El universo elegante (19 page)

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Authors: Brian Greene

Tags: #Divulgación Científica

Planck utilizó una estrategia muy similar para reducir el absurdo resultado de una cantidad infinita de energía dentro del horno a una cantidad que es finita. He aquí cómo lo hizo. Planck tuvo la audacia de intuir que la energía que lleva una onda electromagnética dentro del horno, al igual que el dinero, se presenta en paquetes. La cantidad de energía puede ser una vez, dos veces, tres veces o más veces la «unidad fundamental de energía», pero siempre un número entero de veces esta unidad. Del mismo modo que no podemos tener un tercio de centavo, ni dos cuartos y medio de dólar, Planck afirmó que cuando se trata de energía no están permitidas las fracciones. Ahora bien, nuestras unidades monetarias son así porque las determina el Tesoro de Estados Unidos. Buscando una explicación más a fondo, Planck sugirió que la unidad de energía de una onda —el paquete mínimo de energía que puede existir— viene determinada por su frecuencia. Concretamente, planteó la idea de que la energía mínima que puede tener una onda es
proporcional a su frecuencia
: una frecuencia mayor (una longitud de onda más corta) implica una energía mínima también mayor; una frecuencia menor (una longitud de onda más larga) una energía mínima asimismo menor. Por poner un ejemplo aproximado, del mismo modo que las olas suaves del océano son largas y fastuosas, mientras que las violentas son cortas y picadas, así también la radiación de larga longitud de onda es intrínsecamente menos energética que la radiación cuya longitud de onda es corta.

He aquí la gracia del asunto: los cálculos de Planck demostraron que esta presentación en paquetes que tiene la energía posible en cada onda evitaba el ridículo planteamiento anterior relativo a una energía total infinita. No es difícil ver por qué. Cuando un horno se calienta a una temperatura determinada, los cálculos basados en la termodinámica del siglo XIX predecían la energía que, supuestamente, cada onda aportaría al total. Pero, al igual que aquellos inquilinos que no podían pagar la cantidad de dinero que cada uno debía al propietario porque la unidad monetaria de que disponían era demasiado grande, si la energía mínima que una onda puede llevar supera la cantidad de energía con la que se supone que ha de contribuir, no podrá aportar nada y se quedará inactiva. Dado que, según Planck, la energía mínima que una onda puede llevar es proporcional a su frecuencia, cuando estamos examinando las ondas de frecuencia cada vez mayor (con longitud de onda más corta) que se generan en el horno, antes o después la energía mínima que pueden llevar es mayor que la contribución de energía esperada. Como los inquilinos del almacén que sólo tenían unidades monetarias mayores que los billetes de 20 dólares, las ondas que tienen frecuencias cada vez mayores no pueden contribuir con la cantidad de energía exigida por la física del siglo XIX. Así, del mismo modo que sólo un número finito de inquilinos puede contribuir al pago total por la calefacción —resultando así una cantidad finita de dinero total— también sucede que sólo un número finito de ondas puede contribuir a sumar la energía total del horno —resultando así también una cantidad finita de energía total—. Ya sea energía o dinero, el empaquetamiento en unidades fundamentales —y el tamaño cada vez mayor de los paquetes a medida que vamos hacia frecuencias más altas o hacia unidades monetarias mayores— cambia un resultado infinito por otro que es finito.
[25]

Eliminando la contradicción manifiesta que supone un resultado infinito, Planck había dado un paso importante. Pero lo que realmente hizo que la gente creyera en la validez de sus intuiciones fue que la solución finita que su nuevo planteamiento daba para la energía del interior del horno coincidía espectacularmente con las mediciones experimentales. Concretamente, lo que Planck descubrió fue que, restando
un
parámetro que aparecía en sus nuevos cálculos podía predecir exactamente la energía medida en un horno a cualquier temperatura previamente seleccionada. Ese parámetro era el factor de proporcionalidad entre la frecuencia de una onda y el paquete mínimo de energía que podía tener. Planck descubrió que este factor de proporcionalidad —conocido actualmente como
constante de Planck
que se representa como
ħ
(se lee «h-barra»)— tiene un valor de mil cuatrillonésimas en las unidades habituales.
[26]
El minúsculo valor de la constante de Planck significa que el tamaño de los paquetes de energía suele ser muy pequeño. Esta es la razón por la que, por ejemplo, nos
parece
que podemos conseguir que cambie de manera continua la energía de cualquier onda producida por una cuerda de violín —y, por lo tanto, el volumen de sonido que produce—. Sin embargo, en la realidad la energía de la onda varía de forma concreta, con pequeños saltos, «al modo de Planck», pero el tamaño de estos saltos es tan pequeño que las variaciones concretas de un nivel de volumen a otro parecen continuas. Según la teoría de Planck, el tamaño de estos saltos de la energía crece a medida que la frecuencia de las ondas se vuelve cada vez más alta (mientras las longitudes de onda se hacen cada vez más cortas). Éste es el ingrediente crucial que resuelve la paradoja de la energía infinita.

Como veremos más adelante, la hipótesis cuántica de Planck sirve para mucho más que permitimos entender cuánta es la energía contenida en un horno. Cambia radicalmente muchas de las cosas relativas al mundo que consideramos evidentes por sí mismas. El pequeño valor de
ħ
hace que la mayoría de las cosas que se desvían radicalmente de lo que es habitual en la vida cotidiana vayan a parar al dominio de la microscopía, pero si
ħ
fuera mucho más grande de lo que verdaderamente es, los extraños sucesos del bar H-barra serían en realidad algo corriente. Como veremos, sus contrapartidas microscópicas ciertamente lo son.

¿Qué son realmente esos «paquetes»?

Plank no tenía ninguna explicación que justificara aquella importante aportación consistente en presentar la energía en paquetes. Más allá del hecho de que la idea funcionaba, ni él ni ningún otro podían dar una razón por la que esto tuviera que ser necesariamente cierto. Como dijo el físico George Gamow en una ocasión, es como si la naturaleza nos permitiera beber o bien una pinta completa de cerveza o nada de cerveza en absoluto, no habiendo ningún término medio entre ambas posibilidades.
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En 1905, Einstein halló una explicación y por ella le fue concedido el premio Nobel de física en 1921.

Einstein halló esta explicación dándole vueltas a algo llamado el efecto fotoeléctrico. El físico alemán Heinrich Hertz en 1887 fue el primero en descubrir que, cuando la radiación electromagnética —la luz— ilumina ciertos metales; éstos emiten electrones. Esto no es en sí mismo especialmente sorprendente. Los metales tienen la propiedad de que algunos de sus electrones sólo están ligeramente vinculados al interior de los átomos (que es la razón por la cual los metales son tan buenos conductores de la electricidad). Cuando la luz choca con una superficie metálica cede a ésta su energía, como lo hace cuando choca con nuestra piel, haciendo que la sintamos más caliente. Esta energía transferida puede producir una agitación en los electrones del metal y algunos de éstos, al no estar más que débilmente ligados a los átomos, pueden ser impulsados a salir de la superficie.

Sin embargo, las extrañas características del efecto fotoeléctrico se ponen de manifiesto cuando se estudian con más detalle algunas de las propiedades de los electrones emitidos. A primera vista se podría pensar que, cuando la intensidad de la luz —su brillo— aumenta, la velocidad de los electrones emitidos también aumentará, ya que la onda electromagnética de choque adquiere más energía. Pero esto
no
sucede. En cambio, el
número
de electrones emitidos aumenta, pero su velocidad permanece igual. Por otro lado, se ha observado experimentalmente que la velocidad de los electrones emitidos

que aumenta cuando aumenta la
frecuencia
de la luz que choca contra la superficie, y, lo que es equivalente, la velocidad de los electrones disminuye si disminuye la frecuencia de la luz. (Para las ondas electromagnéticas correspondientes a la parte visible del espectro, un aumento de la frecuencia supone un cambio en el color desde el rojo al naranja, al amarillo, al verde, al azul, al índigo y, finalmente, al violeta. Las frecuencias más altas que la del violeta no son visibles y corresponden a los rayos ultravioleta y, posteriormente, a los rayos X; las frecuencias que son más bajas que la del rojo tampoco son visibles, y corresponden a los rayos infrarrojos). De hecho, cuando la frecuencia de la luz utilizada disminuye, se llega a un punto en que la velocidad de los electrones emitidos desciende hasta el cero y la superficie deja de emitirlos,
independientemente de la posible intensidad cegadora de la fuente de luz
. Por alguna razón desconocida, el color del haz de luz que choca —no su energía total— determina si se van a emitir electrones o no, y si se emiten, la energía que tienen.

Para entender cómo explicó Einstein estos hechos tan desconcertantes, volvamos al ejemplo del almacén, que se ha calentado hasta alcanzar una sofocante temperatura de 40 grados centígrados. Supongamos que el propietario, que odia a los niños, exige que todos los menores de quince años vivan en el profundo sótano del almacén, donde pueden ser vistos por los adultos desde un enorme balcón que rodea el edificio. Además, el único modo de que los niños que están encerrados en el sótano puedan salir del almacén es que paguen al guarda 85 centavos en concepto de gastos de salida. (Este propietario es
como
un ogro). Los adultos, que, siguiendo el consejo que usted les dio, han organizado sus fondos colectivos según la unidad monetaria, tal como hemos explicado anteriormente, sólo pueden dar dinero a los niños echándoselo desde el balcón. Veamos qué es lo que sucede.

La persona que lleva monedas de 1 centavo comienza echándoles unos pocos, pero esto es una cantidad demasiado escasa para que alguno de los niños pueda pagar los gastos de salida. Además, debido a que hay un mar «infinito» de niños luchando todos ferozmente en un tumulto turbulento por conseguir el dinero que cae, aunque el adulto que tiene las monedas de 1 centavo les echara unas cantidades enormes, ningún niño llegaría, ni de lejos, a reunir los 85 centavos que necesita para pagar al guarda. Lo mismo sucedería en el caso de los adultos que llevan monedas de 5 centavos, de 10 o de cuarto de dólar. Aunque cada uno les echara una cantidad extraordinariamente elevada, sería una suerte enorme que algún niño pudiera conseguir tan sólo una moneda (la mayoría de ellos no conseguirían absolutamente ninguna) y, desde luego, ninguno logrará reunir los 85 centavos que necesita para marcharse de allí. Sin embargo, cuando el adulto que lleva billetes de 1 dólar empezara a echárselos —aunque dólar a dólar sólo se reunirían sumas comparativamente pequeñas— los niños que consiguieran al menos un billete podrían irse inmediatamente. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, incluso si este adulto se animara a echarles barriles de billetes de 1 dólar, aunque el número de niños que podrían irse aumentaría enormemente, cada uno tendría 15 centavos de sobra después de pagar al guarda. Esto es cierto independientemente del número total de billetes que se les eche.

Ahora vamos a ver que tiene todo esto que ver con el efecto fotoeléctrico. Basándose en los datos experimentales que hemos mencionado anteriormente, Einstein propuso que la descripción de la energía de la onda, que según Planck está distribuida en paquetes, se añadiera a una nueva descripción de la luz. Un rayo de luz, según Einstein, se debería considerar en realidad como un
flujo de diminutos paquetes
—diminutas partículas de luz— que finalmente recibieron el nombre de
fotones
, dado por el químico Gilbert Lewis (una idea que podemos utilizar en nuestro ejemplo del reloj de luz del capítulo 2). Para hacernos una idea de la escala, según esta visión de la luz como partículas, una bombilla corriente de cien vatios emite alrededor de cien trillones (10
20
) de fotones por segundo. Einstein utilizó este nuevo planteamiento para sugerir que existiría un mecanismo microscópico subyacente al efecto fotoeléctrico: un electrón salta fuera de una superficie metálica, si lo golpea un fotón provisto de energía suficiente. Pero ¿qué es lo que determina la energía de un fotón individual? Para explicar los datos experimentales, Einstein siguió las directrices de Planck y propuso que la energía de
cada
fotón fuera proporcional a la frecuencia de la onda luminosa (tomando como factor de proporcionalidad a la constante de Planck).

Ahora bien, como sucedía con la cantidad mínima exigida a los niños por salir del almacén, los electrones que están en un metal, para poder saltar fuera de la superficie de dicho metal, han de ser empujados por un fotón que posea una cierta energía mínima. (Lo mismo que en el caso de los niños que se peleaban entre sí por coger el dinero, es extremadamente improbable que un electrón reciba golpes de más de un fotón —la mayoría no recibe ninguno). Pero, si la frecuencia del rayo de luz que choca contra la superficie es demasiado baja, a sus fotones les faltará la fuerza necesaria para desplazar a los electrones. Del mismo modo que ningún niño puede permitirse salir independientemente del enorme número de monedas que los adultos dejan caer sobre ellos, ningún electrón se libera independientemente de la enorme cantidad de energía total contenida en el rayo de luz que choca contra la superficie, si su frecuencia (y en consecuencia la energía da cada uno de sus fotones) es demasiado baja.

Sin embargo, al igual que los niños pueden salir del almacén en cuanto es suficientemente grande la unidad monetaria que cae sobre ellos, los electrones saltan fuera de la superficie en cuanto la frecuencia de la luz con que se les ilumina —la unidad de energía— es lo suficientemente alta. Además, de la misma manera que el adulto que tiene billetes de un dólar aumenta la cantidad total de dinero que cae aumentando el número de billetes que echa, la intensidad total de un rayo de luz de una frecuencia determinada se aumenta cuando se hace mayor el número de fotones que contiene. Y, lo mismo que una mayor cantidad de dólares hace que sean más los niños que pueden salir, también una cantidad mayor de fotones hace que sean más los electrones que reciben un golpe y saltan fuera de la superficie. Pero hay que tener en cuenta que la energía sobrante que tiene cada uno de esos electrones cuando ya se ha liberado de la superficie depende únicamente de la energía del fotón que lo ha golpeado —y ésta viene determinada por la frecuencia del rayo de luz, no por su intensidad total—. Del mismo modo que los niños salen del sótano con 15 centavos que les han sobrado, independientemente de cuántos billetes de 1 dólar les hayan echado, cada electrón abandona la superficie con la misma energía —y por lo tanto la misma velocidad— independientemente de la intensidad total de la luz de choque. Si la cantidad total de dinero es mayor, esto significa sencillamente que son más los niños que pueden irse; si la energía total del rayo de luz es mayor, lo que esto quiere decir es que hay más electrones que se liberan. Si queremos que los niños se vayan del sótano con más dinero, debemos hacer que sea mayor la unidad monetaria que se les echa; si queremos que los electrones salgan de la superficie a mayor velocidad, debemos aumentar la frecuencia del rayo de luz que choca contra la superficie —es decir, hemos de aumentar la unidad de energía que llevan los fotones con los que iluminamos la superficie del metal—.

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