El vencedor está solo (22 page)

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Authors: Paulo Coelho

El síndrome de la celebridad, capaz de destruir carreras, matrimonios y valores cristianos, capaz de cegar a los sabios y a los ignorantes. Grandes científicos se han visto agraciados con un premio importante y debido a eso han abandonado sus investigaciones, que podrían mejorar la humanidad, y viven de conferencias que alimentan su ego y su cuenta bancaria. El indio de la selva amazónica, súbitamente adoptado por un cantante famoso, que decide que está siendo explotado en su miseria. El fiscal que trabaja duro defendiendo los derechos de gente menos favorecida decide presentarse a un cargo público, lo consigue y empieza a creerse inmune a todo, hasta que un día lo descubren en un motel con un profesional del sexo, pagado por los contribuyentes.

El síndrome de la celebridad. Las personas olvidan quiénes son y creen lo que los demás dicen sobre ellas. La Superclase, el sueño de todos, el mundo sin sombras ni tinieblas, la palabra «sí» como respuesta a cualquier petición.

Igor es poderoso. Ha luchado toda su vida para llegar hasta donde está. Para que eso sucediese se vio obligado a participar en cenas aburridas, conferencias interminables, reuniones con gente que detestaba, sonreír cuando tenía ganas de insultar, insultar cuando en realidad sentía pena de los pobres «infelices» que siempre «servían de ejemplo». Trabajó día y noche, fines de semana, enterrado en reuniones con sus abogados, administradores, empleados, asesores de prensa. Partió de cero y tras la caída del régimen comunista consiguió llegar a la cima. Más aún, consiguió sobrevivir a las tormentas políticas y económicas que asolaron su país durante las dos primeras décadas del nuevo régimen.

¿Y todo eso por qué? Porque temía a Dios y sabía que el camino recorrido en su vida era una bendición que debía respetar, o podría perderlo todo.

Por supuesto, en algunos momentos algo le decía que estaba dejando de lado la parte más importante de esa bendición: Ewa. Pero durante muchos años tuvo la certeza de que ella lo comprendía, que aceptaba que aquello era una etapa más, y que pronto podrían disfrutar de todo el tiempo que quisieran juntos. Hacían grandes planes: viajes, paseos en barco, una casa aislada en medio de una montaña, con la chimenea encendida, y la seguridad de que podían quedarse allí el tiempo necesario, sin tener que pensar en dinero, deudas, obligaciones. Encontrarían un colegio para los numerosos niños que planeaban tener juntos, pasarían tardes enteras paseando por los bosques de los alrededores, cenarían en pequeños pero acogedores restaurantes locales.

Tendrían tiempo para ocuparse del jardín, leer, ir al cine, hacer las cosas simples con las que todo el mundo sueña, las únicas cosas capaces de llenar la vida de cualquier individuo sobre la faz de la Tierra. Cuando llegaba a casa, con un montón de papeles que esparcía sobre la cama, él le pedía un poco más de paciencia. Cuando el teléfono móvil sonaba precisamente el día que habían decidido pasar juntos, y se veía obligado a interrumpir la conversación y pasarse un rato discutiendo con la otra persona al otro lado de la línea, volvía a pedirle un poco más de paciencia. Sabía que Ewa hacía lo posible y lo imposible para que él se sintiera cómodo, aunque de vez en cuando se quejaba, con mucho cariño, diciéndole que tenían que aprovechar la vida mientras eran jóvenes, ya que tenían dinero suficiente para las cinco generaciones siguientes.

Igor lo confirmaba: podía dejarlo ese mismo día. Ewa sonreía, acariciaba su rostro, y en ese momento él recordaba que había olvidado algo importante, cogía el móvil o se acercaba al ordenador y llamaba o enviaba un mensaje.

Un hombre de aproximadamente cuarenta años se levanta, mira el bar a su alrededor, agita un periódico sobre su cabeza y grita:

—«Violencia y terror en Tokio», dice el titular. «Siete personas asesinadas en una tienda de juegos electrónicos.»Todos dirigen la vista hacia él.

—¡Violencia! ¡No saben de qué hablan! ¡La violencia está aquí!

Igor siente que un escalofrío le recorre la espalda.

—Si un desequilibrado mata a puñaladas a un puñado de inocentes, todo el mundo se horroriza. Pero ¿quién presta atención a la violencia intelectual que tiene lugar en Cannes? Nuestro festival está siendo aniquilado en nombre de una dictadura.

Ya no se trata de escoger la mejor película, sino de cometer crímenes contra la humanidad, obligando a la gente a comprar productos que no desean, olvidar el arte para pensar en la moda, dejar de asistir a proyecciones de películas para participar en comidas y cenas. ¡Eso es una barbaridad! Yo estoy aquí...

—Cállate —dice alguien—. A nadie le interesa saber por qué estás aquí.

—... ¡Estoy aquí para denunciar la esclavitud de los deseos del hombre, que toma sus decisiones no por su inteligencia, sino por la propaganda, la mentira! ¿Por qué os preocupáis por las puñaladas de Tokio y no dais importancia a las puñaladas que toda una generación de cineastas tienen que soportar?

El hombre hace una pausa, esperando la ovación consagradora, pero ni siquiera percibe el silencio de la reflexión; todos han vuelto a sus conversaciones en las mesas, indiferentes a lo que allí se acaba de decir. Vuelve a sentarse, aparentando un aire de suprema dignidad, pero con el corazón destrozado por culpa del ridículo que acaba de hacer.

«Vi-si-bi-li-dad —piensa Igor—, El problema es que nadie le ha prestado atención.»

Ahora le toca a él mirar a su alrededor. Ewa está en el mismo hotel, y después de muchos años de matrimonio, es capaz de jurar que está tomando un café o un té no muy lejos del lugar en el que él está sentado. Ha recibido sus mensajes, y seguramente ahora lo busca porque sabe que él también está cerca.

No consigue verla. Y no puede dejar de pensar en ella, su obsesión. Recuerda una noche, en que volvía tarde a casa en la limusina importada, conducida por un chófer que al mismo tiempo hacía las veces de guardia de seguridad (habían luchado juntos en la guerra de Afganistán, pero la suerte les había sonreído de manera diferente a ambos). Le pidió que parase en el hotel Kempinski, dejó el móvil y los papeles en el coche y subió hasta el bar que había en la azotea del edificio. Al contrario que esa azotea de Cannes, el lugar estaba casi vacío, a punto de cerrar. Les dio una generosa propina a los empleados e hizo que siguieran trabajando para él una hora más.

Y fue allí donde se dio cuenta de todo. No, no era cierto que lo dejaría al mes siguiente, ni al año siguiente, ni la década siguiente. Nunca tendrían la casa de campo ni la familia que soñaban. Esa noche, Igor se preguntaba por qué todo aquello era imposible, y sólo tenía una respuesta.

El camino del poder no tiene vuelta atrás. Iba a ser eternamente esclavo de aquello que había escogido, y si realizaba su sueño de dejarlo todo, caería en una profunda depresión.

¿Por qué se comportaba de ese modo? ¿Por culpa de las pesadillas nocturnas, cuando recordaba las trincheras, al chico joven y asustado que cumplía un deber que él no había escogido, que lo obligaba a matar? ¿Por qué no podía olvidar a su primera víctima, un campesino que se había puesto en la línea de tiro cuando el Ejército Rojo luchaba contra los guerrilleros afganos? ¿Debido a las muchas personas que primero lo contemplaron con descrédito y después lo humillaron, cuando decidió que el futuro estaba en la telefonía móvil y empezó a buscar inversores para su negocio? ¿Porque al principio tuvo que aliarse con el poder en la sombra, los mafiosos rusos que querían lavar el dinero obtenido en la prostitución?

Consiguió devolver los préstamos sin tener que corromperse a sí mismo y sin deber favores a nadie. Consiguió negociar con el poder en la sombra, y a pesar de eso, mantener su luz. Sabía que la guerra era cosa de un pasado remoto y que nunca volvería a un campo de batalla. Encontró a la mujer de su vida. Trabajaba en lo que siempre había querido. Era rico, era riquísimo, de hecho y aunque el día de mañana volviera el régimen comunista, la mayor parte de su fortuna personal estaba fuera del país.

Mantenía buenas relaciones con todos los partidos políticos. Conocía a grandes personalidades mundiales. Creó una fundación que se ocupaba de los huérfanos de soldados muertos durante la invasión soviética de Afganistán.

Pero allí, en aquel café cercano a la plaza Roja, siendo el único cliente y sabiendo que tenía poder suficiente como para pagarles a los camareros para que pasasen allí toda la noche, lo comprendió.

Lo comprendió porque vio que lo mismo le sucedía a su mujer, que ahora solía viajar, llegaba tarde cuando se encontraba en Moscú, e iba a sentarse directamente frente al ordenador en cuanto entraba por la puerta. Comprendió que, contrariamente a lo que todos pensaban, el poder absoluto es sinónimo de esclavitud. Cuando se llega ahí, ya no se quiere salir. Siempre hay una nueva montaña que conquistar. Siempre hay un competidor al que vencer o superar. Junto a otras dos mil personas, él formaba parte del club más exclusivo del mundo, que se reúne una vez al año en Davos, Suiza, en el Foro Económico Mundial; todas eran más que ricas, millonarias, poderosas. Y todas ellas trabajaban desde la mañana hasta la noche con el objetivo de querer llegar siempre más lejos, sin cambiar nunca de tema: adquisiciones, bolsas de valores, tendencias de mercado, dinero y más— dinero. Trabajar no porque se necesitase algo, sino porque se creían necesarios; debían alimentar a miles de familias, creían que tenían una enorme responsabilidad para con sus gobiernos y para con sus socios. Trabajaban pensando honestamente que estaban ayudando al mundo, lo que podía ser verdad, pero el pago exigido eran sus propias vidas.

Al día siguiente hizo algo que siempre había detestado: buscó un psiquiatra; debía de haber algo que estaba mal. Entonces descubrió que tenía una enfermedad bastante común entre aquellos que habían alcanzado algo que parecía fuera de los límites de una persona común. Era un trabajador compulsivo, un workaholic, palabra con la que se denomina este tipo de desorden. Los trabajadores compulsivos, dijo el psiquiatra, cuando no están involucrados en los desafíos y los problemas de su compañía, corren el riesgo de caer en una profunda depresión.

—Un desorden cuyo motivo todavía no conocemos, pero que está asociado a la inseguridad, a ciertos miedos infantiles, a una realidad que se pretende negar. Es algo tan serio como la adicción a las drogas, por ejemplo.

»Pero, al contrario que éstas, que disminuyen la productividad, el trabajador compulsivo acaba contribuyendo enormemente a la riqueza de su país. Por tanto, a nadie le interesa que se cure.

—¿Y cuáles son las consecuencias?

—Usted debe de saberlo, por eso ha venido en mi busca. La más grave es la destrucción de la vida familiar. En Japón, uno de los países donde la enfermedad se manifiesta con más frecuencia y a veces con consecuencias fatales, hay varios procedimientos para controlar la obsesión.

En los dos últimos años de su vida, no recordaba haber escuchado a nadie con el mismo respeto que le dedicaba al hombre de gafas y bigote que estaba sentado enfrente de él.

—Entonces puedo pensar que hay una solución para esta enfermedad.

—Cuando un trabajador compulsivo va en busca de la ayuda de un psiquiatra es porque está preparado para curarse. De cada mil casos, sólo uno se da cuenta de que necesita ayuda.

—Necesito ayuda. Tengo dinero suficiente...

—Ésas son las palabras típicas de un trabajador compulsivo. Sí, sé que tiene dinero suficiente, como todos los demás. Sé quién es usted; he visto fotos suyas en fiestas benéficas, en congresos, y en una audiencia privada con nuestro presidente... Él también tiene los mismos síntomas de ese desorden, dicho sea de paso.

»E1 dinero no es suficiente. Quiero saber si tiene la voluntad necesaria.

Igor pensó en Ewa, en la casa en las montañas, en la familia que le gustaría formar, en los cientos de millones de dólares que tenía en el banco. Pensó en su prestigio y en su poder en ese momento, y en lo difícil que sería abandonarlo todo.

—No le estoy sugiriendo que abandone por completo lo que hace —añadió el psiquiatra, como si pudiera leer su pensamiento—, Le estoy diciendo que use su trabajo como fuente de alegría, y no como una obsesión compulsiva.

—Sí, estoy preparado.

—¿Y cuál es su gran motivo para eso? Al fin y al cabo, todos los trabajadores compulsivos piensan que están satisfechos con lo que hacen; ninguno de sus amigos en su misma situación reconocerá que necesita ayuda.

Igor bajó los ojos.

—¿Cuál es su gran motivo? ¿Quiere que yo responda por usted? Muy bien, lo haré. Como he dicho antes, su familia se está destruyendo.

—Peor que eso. Mi mujer tiene los mismos síntomas. Empezó a distanciarse de mí a partir de un viaje que hicimos al lago Baikal. Y si existe en este mundo alguien por quien yo sería capaz de matar de nuevo...

Igor se percató de que había hablado más de la cuenta. El psiquiatra, sin embargo, parecía impasible al otro lado de la mesa.

—Si existe alguien en el mundo por quien yo podría hacer cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, es mi mujer.

El psiquiatra llamó a su ayudante y le pidió que concertase una serie de citas. No le preguntó a su cliente si estaría disponible en esas fechas: formaba parte del tratamiento dejar claro que cualquier compromiso, por importante que fuera, podía esperar.

—¿Puedo hacerle otra pregunta?

El médico asintió con la cabeza.

—¿El hecho de trabajar más de lo que debo no se puede considerar también como algo noble? ¿Como un profundo respeto a las oportunidades que Dios me ha dado en esta vida? Como una manera de corregir a la sociedad, aunque a veces uno se vea obligado a utilizar métodos un poco...

Silencio.

—... ¿un poco qué?

—Nada.

Igor salió de la consulta confuso, y aliviado al mismo tiempo. Tal vez el médico no entendiera la esencia de todo lo que hacía: la vida siempre tiene una razón, todas las personas están unidas, y muchas veces hay que extirpar los tumores malignos para que el cuerpo siga estando sano. La gente se encierra en su mundo egoísta, hace planes que no incluyen al prójimo, creen que el planeta es un simple terreno que explotar, siguen sus instintos y sus deseos sin dedicarse en absoluto al bienestar colectivo.

No estaba destruyendo su familia, simplemente quería dejarles un mundo mejor a los hijos que soñaba tener. Un mundo sin drogas, sin guerras, sin el escandaloso mercado del sexo, en el que el amor fuera la gran fuerza que une a todas las parejas, las naciones y las religiones. Ewa acabaría comprendiéndolo, aunque en ese momento su matrimonio atravesara por una crisis, sin duda enviada por el Maligno.

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