El valle de los caballos (46 page)

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Authors: Jean M. Auel

En ocasiones, un macho y una hembra vagabundos se unían para formar el núcleo de una nueva familia, pero tenían que defender su territorio a fuerza de zarpazos entre territorios colindantes. Era una existencia precaria.

Pero Ayla no era una leona madre: era humana. Los padres humanos no sólo protegían a sus crías, sino que las alimentaban. Bebé, como siguió llamándole, fue tratado como nunca lo había sido un león cavernario: no tuvo que pelear con hermanos por las sobras ni evitar los rudos golpes de sus mayores. Ayla le alimentaba; cazaba para él. Pero si bien le daba su parte, no cedía la suya. Le dejaba chuparle los dedos cuando el cachorro sentía la necesidad de hacerlo, y solía llevárselo a la cama.

Por naturaleza él estaba acostumbrado a hacer sus necesidades fuera, y salía de la caverna, excepto cuando al principio no podía moverse. Pero aun entonces, cuando se ensuciaba, hacía una mueca de asco tal que Ayla no podía por menos de sonreír. No eran éstas las únicas ocasiones en que la hacía sonreír. Las payasadas de Bebé provocaban a veces sus carcajadas. Al cachorro le gustaba acecharla, y le gustaba todavía más si ella fingía no darse cuenta y se hacía la sorprendida cuando él se dejaba caer sobre su espalda, aunque a veces era ella quien lo sorprendía a él, volviéndose de repente y recibiéndole en sus brazos.

Siempre se había consentido a los niños del Clan; el castigo era pocas veces algo más que ignorar un comportamiento que pretendía llamar la atención. A medida que iban creciendo y se percataban más de la posición concedida a los hermanos mayores y los adultos, los niños empezaban a resistirse a los mimos, por demasiado infantiles, y a emular los modales de los mayores. Cuando esta actitud provocaba la aprobación inevitable, era lógico perseverar en ella.

Ayla mimaba de la misma manera al león cavernario, especialmente al principio, pero a medida que fue creciendo, hubo veces en que sus juegos le hicieron daño sin querer. Si arañaba alocadamente o la derribaba con un ataque fingido, la respuesta usual de Ayla consistía en dejar de jugar, acompañada generalmente del gesto del Clan para decir: «¡Ya!». Bebé era sensible a los cambios de humor de la joven. Si ésta se negaba a jugar, a tirar de un palo o de un trozo viejo de cuero, a menudo trataba de congraciarse con ella mediante un comportamiento que la hacía sonreír o bien intentaba chuparle los dedos.

Comenzó a responder a las señales de «¡Ya!» con las mismas acciones. Ayla, con su sensibilidad habitual en lo concerniente a acciones y posturas, observó la conducta del cachorro y empezó a utilizar la señal para detenerle tan pronto como quería que dejara de hacer lo que estaba haciendo. No era tanto cuestión de adiestrarle como de una respuesta mutua, pero el animal aprendía rápidamente. Se detenía a medio camino o trataba de interrumpir un brinco en el aire, cuando ella hacía la señal. Por lo general necesitaba ser tranquilizado chupándole los dedos siempre que Ayla le hacía la señal de detenerse con una fuerza imperiosa, como si comprendiera que había hecho algo que la desagradaba.

Por otra parte, ella comprendía sus impulsos y no le constreñía físicamente. Era tan libre de ir y venir como ella misma o la yegua. Nunca se le ocurrió a Ayla encerrar ni atar a sus compañeros animales. Eran su familia, su clan, criaturas vivientes que compartían su caverna y su vida. En su mundo solitario, eran sus únicos amigos.

Pronto olvidó lo raro que le parecería al Clan verla vivir con animales; no obstante, lo que la tenía maravillada era el tipo de relación existente entre la yegua y el león. Eran enemigos naturales, presa y depredador. Si ella hubiera recordado tal circunstancia al encontrar al cachorro herido, tal vez no lo habría llevado a la caverna que compartía con una yegua. Nunca hubiera creído que pudiesen vivir juntos, menos aún que se entendieran tan bien.

Al principio Whinney se había limitado a tolerar al cachorro, pero una vez que éste se puso en pie y se movió de un lado para otro, resultaba difícil ignorarle. Cuando vio que Ayla tiraba de un extremo de un trozo de cuero mientras Bebé sujetaba el otro extremo entre sus dientes, agitando la cabeza y con aire amenazador, la curiosidad natural de la yegua se impuso. Tuvo que acercarse y ver lo que estaba pasando, y desde entonces participó. Después de olfatear el cuero, a veces lo cogía con los dientes haciendo un juego a tres. Cuando Ayla lo soltaba, era un juego entre yegua y león. Con el tiempo, Bebé adquirió el hábito de arrastrar un trozo de cuero –bajo su cuerpo y entre sus patas delanteras, como habría de arrastrar una presa algún día– atravesándose en el camino de la yegua, tratando de provocarla para que agarrara un extremo y jugara con él. Whinney solía darle gusto. Como no tenía hermanos con quienes practicar juegos de león, Bebé se las arreglaba con las criaturas que tenía a mano.

Otro juego –que no divertía tanto a Whinney, pero al que por lo visto Bebé no podía resistirse– era una especie de atrapa-la-cola, sobre todo la cola de Whinney. Bebé la acechaba; agazapado, la veía moverse de un lado a otro tan provocativamente que avanzaba silenciosa y furtivamente, temblando de excitación. Entonces, con un estremecimiento de gozo anticipado, brincaba y acababa con un delicioso bocado de crines. A veces, Ayla estaba segura de que Whinney jugaba también, perfectamente consciente de que su cola era objeto de un deseo tan intenso pero fingiendo no darse cuenta. La yegua siempre fue juguetona; pero no había tenido con quién jugar anteriormente. Ayla no era propensa a inventar juegos; nunca había aprendido.

Al cabo de un rato, cuando ya había jugado bastante, Whinney se volvía contra el atacante y mordisqueaba la rabadilla de Bebé. Aunque también ella era indulgente, nunca cedía su posición dominante. Bebé podía ser un león cavernario, pero sólo era un cachorro. Y si Ayla era su madre, Whinney se convirtió en su niñera. Mientras los juegos entre ambos se fueron desarrollando con el tiempo, el cambio de la simple tolerancia a un cuidado activo fue el resultado de una característica en particular: a Bebé le gustaban los excrementos.

Ahora bien, los excrementos de animales carnívoros no le interesaban; a Bebé sólo le gustaban los de herbívoros y rumiantes, y cuando salían a la estepa, se revolcaba en los que encontraba. Como sucedía con la mayor parte de sus juegos, esto formaba parte de su preparación para sus cacerías futuras. El excremento de un animal puede disimular el olor a león, pero no por ello reía menos Ayla cuando le veía descubrir un nuevo montón de excrementos. El de mamut era particularmente agradable para él; Bebé atrapaba las gruesas bolas, las rompía y después se tendía encima.

Sin embargo, no había excrementos tan maravillosos como los de Whinney. La primera vez que encontró el montón de estiércol seco que utilizaba Ayla para complementar la leña, no acababa de saciarse. Lo llevaba de un lado a otro, se revolcaba encima, jugaba, se sumergía en él. Cuando Whinney entró en la caverna, percibió su propio olor en él. Desde aquel instante dejó de sentirse nerviosa cerca del cachorro y le consideró como un hijo adoptivo. Lo guiaba, lo cuidaba, y si él respondía a veces de una forma extraña, eso no influía en los cuidados que le prodigaba.

Aquel verano, Ayla fue más feliz que nunca desde que se alejó del Clan. Whinney había sido una compañía y algo más que una amiga; Ayla no sabía qué habría hecho sin ella durante el prolongado invierno solitario. Sin embargo, la aparición de Bebé en su vida le proporcionó una nueva dimensión: la hacía reír. Entre el caballo protector y el cachorro juguetón, siempre estaba ocurriendo algo divertido.

Un caluroso día de mediados del verano, Ayla se encontraba en el prado vigilando al cachorro y a la yegua que practicaban un juego nuevo. Corrían uno tras otro en un amplio círculo. Al principio el leoncito se detenía justo lo necesario para que Whinney le alcanzara, después brincaba hacia delante mientras ella frenaba hasta que él cerraba el círculo y la alcanzaba por detrás. Entonces ella saltaba hacia delante y él corría relativamente despacio hasta que ella volvía a lo mismo. Ayla consideraba que era lo más divertido que había visto en su vida; reía, reía y reía hasta que cayó de espaldas contra un árbol sujetándose el estómago.

Cuando fueron apagándose sus carcajadas, por alguna razón cobró conciencia de sí misma. ¿Qué ruido era aquel que hacía cuando algo la divertía? ¿Por qué lo hacía? Surgía con toda facilidad cuando no había allí nadie para recordarle que no era conveniente. ¿Por qué no lo era? No podía recordar haber visto nunca a nadie del Clan riendo o sonriendo, excepto a su hijo. No obstante, entendían el humorismo, celebraban los chascarrillos y una expresión complacida solía asomar a sus ojos. La gente del Clan hacía una mueca parecida a la sonrisa de ella, recordó; pero transmitía un temor nervioso o una amenaza, no la dicha que ella sentía.

Por tanto, si la risa la hacía sentirse tan bien y brotaba tan fácilmente, ¿cómo podía ser algo malo? ¿Reirían las otras personas iguales a ella? Los Otros. Sus cálidos sentimientos de gozo se esfumaron; no le gustaba pensar en los Otros. Eso le hacía comprender que había dejado de buscarlos y la llenaba de emociones complejas. Iza le había dicho que los buscara, y vivir sola podría ser peligroso. Si enfermara o sufriese un accidente, ¿quién la ayudaría?

Pero ¡era tan feliz en el valle con su familia animal! Ni Whinney ni Bebé la miraban con reprobación cuando se olvidaba y echaba a correr. Nunca le decían que no sonriera, que no llorase, ni lo que podía cazar ni cuándo ni con qué armas. Podía hacer lo que quisiera, y eso la hacía sentirse libre. No consideraba que el tiempo que pasaba atendiendo a sus necesidades materiales –como el alimento, el calor y el abrigo– limitase su libertad, puesto que representaba la mayoría de sus esfuerzos. Justo lo contrario: la inspiraba confianza en sí misma saber que se podía cuidar sola.

Con el paso del tiempo, y especialmente desde la llegada de Bebé, la pena que sentía por la gente a quien amaba se había calmado. El vacío, la necesidad de contacto humano, era una pena tan constante que ya parecía algo normal. Cualquier alivio significaba gozo y los dos animales contribuían mucho a llenar aquel vacío. Le gustaba pensar en su organización, en algo así como Iza, Creb y ella cuando era pequeña, salvo que Whinney y ella se ocupaban de Bebé. Y cuando el cachorro de león, con las garras escondidas, la abrazaba con las patas delanteras mientras ella le mimaba por la noche, casi podía imaginar que era Durc.

No tenía ganas de salir en busca de Otros desconocidos, cuyas costumbres y restricciones ignoraba; Otros que pudieran privarla de su risa. «No lo harán», se decía. «No volveré a vivir con nadie que no me permita reír.»

Los animales se habían cansado de jugar. Whinney estaba paciendo y Bebé descansaba cerca de ella, con la lengua fuera, jadeando. Ayla silbó, lo cual atrajo a Whinney, con el león caminando pesadamente tras ella.

–Tengo que ir a cazar, Whinney –indicó por señas–. Este león come mucho y se está poniendo muy grande.

Una vez que el leoncito cavernario se restableció de sus heridas, siempre andaba detrás de Ayla o de Whinney. Los cachorros nunca se quedaban solos, lo mismo que tampoco se dejaba solos a los bebés del Clan, de manera que aquella conducta parecía perfectamente normal. No obstante, planteaba un problema. ¿Cómo podría cazar con un cachorro de león pegado a sus talones? Sin embargo, al despertarse el instinto protector de Whinney, el problema se resolvió solo. Era costumbre que una madre leona formara un subgrupo con sus cachorros y una hembra joven, cuando eran pequeños. La hembra joven se ocupaba de los cachorros mientras la leona iba de caza, y Bebé aceptó que Whinney desempeñara ese papel. Ayla sabía que ninguna hiena o cualquier otro animal similar se atrevería a desafiar las coces de la yegua irritada en defensa de su pupilo, pero eso significaba que tendría que volver a cazar a pie. Sin embargo, recorrer la estepa cerca de la caverna, en busca de animales pequeños adecuados para su honda de dos piedras, le brindó una oportunidad inesperada.

Ayla había evitado siempre acercarse a la familia de leones cavernarios que recorrían el territorio al este de su valle. Pero la primera vez que vio algunos leones descansando a la sombra de unos pinos retorcidos, decidió que había llegado la hora de enterarse de algo más acerca de las criaturas que personificaban su tótem.

Peligrosa pretensión; aunque era cazadora, sería fácil convertirse en presa. No obstante, había observado anteriormente a depredadores y aprendido la manera de pasar inadvertida. Los leones sabían que les estaba observando, pero al cabo de algún tiempo decidieron ignorarla. Eso no eliminaba el peligro; uno de ellos podría volverse contra ella en cualquier momento, sin otra razón que un arrebato de mal humor, pero cuanto más los observaba, más fascinada se sentía.

Pasaban la mayor parte del tiempo descansando o durmiendo, pero cuando cazaban, se convertían en velocidad y furia en acción. Los lobos, cazando en manada, podían matar un gran ciervo; una leona cavernaria era capaz de hacerlo sola y con mayor rapidez. Cazaban únicamente cuando tenían hambre, y podían limitarse a comer sólo una vez en varios días. No necesitaban almacenar alimentos, como ella; cazaban a lo largo de todo el año.

Tendían a ser cazadores nocturnos en verano, cuando hacía calor de día; en invierno, cuando la naturaleza daba mayor densidad a sus mantos, aclarando el matiz hasta el color marfil para facilitarles el mimetismo con el paisaje, los había visto cazar de día. El riguroso frío impedía que la tremenda energía que quemaban al cazar los acalorara exageradamente. De noche, cuando bajaba la temperatura, dormían amontonados en una cueva o un saliente rocoso que los protegía del viento, o en medio de las piedras de un cañón que había acumulado el calor del lejano sol durante el día y que lo devolvía en la oscuridad.

La joven regresaba a su valle después de un día de observación en que había experimentado un respeto mayor aún por el animal del espíritu de su tótem. Había estado viendo cómo las leonas derribaban a un viejo mamut cuyos colmillos eran tan largos que se curvaban hacia atrás y se cruzaban por delante. Toda la familia se había empapuzado con la presa. ¿Cómo pudo ella salvarse de uno de aquellos animales cuando sólo tenía cinco años de edad, y conservar tan sólo unas cicatrices para atestiguarlo? Cada vez comprendía mejor el pasmo del Clan. «¿Por qué me escogió el León Cavernario?» Durante un instante experimentó un curioso presentimiento; nada específico, pero eso la hizo pensar en Durc.

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