edificio. Littlefield había oído cómo Parkman le susurraba severamente a Webster «Pues algo hay que hacer», como si hubiera habido algún tipo de discusión entre los dos hombres. Littlefield subió al laboratorio del doctor Holmes para ayudarle a limpiar después de una clase y no volvió a pensar en Parkman el resto de la tarde.

—Al cabo de varios días sin saber nada de él, la familia de Parkman estaba preocupada, como podrá usted imaginar, mi querido Dickens. Cuando se supo que éste había sido el último sitio donde se le había visto, el bedel Littlefield, un desconocido para la mayor parte de nuestra sociedad, se convirtió en objetivo de muchas miradas suspicaces, ¡incluida la mía!

Era un tranquilo miércoles, la semana de Acción de Gracias, cuando Littlefield descubrió que Webster estaba en su laboratorio con las puertas cerradas. El bedel, decidido a defender su buen nombre, tenía sus propias sospechas y se dedicó a espiar por la cerradura mientras el profesor iba de un lado a otro en frenética actividad. Cuando Littlefield pasó la mano por el muro de ladrillo casi soltó un grito. Estaba ardiendo.

El bedel esperó a que Webster se marchara esa noche. Luego hizo un agujero desde el sótano hasta la cámara en la que se encontraban Holmes y Dickens en aquel preciso instante. Cuando Littlefield se coló en la cámara, lo vio. Un cuerpo humano, o parte de él, colgado de un gancho. Horas más tarde la policía continuaba la búsqueda y encontraba en el horno los huesos calcinados de un cuerpo descuartizado.

—Desde entonces, nadie de la facultad ha vuelto a utilizar este laboratorio, a pesar de que estamos desesperadamente faltos de espacio y han pasado ya quince años o más desde que el cuerpo fue incinerado. Ya ve usted que la superstición cala hondo incluso entre los hombres de ciencia… No, especialmente entre los hombres de ciencia.

Dickens escuchó la historia del doctor atentamente.

—Y sin embargo, si hay un lugar en todo Boston que tiene toda la impunidad para estar repleto de huesos, ése es la facultad de Medicina —comentó.

—¡Eso alegó el abogado de la defensa! Aquí hay huesos y cuerpos por todas partes. Pero fueron los dientes postizos —dijo Holmes—. Eso fue lo que traicionó al pobre Webster. El dentista que se los había hecho a Parkman dijo que sería capaz de reconocerlos en cualquier parte. La mandíbula rota con los dientes postizos que se encontró en este horno dio el testimonio más irrefutable que se haya visto nunca en un tribunal.

—Constantemente se desenmascara a los criminales más listos gracias a algún pequeño defecto en sus cálculos —señaló Dickens.

—Pobre Webster. ¡Ver a un hombre inmediatamente antes de que le ahorquen es como ver un fantasma!

—Sin duda, sin duda —reflexionó Dickens—. Con frecuencia he pensado en lo restringida que debe de verse la conversación con un hombre que van a colgar en media hora. Si está lloviendo, no podrías decir: «¡Mañana tendremos buen tiempo!», porque no significaría nada para él. Por mi parte, ¡creo que limitaría mis comentarios a los tiempos de Julio César y el rey Alfredo!

Dickens tuvo un acceso de tos mientras los dos hombres reían y se arrebujó más estrechamente en su deteriorado abrigo. Tras meses de asaltos de sus admiradores americanos que se llevaban recuerdos arrancados de su prenda de piel, tenía el aspecto de un pobre animal tiñoso.

—¡Bueno, señor Dickens, ya es suficiente! —dijo amablemente el doctor Holmes. Desde que el autor había pisado tierra americana, los rumores de sus enfermedades habían corrido y su debilidad era para él un asunto privado. Resultaba evidente que Dickens se encontraba más débil en cada lectura que ofrecía y cojeaba cada día más—. Sí, ¡sin lugar a dudas! —exclamó Holmes—. Fields se enojará conmigo si no le restituyo a sus reconfortantes cuidados para que descanse hasta su próxima lectura.

—Casi se puede oler —murmuró Dickens.

—¿Cómo dice, mi querido Dickens?

—La carne quemada en el aire. Quedémonos sólo unos instantes más.

24

A medida que la órbita de la gira se alejaba más de Nueva York y Boston, y llegaba a Filadelfia, Baltimore, Washington, Hartford y Providence, George Dolby y sus sufridos agentes de ventas viajaban con frecuencia por delante del resto del equipo para organizar las ventas y allanar el camino. En todo ese tiempo, Tom nunca protestó contra las restricciones impuestas a sus deberes. Estaba más preocupado por el hecho de que se hubiera permitido que Louisa Parr Barton se fuera sin hacerle un interrogatorio o un concienzudo registro de su bolso. Por lo menos, que Dickens viajara a ciudades más pequeñas se lo pondría más difícil a la mujer íncubo, ya que parecía una criatura de ciudad. Mientras realizaba sus tareas, acarrear los equipajes entre las estaciones de ferrocarril y los hoteles, Tom mantenía los ojos muy abiertos, que era más de lo que estaban haciendo todos los otros. Su padre le había enseñado en Ross que lo importante no eran las tareas que a uno le han encomendado, sino cómo las cumplía.

En Syracuse su alojamiento era un lugar sombrío que parecía haber sido construido el día anterior, como pasaba con toda la ciudad, y para desayunar les sirvieron algo que tenía el aspecto de un cerdo viejo. Henry Scott se sentó en el salón y rompió a llorar mientras George intentaba reclutar un batallón de emergencia para limpiar el pasillo del piso en el que se alojaba.

Entre Rochester y Albany, el país entero parecía estar bajo el agua a causa de la furiosa tormenta que había arrastrado la nieve y el hielo de la noche a la mañana. Tuvieron que quedarse toda la noche en una región desolada que llevaba el nombre de Utica. Hasta los postes de telégrafo se habían derrumbado y flotaban como mástiles de un barco naufragado, imposibilitando por completo cualquier clase de comunicación con el teatro de la siguiente lectura.

Cuando se encontraron a una distancia prudencial de Albany, recorrieron la extensión inundada que les separaba de su hotel a bordo de un barco de palas. Puentes rotos y vallas se cruzaban en su camino junto a bloques de hielo. Entretanto el bote navegaba contra la corriente, Tom se preocupaba por Dickens. Durante su viaje a través de los Estados Unidos Tom había presenciado en múltiples ocasiones la repetición de los repentinos ataques de pánico de Dickens mientras se encontraban en el vagón de un tren o en un ferry, o en algo que el escritor no tenía la capacidad de detener en caso de emergencia. Con la costumbre, los ataques ya no les sobresaltaban, pero seguían creando una angustiosa imagen de terror interno. No era raro que Dickens le dijera «Más despacio, por favor» al conductor del carruaje una y otra vez hasta que se desplazaban a la velocidad de un paseo a pie.

Flotando sobre la aparentemente interminable extensión de agua, Dickens sacó su reloj cronómetro para ver si eran capaces de mantener el horario previsto. Era posible que el público con entrada no pudiera llegar al teatro, pero para Dickens eso no era lo importante; para él, la puntualidad era una cuestión de principios y de autodominio. Sacudió el reloj.

—Es algo extraordinario, señores —dijo—. Mi reloj siempre ha llevado la hora a la perfección y se podía confiar en él a ciegas, pero desde el momento de mi des gracia en el tren, hace tres años, no ha vuelto a funcionar correctamente. El recuerdo de Staplehurst sigue aumentando, en lugar de suavizarse. Persiste una vaga sensación de pánico que no tengo el poder de controlar, que llega y pasa, pero no puedo evitar que aparezca. Un momento, ¿qué es eso? —preguntó Dickens al guía, un maestro de obra. Delante de ellos, un tren entero flotaba en el agua.

—Un tren de mercancías atrapado por la inundación. Vacas y ovejas. Los hombres pudieron salir, pero supongo que el ganado deberá perecer. Empezarán a comerse unos a otros en un par de días, supongo yo.

Dickens se volvió hacia él con una mirada feroz.

—Eso es lo que hacen los animales estúpidos cuando se mueren de hambre, señor Dickens —continuó el maestro nervioso.

Dickens se quedó mirando fijamente al tren abandonado que se balanceaba arriba y abajo en las inmundas aguas. Cuando pasaron a su lado escucharon gritos y gemidos de su interior; sonaba como una catástrofe humana.

—No morirán —dijo Dickens con calma y luego se desplazó a la proa del pequeño barco—. Ni uno solo de ellos. Vuelva atrás. Hacia allí.

—Pero, señor, mis órdenes estrictas son llevarle a tiempo a Albany para… —intentó protestar el guía.

—Usted no ha dicho nada, ¿verdad? —le preguntó Dickens echando fuego por los ojos.

—Supongo que no, señor —respondió después de comprobar lo que le decían las miradas del resto del equipo a bordo.

—En Albany pueden esperarnos —dijo el escritor—. ¡Que todo el mundo reme en dirección al tren, y sin escatimar esfuerzos! ¡Hoy vamos a emular a Noé!

Tras un esfuerzo de varias horas, lograron liberar a las ovejas y las vacas para que nadaran hasta la tierra y llevaron a los animales más débiles hasta una buena distancia de la orilla para que estuvieran a salvo hasta que les llevaran comida. Todo el tiempo, a pesar de que se puso a nevar y granizar, Dickens animó y espoleó a hombres y bestias con tal entusiasmo que hasta el guía arrimó el hombro en el rescate de un escuálido ternero.

Entre infortunios llegaron a Albany. En el hotel, Dickens se sentó enfrente de la chimenea acercando el sombrero al calor del fuego. Era casi un trozo de hielo sólido, lo mismo que su barba. Intentó soltarse la chalina pero estaba congelada y pegada al cuello de la camisa.

Al empezar el año nuevo, la mayor parte de los componentes de la plantilla se encontraban horriblemente enfermos. Tom era uno de los pocos que conservaban una buena salud y Dickens cada vez dependía más de él, ya que la salud del escritor continuaba oscilando entre la efusividad y la fragilidad. En una de las lecturas, los asistentes que habían acudido a escuchar
Nickleby
y
La fiesta del señor Bob Sawyer
recibieron el siguiente aviso: «El señor Dickens ruega su indulgencia por un severo resfriado, pero espera que sus efectos no sean perceptibles al cabo de unos minutos de lectura». La primera cláusula la habían redactado Dolby y un médico; la segunda, el Jefe. Aparte de sus pequeños desayunos, Dickens empezó a limitarse a comer un huevo batido con jerez antes de cada lectura y otro en el intermedio, que Henry tenía preparado y listo en su camerino.

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