El Viajero (11 page)

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Authors: John Twelve Hawk

Tags: #La Cuarta Realidad 1

El aspecto era lo primero que resultaba necesario cambiar. Los sistemas de reconocimiento se concentraban en los puntos nodales que hacían algo único de cada rostro humano. Un ordenador analizaba los puntos nodales de una persona y los transformaba en una serie de dígitos para crear una impresión facial. Lentes de contacto coloreadas y pelucas podían modificar la apariencia superficial, pero únicamente las drogas especiales eran capaces de engañar a los escáneres. Los esteroides hinchan los labios y la piel. Los relajantes musculares la aflojan y hacen que parezca más vieja. Las drogas debían ser inyectadas en las mejillas y la frente antes de llegar a un aeropuerto dotado con escáneres. Los tres pasaportes de Maya correspondían a tres dosis distintas de drogas administradas en diferente orden.

Maya había visto una película de ciencia ficción donde el protagonista pasaba un examen de iris mostrando al escáner los globos oculares de un difunto. Sin embargo, en el mundo real, eso no era posible. Los escáneres del iris lanzan un rayo de luz roja, y las pupilas de un cadáver no pueden responder a semejante estímulo y contraerse. Las agencias gubernamentales afirmaban que los escáneres del iris eran un método de identificación infalible. Los pliegues, huecos y pigmentación del iris de una persona se forman en el seno materno. A pesar de que las pestañas postizas o las lágrimas podían despistar a la máquina, el iris de una persona seguía igual toda su vida.

Thorn y los demás Arlequines que vivían ocultos habían desarrollado una respuesta a los escáneres oculares años antes de que estos fueran utilizados por los funcionarios de inmigración. Ciertos ópticos de Singapur cobraban miles de dólares a cambio de fabricar unas lentes de contacto especiales. El dibujo del iris de otra persona se imprimía en la flexible superficie de unas lentillas, y cuando la pupila recibía el rayo de luz roja del escáner se contraía como tejido vivo que era.

El escáner dactilar constituía el último obstáculo biométrico. Aunque las huellas de una persona se podían alterar mediante ácido o cirugía, esos procedimientos dejaban marcas permanentes. Durante una visita a Japón, Thorn había descubierto que unos científicos de la Universidad de Yokohama habían conseguido copiar las huellas dejadas por alguien en un vaso y convertirlas en una funda de gelatina capaz de cubrir las de una persona. Tales fundas eran delicadas y difíciles de colocar. Aun así, los tres pasaportes de Maya contaban con sus correspondientes juegos de huellas falsas.

Buscando entre las cajas, Maya encontró un neceser de piel que contenía dos jeringas hipodérmicas y una serie de drogas que cambiarían su aspecto. Pasaportes. Fundas dactilares. Lentes de contacto. Sí, todo estaba allí. Siguió buscando y encontró cuchillos, pistolas y dinero en moneda de distintos países. Había también un teléfono vía satélite sin registrar, un portátil y un Generador de Números Aleatorios del tamaño de una caja de cerillas. El GNA era un artefacto típicamente Arlequín, del mismo nivel que la espada. En otras épocas, los caballeros que protegían a los peregrinos llevaban dados tallados en hueso o marfil que solían lanzar antes de una batalla. En esos momentos, lo único que Maya tenía que hacer era apretar un botón, y una serie de números al azar brillarían en la pantalla.

Pegado al teléfono con cinta adhesiva había un sobre. Maya lo abrió y reconoció la escritura de su padre.

Cuando navegues por internet, ten cuidado con Carnivore. Finge siempre que eres una ciudadana y utiliza un lenguaje poco llamativo. Estate alerta, pero no tengas miedo. Siempre has sido una persona fuerte y con recursos, incluso de pequeña. Ahora que ya soy viejo, únicamente me enorgullezco de una cosa: de que seas hija mía.

Maya no había derramado lágrimas por su padre en Praga, y durante el trayecto hasta Londres se había concentrado exclusivamente en su supervivencia. Pero en ese instante, sola en aquel cuarto almacén, se sentó en el suelo y se echó a llorar. A pesar de que todavía quedaban unos pocos Arlequines con vida, se encontraba básicamente sola. Si cometía un error, por pequeño que fuera, la Tabula acabaría con ella.

9

En su condición de neurocientífico, el doctor Phillip Richardson había utilizado todo tipo de técnicas para estudiar el cerebro humano. Había analizado tomografías axiales computarizadas, imágenes de rayos X y resonancias magnéticas que le mostraban el cerebro pensando y reaccionando ante diversos estímulos. Había diseccionado cerebros, los había pesado y sostenido su grisáceo tejido en la mano.

Todas esas experiencias le permitían observar las actividades de su propio cerebro mientras daba una conferencia para el programa Denison Science en la Universidad de Yale. Richardson leía su discurso de las tarjetas de notas mientras apretaba un interruptor que iba mostrando diversas imágenes que se proyectaban en la pantalla de encima de su cabeza. Se rascó el cuello, cambió el peso al pie izquierdo y acarició la suave superficie del atril. Era capaz de hacer todo aquello mientras contaba el número de público asistente y lo repartía en distintas categorías. Estaban sus colegas de la Facultad de Medicina y una docena de titulados medios de Yale. Para su charla había escogido un título provocador: «Dios en una caja: descubrimientos recientes en neurología». Y le resultó gratificante comprobar que también habían acudido varias personas que no tenían nada que ver con el ámbito académico.

—Durante la última década, he estudiado los fundamentos neurológicos de la experiencia espiritual del hombre. Reuní un conjunto de individuos que meditaban u oraban con frecuencia, y les inyecté un rastreador radiactivo cada vez que me dijeron que creían estar en conexión con Dios o el universo infinito. Los resultados fueron los que presento a continuación.

Richardson apretó un botón, y en la pantalla apareció la imagen fotónica de un cerebro humano. Ciertas zonas brillaban en color rojo; otras, en naranja claro.

—Cuando el sujeto reza, el córtex prefrontal se concentra en las palabras. Entretanto, el lóbulo parietal superior se ha oscurecido. El lóbulo izquierdo procesa la información relativa a nuestra situación en el espacio y el tiempo. Eso nos da una idea de que poseemos un cuerpo físico concreto. Cuando el lóbulo parietal se desconecta, ya no somos capaces de distinguir entre nuestro yo y el resto del mundo. El resultado es que el sujeto cree hallarse en contacto con el infinito y eterno poder divino. Lo percibe como una experiencia mística, pero en realidad no es más que una ilusión neurológica.

Richardson volvió a pulsar el interruptor y presentó otra diapositiva del cerebro.

—A lo largo de los últimos años también he examinado los cerebros de individuos que creían haber vivido experiencias místicas. Fíjense en la siguiente secuencia. El sujeto que está experimentando una visión religiosa, en realidad está reaccionando a descargas de estimulación neurológica aplicadas en el lóbulo temporal, la zona responsable del lenguaje y del pensamiento conceptual. Para conseguir duplicar la experiencia, he conectado electroimanes al cráneo de mis voluntarios y he creado un débil campo magnético. Todos los participantes declararon haber tenido una percepción extracorpórea y la sensación de hallarse en contacto con algún tipo de poder divino.

«Experimentos como éste nos obligan a replantearnos las creencias tradicionales en cuanto al alma humana. En el pasado, este tipo de asuntos han sido estudiados por filósofos y teólogos. Para Platón o santo Tomás habría resultado inconcebible que un médico interviniera en el debate. Sin embargo, hemos entrado en un nuevo siglo. Mientras los sacerdotes siguen orando y los filósofos especulando, son los neurocientíficos los que se hallan más cerca de poder responder a las preguntas fundamentales de la humanidad. Desde mi punto de vista científico, debidamente verificado por la experiencia, Dios vive en el pequeño órgano encerrado en esta caja.

El neurólogo era un hombre alto y desgarbado de unos cuarenta años, pero toda su torpeza pareció desaparecer cuando se acercó a la caja de cartón que había en una mesa, cerca del atril. Los asistentes lo miraron fijamente. Todos querían ver. Richardson metió las manos, vaciló y sacó un recipiente de plástico que contenía un cerebro.

—Un cerebro humano. Un conjunto de tejidos flotando en formaldehído. Con mis experimentos he demostrado que la llamada conciencia espiritual no es más que la reacción cognitiva ante un cambio neurológico. Nuestra percepción de lo divino, nuestra creencia de que estamos rodeados por un poder espiritual, es una creación de nuestra mente. Den un paso más. Juzguen lo que implican estos hechos y llegarán a la conclusión de que Dios también es una creación de nuestro sistema neurológico. Hemos evolucionado hasta alcanzar un nivel de conciencia capaz de venerarse a sí mismo. Ahí reside el verdadero milagro.

El cerebro del aquel hombre muerto le había permitido poner un dramático punto final a la conferencia, pero en ese momento tenía que devolverlo a su lugar. Con cuidado, depositó el recipiente en su caja y bajó del estrado. Unos cuantos colegas de la comunidad médica lo rodearon para felicitarlo, y un joven cirujano lo acompañó hasta el aparcamiento.

—¿De quién es el cerebro? —preguntó el joven—. ¿De alguien conocido?

—¡Cielos, no! Debe de tener más de treinta años. Seguramente pertenece a algún paciente que lo donó por caridad.

El doctor Richardson colocó la caja en el maletero de su Volvo y salió de la universidad en dirección al norte. Después de que su ex mujer firmara los papeles del divorcio y se marchara a vivir a Florida con un profesor de baile de salón, Richardson había sopesado la posibilidad de vender la mansión victoriana de Prospect Avenue. Su lado racional comprendía que la casa era demasiado grande para una sola persona. Sin embargo, cedió con plena conciencia a sus emociones y decidió conservarla. Cada habitación era como una porción de su cerebro. Tenía una biblioteca rebosante de estantes con libros y un dormitorio en el piso de arriba lleno de fotos de su infancia. Cuando quería cambiar de estado de ánimo, no tenía más que sentarse en otra habitación.

Aparcó el coche en el garaje y decidió dejar el cerebro en el maletero. A la mañana siguiente lo devolvería a la Facultad de Medicina para que lo colocaran en el exhibidor.

Salió del garaje y bajó la puerta basculante. Eran alrededor de las cinco de la tarde. El cielo mostraba un color púrpura oscuro. Richardson percibió el olor a leña quemada que salía de la chimenea de su vecino. Iba a ser una noche fría. Después de la cena quizá debiera encender el fuego en el hogar de la sala de estar. Podía instalarse en el sillón verde mientras hojeaba el primer borrador de la disertación de un alumno.

Un desconocido se apeó de un todoterreno verde aparcado al otro lado de la acera y se acercó por el camino de acceso. Con sus cortos cabellos y gafas de montura de acero aparentaba unos cuarenta años. Algo en su forma de moverse denotaba firmeza y decisión. Richardson supuso que se trataría de un cobrador enviado por su ex mujer porque el mes anterior se había olvidado a propósito de enviarle la pensión después de que ella le hubiera escrito exigiéndole más dinero.

—Lamento haberme perdido su conferencia —dijo el hombre—. «Dios en la caja.» Sonaba interesante. ¿Tuvo mucho público?

—Perdone usted, pero ¿nos conocemos? —preguntó Richardson.

—Me llamo Nathan Boone. Trabajo para la Fundación Evergreen, la que le concedió una beca de investigación, ¿lo recuerda?

Durante los últimos seis años, la Fundación Evergreen había financiado los trabajos de neurología de Richardson. Conseguir el primer desembolso no había sido fácil. No se podía solicitar, sino que era la Fundación la que se ponía en contacto con uno. Sin embargo, una vez superado el obstáculo inicial, la renovación era automática. La Fundación nunca llamaba por teléfono ni enviaba a nadie para supervisar el desarrollo de las investigaciones. Los colegas de Richardson solían bromear diciendo que Evergreen era lo más parecido que había al dinero gratis en el mundo de la ciencia.

—Sí. Financian mi trabajo desde hace tiempo —contestó Richardson—. ¿Hay algo que pueda hacer por ustedes?

Nathan Boone metió la mano en su anorak y sacó un sobre blanco.

—Esto es una copia de su contrato. Me han indicado que llame su atención respecto a la cláusula 18—C. ¿Está usted al tanto de esa parte, doctor?

Richardson se acordaba de la cláusula, desde luego. Era algo exclusivo de la Fundación y figuraba en los contratos para evitar el fraude y el despilfarro.

Boone sacó el documento del sobre y empezó a leer:

—«Número 18—C. El beneficiario de la beca —supongo que se trata de usted, doctor— tiene la obligación de reunirse con un representante de la Fundación en el momento que se estime oportuno para ofrecer una descripción detallada del curso de sus investigaciones y una declaración relativa al destino dado a los fondos. La reunión será decidida a criterio de la Fundación, que proveerá el transporte. La negativa a satisfacer dicha obligación será causa de cancelación de la beca, y el beneficiario quedará obligado a devolver los fondos a la Fundación.»

Boone fue pasando las páginas hasta que llegó a la última.

—Usted firmó esto, ¿verdad doctor Richardson?

—Claro que sí, pero ¿por qué desean hablar conmigo en este preciso instante?

—Estoy seguro de que sólo se trata de un pequeño problema que necesita aclaración. Prepare una muda y un cepillo de dientes, doctor. Yo lo acompañaré a nuestro centro de investigación en Purchase, Nueva York. Quieren que revise usted unos informes esta noche de modo que pueda reunirse con la dirección mañana por la mañana.

—Eso no puede ser —contestó Richardson—. Tengo que impartir mis clases de posgrado. No puedo abandonar New Haven.

Boone tendió la mano y agarró a Richardson del brazo, apretándolo ligeramente para que el médico no pudiera salir corriendo. No había sacado un arma ni hecho gestos amenazadores; sin embargo, había algo en su personalidad que resultaba intimidatorio. A diferencia de la mayoría de la gente, no daba muestras de duda o vacilación.

—Estoy al tanto de sus obligaciones, doctor Richardson. Lo comprobé antes de venir hasta aquí. Mañana no tiene ninguna clase.

—Suélteme, por favor.

Boone aflojó la presa.

—No tengo intención de meterlo en el coche a la fuerza y obligarlo a ir a Nueva York. No voy a forzarlo en absoluto, pero si decide comportarse irracionalmente debe estar preparado para aceptar las consecuencias negativas. En estos casos siempre lamento que un hombre brillante haya tomado la decisión equivocada.

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