—¿Registran ondas? —preguntó Richardson por el micrófono—. ¿Sí? Bien, eso está muy bien. —A continuación se dirigió a Michael—: Necesitamos un punto de partida para empezar, así que vamos a proporcionar algunos estímulos a su cerebro. Nada de que preocuparse. Sólo reacciones elementales.
La enfermera fue hasta la estantería y regresó con varios tubos de ensayo. La primera serie contenía distintos sabores: salado, amargo, dulce y ácido. La segunda, olores: a rosas, a vainilla y algo que a Michael le recordó a goma quemada. El neurólogo no dejaba de murmurar por el micrófono mientras cogía una linterna especial y proyectaba distintos colores ante los ojos de Michael. A continuación reprodujeron sonidos a distintos volúmenes y le acariciaron el rostro con una pluma, un trozo de madera y una áspera pieza de acero.
Satisfecho con las informaciones sensoriales, Richardson pidió a Michael que contara hacia atrás, que sumara distintas cifras y describiera la cena que le habían servido la noche anterior. Luego, entró en su memoria profunda y le pidió que explicara la primera vez que había visto el mar y una mujer desnuda. «¿Tenía usted su propia habitación de niño?» «¿Qué aspecto tenía?» «Describa los muebles y los pósteres de las paredes.»
Cuando por fin Richardson dejó de hacerle preguntas, la enfermera dio a Michael un poco de agua.
—De acuerdo —dijo el neurólogo a los técnicos—. Creo que estamos preparados.
La enfermera se acercó con una bolsa transparente llena de una mezcla diluida de la droga conocida como 3B3. Kennard Nash había hecho llamar a Michael para hablarle de ella. Le explicó que el 3B3 era una bacteria especial desarrollada en Suiza por los mejores científicos. Se trataba de una droga muy cara y difícil de preparar, pero las toxinas que desprendía dicha bacteria parecían incrementar la energía neural. Cuando la enfermera colgó la bolsa intravenosa, el viscoso líquido azul turquesa osciló dentro del recipiente. Desconectó el suero, empalmó el gota a gota de la droga y un hilillo de 3B3 se deslizó a toda prisa por el tubo hasta el brazo de Michael. Richardson y Lau lo observaron como si fuera a levitar hacia otra dimensión.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó el neurólogo.
—Normal. ¿Cuánto tarda en hacer efecto esta cosa?
—No lo sabemos.
—Ritmo cardíaco ligeramente alto —informó el doctor Lau—. Respiración sin cambios.
Intentando disimular su desengaño, Michael contempló el cielo raso unos minutos; luego, cerró los ojos. Quizá no fuera un Viajero o quizá aquella nueva droga no funcionaba. Tanto esfuerzo y dinero para nada.
—Michael...
Abrió los ojos. Richardson lo miraba fijamente. En la sala seguía haciendo frío, pero gotas de sudor perlaban la frente del médico.
—Empiece a contar hacia atrás.
—Eso ya lo hemos hecho.
—Quieren volver al punto de partida neurológico.
—Olvídelo. Esto no va a...
Michael alzó el brazo derecho y vio algo extraordinario: una mano y una muñeca compuestas de diminutos puntos de luz surgió de su extremidad igual que un fantasma saliendo de un armario. Su mano corpórea, ya sin vida, se desplomó sobre la mesa mientras la aparición permanecía.
Al instante comprendió que aquella cosa, aquella aparición, había formado siempre parte de él, que había anidado en su interior. La fantasmagórica mano le recordaba los sencillos dibujos de constelaciones como El Arquero o Los Gemelos. Su mano aparecía formada por pequeñas estrellas conectadas por tenues hilos de luz. Era incapaz de mover su fantasmal mano como movía el resto del cuerpo. Si pensaba «Mueve el pulgar», «Cierra los dedos», nada ocurría. Tenía que pensar en lo que deseaba que su mano hiciera en el futuro; luego, al cabo de un breve intervalo, ésta respondía a su visión. No resultaba fácil. Todo ocurría con un ligero retraso, como cuando uno se desplazaba bajo el agua.
—¿Qué le parece? —preguntó a Richardson.
—Empiece a contar hacia atrás, por favor.
—¿Qué opina de mi mano? ¿Puede ver lo que le está ocurriendo?
El neurólogo meneó la cabeza.
—Sus dos manos descansan en la mesa de operaciones. ¿Puede describir usted lo que ve?
A Michael le resultaba cada vez más difícil hablar. No era solamente que se le hiciera raro mover labios y lengua, sino que conceptuar las ideas y traducirlas en palabras se le hacía progresivamente trabajoso. Su mente era más rápida que las palabras. Mucho más rápida.
—Creo que... —hizo una pausa que se le antojó interminable—. No se trata de ninguna alucinación.
—Descríbalo, por favor.
—Ha estado siempre en mi interior.
—Describa lo que está viendo, Michael.
—Ustedes... están... ciegos.
El enojo que Michael sentía fue en aumento y se tornó en enfado mientras se apoyaba en los antebrazos y se incorporaba. Tenía la sensación de estar liberándose de un caparazón, de una vieja cáscara, vieja y amarillenta. Entonces se dio cuenta de que la parte superior de su cuerpo fantasma se hallaba vertical mientras su cuerpo corpóreo permanecía postrado. ¿Por qué no podían ver aquello? Resultaba de lo más claro. Sin embargo, Richardson seguía mirando el cuerpo de la mesa como si éste fuera una ecuación a punto de desvelar su propia incógnita.
—Todos los signos vitales se han detenido —avisó Lau—. O está muerto o...
—¿De qué demonios está hablando? —espetó el neurólogo.
—No. Un momento. Hay un latido, un latido muy leve. Sus pulmones siguen funcionando. Se encuentra en una especie de aletargamiento, como alguien sepultado por un alud de nieve. —Lau estudió los datos del monitor—. Lento. Todo se ha lentificado, pero sigue con vida.
El doctor Richardson se inclinó de manera que sus labios quedaron a pocos centímetros del oído de Michael.
—¿Puede oírme, Michael? ¿Puede...?
Aquella voz humana se le antojaba tan insoportable, tan vinculada al remordimiento, la debilidad y el miedo, que Michael desprendió su ser espectral del resto de su cuerpo físico y quedó flotando por encima de él. Se sentía raro en aquella posición, como un niño aprendiendo a nadar. Flotó arriba y abajo mientras contemplaba el mundo, pero desconectado de su nervioso tumulto.
A pesar de que no podía percibir nada visible, notó como si hubiera una pequeña y negra abertura en el suelo de la sala, algo parecido al desagüe del fondo de una piscina que lo atraía lentamente. No obstante, si lo deseaba podía resistirse y mantenerlo a raya. Pero ¿qué había allí? ¿Formaba eso parte del hecho de convertirse en Viajero?
El tiempo pasó. Pudieron ser segundos o varios minutos. A medida que su ser luminoso descendía, el poder de atracción cobraba fuerza. Empezó a sentir miedo. Tuvo una visión del rostro de Gabriel y experimentó el intenso deseo de volver a ver a su hermano. Deberían estar haciendo aquello juntos. Todo se volvía más peligroso cuando se hacía en soledad.
Más cerca. Muy cerca. Abandonó toda resistencia y notó que su cuerpo fantasmal se contraía en una esfera, un punto, una concentrada esencia que se veía arrastrada hacia el negro vacío. Sin pulmones. Sin boca. Sin voz. Desaparecido.
Michael abrió los ojos y se vio flotando en medio de un océano verde oscuro. En lo alto había tres pequeños soles dispuestos en secuencia triangular. Brillaban al rojo blanco en medio de un cielo amarillo como la paja.
Intentó relajarse y evaluar la situación. El agua era tibia; y el oleaje, suave. No había viento. Agitando las piernas, ascendió como un corcho y contempló el universo que lo rodeaba. Vio el oscuro y brumoso linde que delimitaba el horizonte, pero ningún rastro de tierra firme.
—¡Hola! —gritó.
Por un momento el sonido de su voz hizo que se sintiera vivo y poderoso. No obstante, la palabra se extinguió en la infinita extensión del mar.
—¡Estoy aquí! ¡Aquí mismo! —volvió a gritar, pero nadie respondió.
Se acordó de las transcripciones de los interrogatorios a los que habían sido sometidos algunos Viajeros y que Richardson le había dejado en su cuarto. Había cuatro barreras que cerraban el paso a otros dominios: agua, fuego, tierra y aire. No existía un orden entre ellas, y los Viajeros se las encontraban de distintas maneras. Cada uno tenía que hallar la manera de salir, y los Viajeros utilizaban distintos nombres para describir la difícil tarea. Sin embargo, siempre existía un modo, una puerta. Un Viajero ruso lo había descrito como «un cuchillo desgarrando una gran cortina negra».
Todos estaban de acuerdo en que se podía saltar a la siguiente barrera o volver al mundo original, pero nadie había dejado un manual de instrucciones que explicara cómo conseguirlo. Una mujer había dicho: «Encuentras el camino o el camino te encuentra a ti». Tantas explicaciones confundían a Michael. ¿Por qué no podían decir sencillamente «Camine dos metros y gire a la derecha»? Lo que necesitaba era un plano para actuar, no filosofía.
Soltó una imprecación y golpeó la superficie con ambas manos aunque sólo fuera para escuchar un sonido. El agua le salpicó el rostro y le goteó por las mejillas hasta la boca. Esperaba un sabor intenso y salado, como el del mar; sin embargo, no sabía ni olía a nada. Recogió una pequeña cantidad en la palma de la mano y la examinó de cerca. Había pequeñas partículas suspendidas en el líquido. Podía tratarse de algas o de polvos mágicos. No tenía forma de saberlo.
¿Se trataba sólo de un sueño? ¿Podía ahogarse de verdad? Miró el cielo y se acordó de las historias que había oído acerca de los pescadores o los turistas que habían caído al mar desde un barco y que habían flotado a la deriva hasta ser rescatados. ¿Cuánto tiempo habían sobrevivido, tres, cuatro horas, un día entero?
Metió la cabeza bajo la superficie, emergió y escupió el agua que se le había metido en la boca. ¿Por qué había tres soles sobre su cabeza? ¿Se trataba acaso de un universo diferente, con normas diferentes en lo que a la vida y la muerte se refería? Aunque intentó dar vueltas a esas ideas, fue la propia situación, el hallarse solo y sin tierra firme a la vista, lo que centró sus pensamientos.
«No te dejes llevar por el pánico —se dijo—. Puedes aguantar mucho.»
Acudieron a su memoria viejas canciones de rock and roll, y se puso a cantarlas a voz en cuello. Tarareó melodías infantiles y contó hacia atrás, cualquier cosa que le diera la sensación de estar vivo. Inspirar. Espirar. Salpicar. Girar. Salpicar un poco más. Pero en cada ocasión las pequeñas olas y ondulaciones eran rápidamente absorbidas por la quietud que lo rodeaba. ¿Y si estaba muerto? Quizá lo estuviera. Cabía la posibilidad de que en ese preciso instante Richardson estuviera intentando reanimar su cuerpo, inerte. Quizá se hallara al borde de la muerte, y la última chispa de vida lo abandonaría si se sumergía.
Asustado, escogió una dirección y empezó a nadar. Empezó con un crol básico. Cuando se le cansaron los brazos, cambió a espalda. No tenía forma de calcular el tiempo que llevaba nadando. Cinco minutos. Cinco horas. Cuando se detuvo y flotó vio la misma línea del horizonte. Los mismos tres soles. El mismo cielo amarillo. Se hundió y volvió a emerger rápidamente, escupiendo agua y gritando.
Se puso boca arriba, con la espalda arqueada, y cerró los ojos. Lo uniforme del entorno, su naturaleza estática, sugería una creación de la mente. Sin embargo, en sus sueños siempre había aparecido Gabriel y otra gente a la que conocía. La completa soledad de ese lugar le resultaba extraña e inquietante. Si aquello fuera uno de sus sueños habría incluido un barco pirata o una lancha motora llena de chicas guapas.
De repente, notó que algo serpenteante le rozaba la pierna. Se puso a nadar frenéticamente, a dar patadas, brazadas. Su único pensamiento era nadar lo bastante rápido para escapar de lo que lo había rozado. El agua le entró en la nariz, pero la expulsó. Cerró los ojos y nadó a ciegas, a la desesperada. Se detuvo. Esperó. Oyó el sonido de sus propios jadeos. El miedo lo abandonó, y volvió a nadar sin rumbo, hacia el siempre lejano horizonte.
Pasó el tiempo. Tiempo de sueños. Tiempo espacial. Ya no estaba seguro de nada. De todas maneras, se hizo el muerto y descansó mientras recuperaba el aliento. Le abandonaron todos los pensamientos salvo el deseo de respirar. Como un fragmento de tejido vivo y primitivo, se concentró en esa acción que en el pasado le había parecido sencilla y automática. Transcurrió más tiempo y fue cobrando conciencia de una nueva sensación. Tenía la impresión de estar moviéndose en una dirección determinada, como si lo empujaran hacia cierto sector del horizonte. Poco a poco, la corriente se fue haciendo más fuerte.
Michael oyó que el agua le corría por las orejas y después un distante rugido, como el de una cascada. Poniéndose vertical, intentó sacar el cuerpo fuera del agua y ver adónde se dirigía. En la distancia, una fina bruma se elevaba en el aire y pequeñas ondulaciones rompían la líquida superficie. La corriente era poderosa, y le resultaba difícil nadar en su contra. El rugiente sonido se fue haciendo cada vez más fuerte hasta que ahogó su voz. Michael alzó el brazo derecho hacia el cielo, como si un pájaro gigante o un ángel fuera a tender la mano y rescatarlo de la destrucción. La corriente lo empujó hasta que el mar pareció derrumbarse ante él.
Por un instante quedó sumergido. Entonces se obligó a nadar hacia la luz. Se hallaba en la superficie de un torbellino tan enorme como un cráter lunar. Las verdes aguas giraban y giraban hacia un negro vórtice. Se vio llevado por una corriente que lo arrastraba hacia abajo y lo alejaba de la luz.
«No dejes de moverte —se dijo Michael—. No te rindas.»
Algo en su interior sería destruido para siempre si permitía que el agua le llenara la boca y los pulmones.
A medio camino de aquel verde cuenco, vio una pequeña sombra negra con la forma y el tamaño de un ojo de buey. Parecía ajena al torbellino. Desaparecía bajo las salpicaduras para reaparecer de nuevo en el mismo lugar, igual que una piedra escondida en un río.
Impulsándose con brazos y piernas, Michael cayó hacia la sombra. La perdió y la localizó de nuevo. Entonces se lanzó hacia su oscuro centro.
La mayor parte de la acristalada galería que recorría el interior de El Sepulcro era utilizada por el personal técnico. Sin embargo, a la zona norte del edificio únicamente se accedía a través de una puerta vigilada. Esa zona de observación privada estaba enmoquetada y disponía de un amplio sofá y lámparas de pie de acero inoxidable. Pequeñas mesas negras y sillas de rectos respaldos de ante se alineaban tras los ahumados cristales.