El Viajero (15 page)

Read El Viajero Online

Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

Las cámaras de vigilancia siguieron a Lawrence cuando salió de la oficina, recorrió el pasillo y tomó el ascensor hasta el aparcamiento del sótano del edificio de Administración. Cuando cruzó la verja del complejo, sus movimientos fueron espiados por un satélite GPS que envió la información al ordenador de la Fundación.

Durante su época en la Casa Blanca, el general Nash había propuesto que todos los ciudadanos norteamericanos llevaran un Enlace de Protección o dispositivo EP. El programa gubernamental Freedom from Fear hacía hincapié en la seguridad nacional y en sus aspectos prácticos. Codificado de una determinada manera, un dispositivo EP podía convertirse en una tarjeta de crédito o de pago universal; podía dar acceso al historial médico en caso de accidente de su portador. Si todos los norteamericanos leales y obedientes de la ley llevaban un dispositivo EP, el crimen podía desaparecer en pocos años. En el anuncio de una revista, unos jóvenes padres arropaban a su dormida hija cuya tarjeta EP colgaba del cuello de su osito de peluche. El eslogan era simple pero efectivo: «Mientras usted descansa nosotros luchamos contra el terrorismo».

En realidad, ya se habían implantado chips de identidad que funcionaban mediante radiofrecuencia bajo la piel de miles de norteamericanos, principalmente gente mayor delicada de salud. Identificaciones similares rastreaban a los empleados de las grandes compañías. La mayoría de los ciudadanos veía con buenos ojos un dispositivo que podía protegerlos de peligros desconocidos y que los ayudaría a no tener que hacer cola en la caja de su supermercado favorito. A pesar de todo, el EP se convirtió en el blanco de los ataques de los grupos izquierdistas defensores de los derechos civiles y de los liberales de derechas. Después de perder el favor de la Casa Blanca, el general Nash se vio obligado a dimitir.

Cuando se puso al frente de la Fundación Evergreen, organizó de inmediato un sistema privado de EP. Los empleados podían llevar sus tarjetas de identificación en el bolsillo o colgárselas del cuello; sin embargo, a los altos cargos se les implantó un chip bajo la piel. La cicatriz del dorso de sus manos era indicativa de su alto rango dentro de la Fundación. Una vez al mes, Lawrence tenía que meter la mano en un cargador especial y notaba un cálido cosquilleo mientras el chip se cargaba de energía suficiente para seguir transmitiendo.

Lawrence pensaba que ojalá hubiera sabido cómo funcionaba el EP al principio del programa. Un satélite GPS seguía los movimientos de todos los empleados, y el ordenador establecía una Retícula de Destinos Frecuentes (RDF) para cada uno de ellos. Como la mayoría de la gente, Lawrence pasaba el noventa por ciento de su vida en la misma retícula de destinos: compraba en determinados establecimientos, iba a cierto gimnasio y se trasladaba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Si Lawrence hubiera estado al tanto de la retícula, durante el primer mes habría hecho algunas cosas poco frecuentes.

Cada vez que se desviaba de su RDF, una lista de preguntas aparecía de inmediato en su ordenador: «¿Por qué estaba usted en Manhattan a las 21.00 h del miércoles?». «¿Por qué ha ido a Times Square?» «¿Por qué caminó por la Calle 42 hasta la estación Grand Central?» Todas las preguntas eran generadas por ordenador, pero había que contestarlas igualmente. Lawrence se preguntaba si sus respuestas iban a parar rápidamente a un archivo que nadie leía o si eran analizadas por otro programa. Si uno trabajaba para la Hermandad, no sabía cuándo era observado; por lo tanto, tenía que asumir que lo era constantemente.

Cuando Lawrence entró en su casa se quitó los zapatos y la corbata y tiró el maletín bajo la mesa auxiliar. Había comprado todos los muebles con la ayuda de una decoradora contratada por la Fundación. La mujer había declarado que Lawrence tenía una personalidad «primaveral», y en consecuencia los muebles y los cuadros estaban coordinados en tonos pastel, azules y amarillos.

Lawrence siguió el mismo ritual de siempre cuando se encontraba al fin solo: gritó, se situó ante un espejo, sonrió e hizo todo tipo de muecas mientras chillaba como un poseso. Luego, se dio una ducha y se puso una bata.

Un año antes había construido una habitación secreta en el despacho de su casa. Tardó meses en conectarla y ocultarla tras una librería que se desplazaba sobre ruedecillas. Había estado allí hacía tres días y era el momento de hacerle otra visita. Corrió la estantería unos centímetros, se deslizó dentro y encendió la luz. Un pequeño altar budista exhibía dos instantáneas de sus padres tomadas durante una calurosa primavera en Nagano, Japón. En una de ellas se sonreían mutuamente y se sostenían de la mano. En la segunda, su padre aparecía sentado, solo, mirando las montañas con expresión de tristeza. En una mesa, delante de él, había dos antiguas espadas japonesas: la primera, con una incrustación de jade en el mango; la otra, con dos encastres de oro.

Lawrence abrió una caja de ebonita y sacó un teléfono vía satélite y un ordenador portátil. Un minuto más tarde se había conectado y navegaba por la red hasta que dio con un Arlequín francés llamado Linden en un chat dedicado a la música trance.

—«Aquí el hijo de Sparrow» —tecleó.

—«¿En lugar seguro?»

—«Eso creo.»

—«¿Noticias?»

—«Hemos localizado un médico que está de acuerdo en implantar los sensores en el cerebro de los sujetos. El tratamiento empezará pronto.»

—«¿Alguna otra noticia?»

—«Creo que el equipo informático ha hecho progresos. Parecían muy contentos a la hora de comer. Todavía no tengo acceso a sus investigaciones.»

—«¿Han encontrado los dos elementos cruciales del experimento?»

Lawrence contempló la pantalla unos instantes y tecleó rápidamente:

—«En estos momentos los están buscando. El tiempo se acaba. Tienen que encontrar a los hermanos.»

13

La entrada principal del edificio que albergaba la fábrica de ropa del Señor Bubble estaba flanqueada por dos obeliscos de piedra empotrados en el muro de ladrillo. El vestíbulo de la planta baja aparecía lleno de figuras de yeso de tumbas egipcias; y las paredes de la escalera, cubiertas de jeroglíficos. Gabriel se preguntó si habrían contratado a un especialista en la materia para que los pintara o si los habían sacado de una enciclopedia. Cuando caminaba de noche por el desierto edificio, solía acariciar los jeroglíficos y recorrer sus dibujos con los dedos.

Los trabajadores empezaban a llegar temprano a la fábrica todos los días laborables. La planta baja se destinaba a recepción y expediciones; la dirigían jóvenes hispanos que vestían pantalones holgados y camisetas blancas. Los tejidos que llegaban eran enviados a las cortadoras del tercer piso por el montacargas. En esos momentos, se dedicaban a la lencería; las cortadoras extendían los rollos de satén y rayón en grandes mesas y los cortaban con tijeras eléctricas. Las costureras del segundo piso eran inmigrantes ilegales que provenían de México y Centroamérica. El Señor Bubble les pagaba treinta y dos centavos por pieza. Trabajaban sin parar en una sala sucia y ruidosa, pero siempre parecían estar riendo de algo y charlando entre ellas. Varias tenían fotos de la Virgen María enganchadas con cinta a sus máquinas de coser, como si la Santa Madre fuera a velar por ellas mientras confeccionaban rojos corpiños con corazones dorados colgando de la cremallera de la espalda.

Gabriel y Michael habían pasado los últimos días viviendo en la cuarta planta, una zona donde se almacenaban cajas y muebles viejos de oficina. Deek había comprado unos camastros y unos sacos de dormir en una tienda de deportes. El edificio no disponía de duchas, pero por la noche los dos hermanos bajaban a los lavabos del personal y se aseaban con esponjas. Para desayunar tomaban rosquillas y bollos. Un camión de comidas aparcaba todos los días ante la fábrica y unos guardaespaldas les subían burritos de huevo o sándwiches de pavo en cajas de plástico.

Dos salvadoreños los vigilaban durante el día. Cuando los trabajadores se marchaban, Deek aparecía acompañado de un hispano calvo, un antiguo portero de discoteca llamado Jesús Morales. Jesús pasaba la mayor parte del tiempo leyendo revistas de coches y escuchando rancheras por la radio.

Cuando Gabriel se aburría y deseaba conversación bajaba para hablar con Deek. El corpulento samoano debía su apodo al hecho de ser diácono de una iglesia fundamentalista de Long Beach.

—Cada hombre es responsable de su propia alma —había dicho a Gabriel—. Cuando alguien va al infierno deja más sitio en el cielo para los justos.

—¿Y qué pasa si acabas yendo a parar al infierno, Deek?

—Eso no me va a pasar, colega. Yo voy a ir arriba, a un sitio de los buenos.

—¿Y si resulta que tienes que matar a alguien?

—Eso depende de la persona. Si realmente se trata de un pecador, entonces habré hecho del mundo un lugar mejor. La basura al basurero. No sé si me entiendes, colega.

Gabriel había subido su Honda y unos cuantos libros hasta el cuarto piso, y pasaba el tiempo desmontando la moto, limpiando cada pieza y volviéndola a montar. Cuando se cansaba leía viejas revistas o una edición de bolsillo de
The Tale of Genji.

Echaba de menos la sensación de liberación que lo invadía cada vez que corría con su moto o saltaba de un avión, pero en aquellos momentos se hallaba atrapado en la fábrica. Seguía teniendo pesadillas con el fuego. Se veía dentro de una vieja casa donde contemplaba una mecedora envuelta en feroces llamas amarillas. Jadeaba y se despertaba en la oscuridad. Michael descansaba a unos metros de él, roncando, mientras afuera un camión de la basura vaciaba un contenedor.

Durante el día, Michael caminaba de un lado para otro por la cuarta planta mientras hablaba por el móvil. Intentaba conservar su edificio de Wilshire Boulevard, pero no podía explicar al banco su súbita desaparición. La operación se estaba desmoronando mientras solicitaba un poco más de tiempo.

—Déjalo estar —dijo Gabriel—. Ya encontrarás otro edificio.

—Eso puede tardar años.

—Siempre podemos mudarnos a otra ciudad, empezar una nueva vida.

—Ésta es mi vida. —Michael se sentó en una caja de embalar. Sacó un pañuelo del bolsillo e intentó quitarse una mancha de grasa de la puntera del zapato derecho—. He trabajado duro, Gabe, y ahora tengo la sensación de que todo va a desaparecer.

—Siempre hemos sobrevivido.

Michael meneó la cabeza. Parecía un boxeador que acabara de perder la pelea por el título.

—Quería protegernos, Gabe. Nuestros padres no lo hicieron. Simplemente intentaron ocultarse. El dinero compra la protección. Es como un muro entre tú y el resto del mundo.

14

El avión perseguía la oscuridad mientras volaba hacia Estados Unidos. Cuando los auxiliares de vuelo encendieron las luces, Maya levantó la cortina de plástico y miró por la ventanilla. Una brillante franja de sol en el horizonte, hacia el este, iluminaba el desierto bajo ella. El avión estaba sobrevolando Nevada o Arizona. No estaba segura. El racimo de luces de una ciudad brillaba en la distancia, y el oscuro curso de un río serpenteaba por el terreno.

Rechazó el desayuno y el champán que le ofrecieron, pero aceptó un bollo caliente acompañado de fresas y crema batida. Maya todavía recordaba que su madre solía preparar bollos para el té de la tarde. Era el único momento del día en que se sentía una niña normal, sentada a la pequeña mesa leyendo un cómic mientras su madre se afanaba en la cocina. Té indio con mucha leche y azúcar. Palitos de pescado. Budín de arroz. Pastelillos.

Cuando faltaba una hora para aterrizar, Maya fue al lavabo del fondo del avión y se encerró dentro. Abrió el pasaporte que había decidido utilizar, lo sujetó con cinta aislante al espejo y comparó la foto con su verdadera imagen. En esos momentos sus ojos eran castaños gracias a las lentes de contacto especiales. Por desgracia, el avión había salido de Heathrow con tres horas de retraso, y el efecto de las drogas en su rostro empezaba a desaparecer.

Abrió el bolso y sacó la jeringuilla y los diluidos esteroides utilizados como maquillaje. Los esteroides iban disimulados como dosis de insulina. Además contaba con lo que parecía un informe oficial de un médico declarando que era diabética. Mirándose en el espejo, Maya se clavó la aguja profundamente en la mejilla y se inyectó media jeringa.

Cuando hubo acabado con los esteroides, llenó el lavabo, sacó un tubo de ensayo del bolso y vació la funda dactilar en el agua fría. La gelatina de la funda era de un blanco grisáceo, delgada y frágil. Parecía un trozo de intestino de animal.

Maya sacó una falsa botella de perfume y se roció la yema del índice con adhesivo. Metió la mano en el agua, deslizó el dedo bajo la funda y la retiró rápidamente. La funda dactilar había cubierto su huella con otra distinta que sería leída por el escáner de inmigración. Antes de que el avión aterrizara utilizaría una lima para quitarse la parte que le cubría la uña.

Esperó dos minutos a que se secara la primera funda y después sacó otro tubo de ensayo para proceder con la huella derecha. El avión cruzó una turbulencia y dio un fuerte bandazo. Una luz roja se encendió dentro del lavabo: «Por favor vuelva a su asiento».

«Concéntrate —se dijo—, de lo contrario puedes cometer un error.» Al meter el dedo bajo la funda, el avión dio un salto, y Maya rompió el delicado tejido. Se apoyó contra la pared con un nudo en el estómago. Únicamente le quedaba una funda de reserva, y si no lo hacía bien tenía muchas posibilidades de que la arrestaran nada más poner un pie en Estados Unidos. Seguramente la Tabula habría conseguido sus huellas cuando ella trabajaba en la empresa de diseño de Londres. No les sería difícil introducir información falsa en los ordenadores de inmigración de Estados Unidos, información que sería rápidamente activada por cualquier escáner de huellas. «Individuo sospechoso. Contactos terroristas. Arrestar en el acto.»

Maya abrió el tercer tubo de ensayo y vertió su única funda de reserva en el agua del lavabo. De nuevo, se roció el índice con el adhesivo amarillo. Respiró hondo y sumergió el dedo en el agua.

—¡Disculpe! —gritó la auxiliar de vuelo llamando a la puerta del aseo—. ¡Vuelva a su asiento de inmediato!

—Sólo un minuto.

—El piloto acaba de encender las luces de «Abróchense los cinturones». Las normas establecen que todos los pasajeros sin excepción han de regresar a sus asientos.

Other books

Better Left Buried by Frisch, Belinda
Just Married...Again by Charlotte Hughes
Homeland and Other Stories by Barbara Kingsolver
Crimson Dahlia by Abigail Owen
Seven Words of Power by James Maxwell
The Rape of Venice by Dennis Wheatley
Let Sleeping Dogs Lie by Rita Mae Brown