El último Dickens (30 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

Luego, un pensamiento impreciso perforó la paz. Peligro: tuvo que buscar la palabra a pesar de que debería haber sido evidente.
Él
estaba en
peligro
. Una serpiente, primero amarilla y negra y luego toda amarilla, pasó reptando a su lado, casi tocándole; y habló, o alguien habló, y luego diez, quince, cincuenta voces se escucharon a la vez intentando sumergirle en un coro incoherente.

Pensó en Rebecca, que le había advertido… Rebecca, que tan leal había sido y que creía que podían culminar con éxito su misión… Rebecca, a la que ahora sabía que había amado desde la primera vez que la vio. Sintió ganas de llorar, creyendo que con eso, derramando lágrimas, aliviaría una parte de su desoladora frustración, pero no lo consiguió. Sin levantarse, porque eso parecía estar fuera de su alcance, buscó alguna señal de Datchery.

Tenía ganas de cerrar los ojos pero sentía que, si lo permitía, no sería capaz de abrirlos otra vez. Sus ojos ganaron la lucha y Osgood volvió a caer en la oscuridad.

El cazador de las cloacas entró con cuidado en la sección más baja del túnel. Al contrario que la mayoría de sus colegas, Steve Williams había logrado conservar sus caras botas de cuero altas hasta la rodilla. Eso le proporcionaba una gigantesca ayuda para vadear la basura y el lodo borboteante que llenaban las dos mil millas de alcantarillado que recorrían el subsuelo de Londres.

Armado de una larga vara de hierro con una azada plana en la punta, Steve hurgó en una grieta en la que había algo alojado. Abrió la portezuela de la lámpara que llevaba colgada de la cintura para poder ver con mayor claridad en el aire opaco y viciado.

—¡Dios bendito! —dijo para sí alargando un brazo para extraer dos cuchillos de mesa fabricados en plata—. ¡Dios bendito, plata! —exclamó guardándoselos en el bolsillo. Aquello, unido a la jarra para la leche en oro que había encontrado el día anterior, le confirió a Steve una recuperada sensación de heroico triunfo. Distinguió un bulto sobre el enfangado suelo cerca del desagüe del lado este. Al empujar el mazacote de limo con la azada, un tropel de ratas del tamaño de gatos pequeños pasó corriendo por su lado. Steve avanzó la distancia de dos botas y tosió. No le hizo toser el aire infecto, espesado por los desperdicios que los carniceros tiraban por las alcantarillas, sino el ver un cadáver más tirado en los túneles. Aunque la búsqueda de tesoros a la que se dedicaban era ilegal, la policía hacia la vista gorda mientras los cazadores de las cloacas dieran parte de los cadáveres y restos humanos que encontraban. Éste llevaba un buen traje.

Pero al observarlo más de cerca descubrió que el hombre postrado no estaba muerto. Incluso respiraba.

—Venga, vamos, compadre, ¿cómo ha llegado usted hasta aquí? —dijo Steve tirando al hombre del brazo—. ¡Fuera de aquí, bestias! —exclamó. Unas ratas inmensas se aferraban a los brazos, las piernas y la cabeza del hombre chillando a un volumen ensordecedor—. ¡Fuera! —Steve utilizó la vara para espantar a las ratas y echar a las que intentaban subirse encima de su descubrimiento. Sacó una bolsita y le metió en la boca unos polvos.

—Tómese estas sales Epsom… Tome un poco de esto. Le bajará la sangre de la cabeza.

Por fin, el hombre se levantó palpándose las partes doloridas y, tras dar unos pasos inseguros, volvió a caer en la inmundicia.

—¡Rebecca! ¡Díganselo! —gritó.

—¿Qué quiere decir? ¿A qué viene este sinsentido? —replicó Steve.

—¡Deténganle! ¡Le he visto! ¡Tienen que…!

—¿A quién? ¿A quién ha visto, jefe?

—Herman —rugió Osgood—. ¡Ha sido Herman!

CUARTA ENTREGA
23

Boston, 24 de diciembre de 1867

De nuevo en el hotel Parker House, en el salón de la habitación de George Dolby, Tom Branagan se encontraba en estado de postración. Dolby le había sentado en una desgastada silla de roble de cara a la chimenea, que estaba enmarcada en calcetines de Navidad y muérdago; era un castigo cruel verse obligado a contemplar cómo caían las cenizas del hogar una a una cuando había tanto que hacer. Tom tenía el pensamiento fijo en la mujer que había provocado todo aquello. Le ardían las entrañas, no tanto de rabia como de deseo de conocer la verdad. De repente, todos los detalles de ella que era capaz de recordar cobraban importancia. De repente, el año nuevo entrante le parecía premonitorio.

Dolby paseaba de un lado a otro de la habitación y James Osgood, allí presente para personificar debidamente la indignación de la firma editorial que patrocinaba la gira, se sentaba en diagonal a Tom. Los regalos de Navidad que los admiradores dejaban en el hotel para Dickens, y que no cabían en las habitaciones del novelista, estaban amontonados descuidadamente bajo los muebles.

La atención de Tom regresó al presente. Dolby estaba gritando:

—No sé qué decir. ¿Acaso no …?, recuérdemelo, por favor, puede que me esté fallando la memoria, ¿acaso no le di instrucciones precisas de que se olvidara de ese juego del escondite con la intrusa del hotel después del incidente? No tengo mas remedio que deducir que cometí un error al confiar en usted, muchacho, empujado por mi fidelidad a su padre. ¿Es esto un despliegue de su excitabilidad celta?

—Señor Dolby, por favor, comprenda que… —intentó interrumpir Tom.

—Tiene usted suerte de que el señor Fields posea tanta influencia política como tiene y haya elegido utilizarla en su favor, señor Branagan —intervino Osgood.

Dolby siguió enumerando las ofensas:

—Acosa a una dama, a una elegante dama de sangre azul, en el teatro, arma un escándalo y le roba el protagonismo al gran éxito del señor Dickens. Y por si todo eso no fuera bastante malo, ¡encima en Nochebuena! Bastante tiene que soportar ya el jefe en este momento con la gripe y teniendo que pasar las vacaciones alejado de su familia. ¡Y lo que dirá la prensa cuando se enteren!

—Sus irresponsables actos han estado a punto de dar al traste con toda la gira de lecturas ante la opinión pública, señor Branagan —dijo Osgood—. La futura reputación de nuestra editorial está en juego.

Tom sacudió la cabeza.

—Esa mujer es peligrosa. Lo siento en el corazón y en los huesos. ¡No deberían haberla soltado y tenemos que decir a la policía que la busque!

—Una mujer —gritó Dolby—. ¡Pretende que parezca que Charles Dickens le tiene miedo a una mujer! Esa mujer, por cierto, se llama Louisa Parr Barton, y su marido es un reconocido diplomático y gran erudito de la historia europea. Pertenece a una rama americana de la familia Lockley de Bath.

—¿Demuestra eso que esté cuerda o tenga buenas intenciones? —preguntó Tom.

—Tiene razón —respondió Osgood—. Entienda, señor Branagan, que la señora Barton es conocida por sus excentricidades y no es bien recibida en muchas casas de la alta sociedad de Boston y Nueva York debido a su extraño comportamiento. Algunos dicen que el señor Barton se casó principalmente por emparentar con el apellido familiar y que ella nunca ha logrado dominar las labores de la casa ni ser un ama adecuada para con los criados. Otros dicen que Barton se enamoró locamente de ella. Sea cual sea la verdad, él pasa la mayor parte del tiempo viajando. Se rumorea que habría sido nombrado nuestro embajador en Londres de no ser por el comportamiento de su mujer. Desde que le dio una bofetada en la cara al príncipe de Gales cuando le fue presentada, se le ha prohibido que acompañe al señor Barton en sus viajes.

—Por eso puede hacer lo que le da la gana aquí —dijo Tom.

Osgood asintió.

—Con su marido fuera, ella está sola y libre con sus comportamientos extraños y su dinero. Es inofensiva.

—¡Le pegó a una anciana en el hotel Westminster! —adujo Tom.

—No lo podemos probar. ¿No se da cuenta de que pisa terreno poco firme, Branagan? —respondió Dolby—. ¿Qué le impulsó a usted a hacerlo?

—Tal vez hable más de lo que corresponde a mi posición, pero actué por instinto —respondió Tom.

Dolby volvió a sacudir la cabeza.

—Habla y actúa usted más de lo que corresponde a su posición, Branagan. La policía de Boston no tenía más alternativa que dejarla en libertad.

—¿Y qué me dice del hecho de que se colara en la habitación del señor Dickens, señor Dolby?

—Bueno, ¿y qué si fue ella? Podríamos darle un cachete, hacer que la policía le ponga una multa, ya que nunca amenazó al jefe ni se llevó ninguna de sus pertenencias. Salvo una almohada del hotel, ¡por lo que el más severo de los jueces ordenaría a esta aristócrata bostoniana que pagara un dólar!

—Creo que podría ser quien se llevó el diario de bolsillo del Jefe —señaló Tom.

—¿Y qué pruebas tiene usted? —preguntó Dolby esperando una respuesta que no llegó—. Eso creía. Y, además, ¿para qué iba a querer un viejo diario?

—Para enterarse de detalles privados —insistió Tom—. Señor Dolby, sólo estoy pensando en la protección del Jefe.

—¿Quién le ha pedido que lo haga? —preguntó Dolby.

—Usted me indicó que estuviera a su servicio —respondió Tom.

—Pues bien, lo ha llevado demasiado lejos —dijo Dolby—. Y no va a seguir haciéndolo.

Osgood dio un largo trago de ponche, sacudió la cabeza con tristeza y añadió un comentario con aire pensativo:

—Dice usted que actuó por instinto. Los hombres como el señor Dolby y yo mismo actuamos por lo que es correcto y apropiado, lo que está dentro de las normas. Lo que es más seguro para la gente que pone su confianza en nosotros. Si pudiéramos, señor Branagan, estaríamos tentados de enviarle de vuelta a Inglaterra. Pero eso atraería la atención de los periódicos.

—En lugar de eso —terció Dolby con la voz de un padre severo—, a partir de este momento su labor será estrictamente la de mozo de carga, para lo que fue contratado. Se quedará en el hotel, a no ser que se le indique otra cosa, y realizará las tareas que se le asignen. Cuando regresemos a Ross ya decidiré su futuro. Si no hubiera pagado tres guineas por su librea, ahora mismo le pondría de patitas en la calle.

Tom, desinflado, clavó la mirada en la chimenea de mármol.

—¿Y el Jefe? ¿Está de acuerdo con esto?

—¡Preocúpese usted de sus propias circunstancias! El Jefe estará perfectamente a nuestro cargo, muchas gracias, señor Branagan —dijo Dolby desdeñoso.

—Sin duda —añadió Osgood—. Nos encargaremos de que el señor Dickens esté bien ocupado mientras acabamos de solucionar las cosas con las autoridades, de manera que no se les preste más atención a sus temores, señor Branagan. De hecho, ya he reclutado a Oliver Wendell Holmes para que le enseñe los lugares de interés de Boston. Si hay alguien que pueda distraer a un hombre hasta el aturdimiento, ése es el doctor Holmes.

Después de que Dolby acompañara a la puerta a Osgood, un camarero le paró en el camino de vuelta.

—¿Señor Dolby? Hay un caballero abajo que quiere verle… Un asunto urgente.

—Son las diez de la noche y es Nochebuena —señaló Dolby sacando el reloj de su chaleco—. Las diez y media, en realidad, y llevo desde las seis de la mañana corriendo por la ciudad solucionando problemas. ¿Ha enviado una tarjeta el visitante?

—No, señor. Sin embargo, utilizó las palabras
muy urgente
. Yo diría que, por su aspecto, parecía ser algo
verdaderamente
urgente.

Menuda urgencia. Probablemente sería otro desconocido que
necesitaba
entradas para alguna de las lecturas con aforo completo para sus hermanas, tías o esposas ciegas, sordas o mudas. «Escritores americanos muy conocidos» de los que Dickens no había oído hablar nunca escribían solicitando un pase gratuito, en primera fila, para honrar la visita de Dickens a la ciudad como se merecía, más otros cinco para sus amigos, si eran tan amables.

En el bar de la planta baja Dolby buscó entre las caras la del misterioso visitante. Un hombre se distinguía entre todos. Las manos rígidamente cruzadas sobre el pecho. Una cara gruesa, juvenil, pero recorrida por cicatrices y vetas grises en la barba. Era bajo, pero tenía una constitución robusta que podría calificarse de fornida, con una presencia imponente. Saludó a Dolby con la mano.

—Me temo, amigo mío —empezó Dolby su discurso amable pero distante—, que ya hemos vendido todas las entradas para las próximas lecturas. Puede volver a intentarlo en la próxima serie de lecturas que hemos organizado para que puedan asistir más oyentes.

El hombre le entregó una pila de documentos y una placa.

—No busco entradas, señor Dolby. O no…, a menos que las tenga que confiscar junto con todas las demás propiedades en posesión de ustedes —sonrió sin humor.

Dolby examinó los documentos. Formularios de impuestos. La placa llevaba el nombre de Simon Pennock, recaudador de impuestos.

—Tengo entendido que se les ha visto con bolsas de papel llenas de billetes de las entradas vendidas, señor Dolby —dijo Pennock con el mismo tono que habría utilizado si las bolsas hubieran sido de huesos humanos. La silla del recaudador estaba frente a un fuego de carbón que perfilaba al hombre con un perturbador halo azul oscuro y servía para inquietar aún más a Dolby.

—Señor Pennock, me parece recordar que, según las leyes de su país, las «conferencias ocasionales», tal es el término que aparece en las Actas del Congreso, dadas por extranjeros en su suelo están exentas de pago de impuestos.

—Han interpretado mal la ley. Y explicársela no es mi deber. Tiene que empezar a pagarme por sus actividades inmediatamente, Dolby, un cinco por ciento exactamente, si quiere evitar asuntos más desagradables que los que ha sufrido hasta ahora.

—Le garantizo que no hemos sufrido ningún asunto desagradable, señor.

Pennock le miró fijamente.

—Lo está sufriendo en este preciso instante, señor Dolby.

Éste recorrió todo el bar con la mirada, como si quisiera buscar ayuda. En lugar de eso, lo que vio fue a un hombre con gorra de piel de foca y chaquetón marinero, en cuyo chaleco desabrochado se veía la esquina de otra placa del Ministerio de Hacienda. A Dolby no le agradaba la idea de que aquellos hombres le hubieran estado vigilando mientras sacaba el dinero de las taquillas y todavía le molestaba más que fueran superiores en número. Pensó que ojalá Tom, por lo menos, estuviera allí con él. No es que Dolby creyera que los agentes del Gobierno fueran a atacarle, pero pensaba que la presencia de Tom, más joven y fuerte, le habría ayudado a demostrar más confianza en sí mismo.

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