El valle de los caballos (49 page)

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Authors: Jean M. Auel

Los tres solían salir poco después del alba. Si avistaban pronto alguna presa, a menudo estaban de vuelta en casa antes de mediodía. Su método habitual consistía en seguir algún candidato probable hasta situarse en una buena posición. Entonces Ayla hacía señas con la honda y Bebé, anhelante y dispuesto, brincaba hacia delante. Whinney, consciente de la urgencia de Ayla, galopaba tras él. Con el leoncito cavernario colgado del lomo de un animal espantado –colmillos y garras hacían brotar sangre, aunque no mataban–, no tardaba mucho la yegua en alcanzarlo a galope tendido. En cuanto estaban a su lado, Ayla hundía la lanza.

Al principio, no siempre tuvieron éxito. A veces el animal escogido era demasiado rápido o Bebé se descolgaba, incapaz de aferrarse sólidamente. En cuanto a Ayla, aprender a manejar la pesada lanza en pleno galope también le costó algo de práctica. Falló muchas veces o bien sólo asestaba un golpe leve, y en ocasiones Whinney no se acercó lo suficiente. Pero incluso cuando fallaban, era un deporte excitante, y siempre podían volver a intentarlo.

Con la práctica, los tres mejoraron. A medida que cada uno comenzó a comprender las necesidades y capacidades del otro, el trío increíble se convirtió en un equipo eficaz de caza: tan eficaz, que cuando Bebé mató su primera pieza sin ayuda, casi pasó inadvertido como parte de los esfuerzos del equipo.

Acercándose a galope tendido, Ayla vio que el ciervo se tambaleaba; se desplomó antes de que llegara hasta ellos. Whinney fue frenando al aproximarse cada vez más, la mujer saltó a tierra y corrió antes de que la yegua se detuviera. Llevaba la lanza en ristre, lista para terminar la faena, pero se encontró con que Bebé ya lo había hecho. Entonces se preparó para llevarse el ciervo a la caverna.

En ese momento se percató de la importancia del hecho: Bebé, a pesar de ser tan joven, ¡era un león cazador! En el Clan, eso le convertiría en adulto. Así como a ella la habían llamado la Mujer que Caza, antes de que fuera mujer, Bebé había llegado a la edad adulta antes de alcanzar la madurez. «Debería tener una ceremonia de virilidad», pensó. «Pero ¿qué clase de ceremonia tendría significado para él?» Entonces, Ayla sonrió.

Desató al ciervo de la angarilla y puso de nuevo los palos y la estera de hierbas en los canastos. Era su caza, y tenía pleno derecho a ella. Al principio Bebé no comprendía; iba y venía entre el cadáver y Ayla. Luego, al ver que ésta se marchaba, cogió entre los dientes el cadáver del ciervo y, arrastrándolo por debajo de su cuerpo, lo llevó todo el camino hasta la playa, lo subió por el empinado sendero y lo metió en la caverna.

Ella no vio diferencia alguna inmediatamente después de que Bebé matara aquella primera pieza. Seguían cazando juntos. Pero con mucha frecuencia la persecución de Whinney resultó superflua, y la lanza de Ayla, innecesaria. Si ella quería algo de carne, se servía primero; si quería la piel, despellejaba el animal. Aunque en estado salvaje el jefe de la familia leonina siempre se hacía con la porción mejor y más grande, Bebé era todavía joven. No sabía lo que era el hambre, como su volumen creciente lo atestiguaba, y estaba acostumbrado a que ella dominara.

Pero al avecinarse la primavera, Bebé empezó a salir de la caverna con mayor frecuencia, explorando por cuenta propia. Pocas veces se prolongaba su ausencia; sin embargo, sus excursiones se hacían de día en día más frecuentes. Una vez regresó con la oreja bañada en sangre. Ayla comprendió que había tropezado con otros leones. Esto le hizo darse cuenta de que ella ya no le bastaba; buscaba a otros de su especie. Limpió la oreja y Bebé se pasó el día siguiéndola tan de cerca que le tenía todo el tiempo entre los pies. Por la noche, se deslizó en la cama de ella y le buscó los dedos para chupárselos.

«Pronto se marchará –pensó–, necesitará una familia propia, compañeras que cacen para él y cachorros a los que dominar. Necesita a su propia especie.» Recordó a Iza. «Eres joven, necesitas un hombre tuyo, uno de tu propia gente. Encuentra a tu compañero.» Aquellas fueron sus palabras. «Pronto será primavera y debería pensar en marcharme, pero todavía no.» Bebé iba a ser enorme, incluso para un león cavernario. Ya superaba con creces a los leones de su edad, pero no era adulto; aún no podría sobrevivir. La primavera llegó pisándole los talones a una fuerte nevada. La inundación les tuvo encerrados a todos, a Whinney más que a los otros dos. Ayla podía trepar a la estepa, allí arriba, y Bebé llegaba fácilmente de un brinco, pero las pendientes eran demasiado empinadas para la yegua. Por fin las aguas bajaron y el montón de huesos adquirió nuevos contornos; sólo entonces pudo Whinney bajar el sendero hasta el prado. Pero se mostraba irritable.

Ayla observó algo fuera de lo corriente cuando Bebé lanzó un quejido tras una patada equina. La mujer se sorprendió; Whinney nunca se había mostrado impaciente con el leoncito; tal vez un mordisco de cuando en cuando para que no se pasara de la raya, pero desde luego nunca le había pateado. Pensó que la conducta insólita era consecuencia de su inactividad forzosa, pero Bebé mostraba tendencia a permanecer alejado del lugar de la yegua en la caverna, respetuoso de su territorio, a medida que maduraba, y Ayla se preguntaba qué sería lo que le había hecho acercarse. Fue a ver, y entonces se percató de un olor fuerte que había percibido sin fijarse mucho durante toda la mañana. Whinney estaba en pie con la cabeza colgando, las patas traseras muy apartadas y la cola hacia la izquierda. Tenía el orificio vaginal hinchado y palpitante; la yegua miró a Ayla y se quejó.

La serie de emociones que se sucedieron rápidamente en Ayla la llevaron a extremos opuestos. Lo primero fue alivio; de modo que ése era el problema. Ayla sabía del ciclo del estro en los animales. En algunos, la época del apareamiento se producía con mayor frecuencia, pero tratándose de herbívoros, lo usual era una vez al año. Era la temporada en que los machos solían pelear por el derecho a aparearse, y era el momento en que machos y hembras se mezclaban, incluso los que en tiempo normal cazaban por separado o formaban parte de manadas distintas.

La época del apareamiento era uno de esos aspectos misteriosos del comportamiento animal que intrigaban a Ayla –como el que los ciervos se desprendieran de su cornamenta y echaran una nueva y mayor todos los años–, del tipo de los que hacían quejarse a Creb de que preguntaba demasiado, cuando era pequeña. Tampoco sabía la razón por la que se apareaban los animales, aunque una vez sugirió que era el momento en que los machos mostraban su dominio sobre las hembras, o quizá, como los humanos, los machos tenían que aliviar sus necesidades.

Whinney había estado en celo la primavera anterior, pero entonces, aunque oyó que un garañón relinchaba en la estepa, no le fue posible ir a reunirse con él; pero esta vez parecía que la necesidad de la yegua joven era más apremiante. Ayla no recordaba haberla visto tan hinchada ni que se hubiera quejado tanto. Whinney se dejó acariciar y abrazar por la joven; después, la yegua dejó caer la cabeza y volvió a quejarse.

De repente el estómago de Ayla se le contrajo de ansiedad. Se recostó en la yegua como ésta solía hacerlo contra ella, cuando se sentía inquieta o asustada. ¡Whinney iba a dejarla! Resultaba demasiado inesperado; Ayla no había tenido tiempo de prepararse para la separación aunque debería haberlo hecho. Estuvo pensando en el porvenir de Bebé y en el suyo propio. Y, en cambio, lo que había llegado había sido la época del apareamiento para Whinney. La yegua necesitaba un garañón, un compañero.

Con gran desgana, Ayla salió de la caverna haciéndole señas a Whinney de que la siguiera. Cuando llegaron a la playa pedregosa que se extendía abajo, Ayla montó. Bebé se preparaba para seguirlas cuando Ayla hizo señas de: «¡Ya!», no deseaba llevar consigo al león cavernario. No iba de caza, pero Bebé no podía saberlo. Ayla tuvo que detenerle una vez más, firme y decididamente, antes de que se quedara atrás, viendo cómo se alejaban.

Hacía calor, a la vez que un fresco húmedo, en la estepa. El sol, a medio camino hacia mediodía, brillaba en un cielo azul pálido rodeado de un velo; el azul parecía desvaído, blanqueado por la intensidad de la brillantez. La nieve derretida provocaba una niebla fina que no limitaba la visibilidad, sino que suavizaba los ángulos agudos, y la niebla que se pegaba a las sombras frescas alisaba los contornos. La perspectiva se perdía, y toda la vista se presentaba como escorzada, prestando a todo el paisaje un aspecto de proximidad, una sensación de tiempo presente, aquí y ahora, como si no existieran otro tiempo ni otro lugar. Los objetos distantes parecían hallarse a pocos pasos, y sin embargo, se tardaba una eternidad en alcanzarlos.

Ayla no guiaba a la yegua; dejaba que Whinney la llevara, observando inconscientemente la dirección y los puntos de referencia. No le importaba adónde iba, no sabía que sus lágrimas estaban agregando su humedad salada a la humedad ambiente. Estaba sentada como floja, traqueteada, enfrascada en sus pensamientos. Recordó la primera vez que llegó al valle y la manada de caballos que había en la pradera. Pensó en la decisión que había tomado de quedarse, en su necesidad de cazar. Recordó haber llevado a Whinney a la seguridad de su caverna y de su fuego. Debería haber comprendido que no podía durar, que Whinney regresaría con los suyos, al igual que necesitaba hacerlo ella.

Un cambio en el trote de la yegua le llamó la atención. Whinney había encontrado lo que buscaba: allí delante había un pequeño grupo de caballos.

El sol había derretido la nieve que cubría una colina baja, revelando diminutos brotes verdes que emergían de la tierra. Los animales, ávidos de disfrutar de un cambio de la paja seca del invierno pasado, estaban mordisqueando la suculenta hierba nueva. Whinney se detuvo cuando los demás caballos levantaron la cabeza para mirarla. Ayla oyó el relincho de un semental. A un lado, sobre una loma que ella no había visto al llegar, pudo contemplarlo a sus anchas: era de color pardo rojizo y tenía negras las crines, la cola y la parte interior de las patas. Nunca había visto un caballo de color tan oscuro; casi todos tenían matices gris oscuro o beige tostado o, como Whinney, el color amarillo del heno maduro.

El semental relinchó, alzó la cabeza y torció el labio superior. Se encabritó y se puso a galopar hacia ellas, y de repente se detuvo a pocos pasos de distancia, piafando. Tenía el cuello en arco, la cola alzada y su erección era magnífica.

Whinney relinchó suavemente en respuesta y Ayla se deslizó a tierra; dio un abrazo a la yegua y se hizo atrás. Whinney volvió la cabeza para mirar a la joven que la había cuidado desde que era una potrilla.

–Anda, Whinney, ve con él –dijo–. Has encontrado tu compañero; ve con él.

Whinney sacudió la cabeza y relinchó dulcemente, antes de hacer frente al semental bayo. Él la rodeó, con la cabeza baja, mordisqueándole los jarretes, empujándola hacia su grey, como si fuera una prófuga díscola. Ayla la miraba alejarse, sin poder apartarse. Cuando el garañón la montó, Ayla no pudo por menos de recordar a Broud y el horrible dolor. Más adelante sólo fue desagradable, pero siempre odió que Broud la montara, y se sintió agradecida cuando finalmente se cansó de hacerlo.

Pero a pesar de sus gritos y quejas, Whinney no trataba de rechazar a su semental, y mientras Ayla observaba, experimentó extraños movimientos dentro de sí misma, sensaciones inexplicables. No podía apartar la vista del semental bayo, con sus patas delanteras sobre el lomo de Whinney, bombeando, esforzándose y relinchando. Sintió una humedad caliente entre sus piernas, una palpitación rítmica al compás de las pulsaciones del bayo, a la vez que un anhelo incomprensible. Respiraba fuerte, el corazón parecía latirle en las sienes, y sufría nostalgia por algo que era incapaz de describir.

Después, cuando la yegua amarilla siguió voluntariamente al bayo, sin echar una sola mirada hacia atrás, Ayla sintió un vacío tan grande que no creyó poder soportarlo. Comprendió lo frágil que era el mundo que había edificado a su alrededor en el valle, lo efímera que había sido su felicidad, lo precario de su existencia. Se volvió y echó a correr hacia el valle. Corrió hasta que la respiración le desgarró la garganta, hasta que el costado le dolió como si le hubieran asestado una puñalada. Corrió con la esperanza, en cierto modo, de que si corría lo bastante aprisa, podría dejar atrás toda la pena y toda su soledad.

Llegó a trompicones por la pendiente que conducía al prado y rodó cuesta abajo, quedándose quieta donde había caído, tratando de recobrar el aliento. Incluso después de respirar bien, no se movió; no quería moverse. No quería reponerse ni intentarlo, ni vivir. ¿De qué serviría? Estaba maldita. Eso habían dicho.

«¿Entonces por qué no puedo morirme? ¿Cómo se supone que voy a morir? ¿Por qué estoy condenada a perder todo lo que amo?» Sintió un aliento cálido y una lengua áspera que le lamía la sal de su mejilla, y al abrir los ojos vio al enorme león cavernario.

–¡Oh, Bebé! –exclamó llorando, abrazándose a él, que se tendió a su lado y, con las garras escondidas, puso su pata delantera encima de ella. Ayla rodó, abrazó el cuello peludo y hundió el rostro en la melena que crecía más cada día.

Cuando finalmente lloró tanto que no le quedaron lágrimas, y trató de ponerse de pie, se enteró del resultado de su caída: manos arañadas, rodillas y codos despellejados, una cadera y una espinilla golpeadas, y la mejilla derecha dolorida. Volvió a la caverna cojeando. Mientras se cuidaba los raspones y los golpes, tuvo un pensamiento que la hizo reaccionar.

«¿Y si me hubiera roto un hueso? Eso podría ser peor que morir, sin nadie para ayudarme.

»Pero no ha sido así. Si mi tótem quiere mantenerme con vida, tal vez tenga sus razones. Quizá el espíritu del León Cavernario me haya enviado a Bebé porque sabía que Whinney me dejaría.

»También Bebé me dejará. No tardará en desear una compañera. La encontrará, a pesar de que no se ha criado en una familia de leones. Va a ser tan enorme que podrá defender un vasto territorio. Y es buen cazador. No pasará hambre mientras busque una familia, o por lo menos una leona.»

Sonrió crispadamente.

«Cualquiera diría que soy una madre del Clan preocupándose porque su hijo se convierta en un cazador experto y valeroso. Al fin y al cabo, no es hijo mío. Sólo es un león ordinario... No, no es un león cavernario ordinario. Es casi tan grande como algunos leones adultos, y es un cazador precoz. Pero me dejará...

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